El doliente «lugar común» por excelencia…
¡Cuánto nos hemos acabado
pareciendo a los coches! Probablemente como antes acababan pareciéndose a las
caballerías. A determinada edad, la del medio siglo para arriba, que es un caer
continuo hacia la hoya, las visitas al médico acaban sustituyendo nuestra
usualmente escasa vida social por una maraña —cada día que pasa más intrincada—,
de análisis, pruebas, regímenes, hospitalizaciones, pequeñas intervenciones,
curas de reposo, medicaciones ultimísimas, más análisis y, como soberana
compensación, la conversación monotemática que nos permite adquirir un rango de
protagonismo solo comparable al que adquiríamos en el seno de la familia
cuando, siendo niños, habíamos de sufrir alguna intervención menor, como la de
apendicitis, por ejemplo.
A veces todo empieza como los
famosos ruiditos del automóvil, esos que sólo oye el conductor, quien se las ve
y se las desea para persuadir al sordo mecánico displicente de que son indicio
real de un peligro futuro o de una avería que espera no sea de mayor
consideración presupuestaria, que es lo que siempre acaba sucediendo. Ignaros
del arte de Esculapio, acudimos al médico de cabecera, punto de partida de un
camino que no pocas veces acaba entre las estrechas paredes de un nicho o la
inhóspita frialdad del ánfora que acoge las cenizas, con el rutinario «no sé
qué me pasa doctor, pero tengo un dolor en tal o cual parte que me martiriza,
día y noche…». Enseguida somos sometidos a una exploración rutinaria de los
puntos estratégicos: frenos, embrague, luces, radiador, encendido, tubo de
escape, etc., y, a partir de lo auscultado y lo palpado, se inicia el bonito
juego de las especulaciones, en el que participamos como un arúspice más, el
ciego, aunque sin voto.
De esa primera visita salimos con
una analítica de sangre y orina para empezar; luego vienen las radiografías y,
al poco, la resonancia magnética, un tormento tan refinado como imposible de
cumplir, en algunos casos, sin anestesia, porque ninguna experiencia más
cercana al terrorífico enterramiento en vida del que son muestra las tapas
arañadas de los ataúdes, por la parte de dentro, obviamente. Por fuera son
pocas las muestras de duelo que llevan a esa acción rasgadora para rescatar,
con imposible vida, al ser querido. Más adelante, porque en la vida clínica hay
siempre un crescendo paulatino llegamos ya a los dictámenes de los
especialistas. De cada una de las visitas a las eminencias —todos nos son
recomendados como el mejor de su especialidad: un sabio, unas manos mágicas, un
número uno, un lince, el acabóse, etc.— salimos con el correspondiente: «Está
claro como el agua. Lo que tenemos que hacer es…», que nos deja sumidos
en un piélago de contradicciones en el que nos agitamos, náufragos doloridos,
sin saber a qué tablón agarrarnos y con la intuición de que no tardaremos mucho
en empezar a embuchar un final la mar de salado. Lo que no desaparece nunca es
el dolor martirizador que paseamos escrito en el rictus dramático de la boca.
No estamos orgullosos de exhibir el estandarte de nuestra íntima dolencia,
usualmente visceral, pero sí. Y si alguien no reconoce la señal inequívoca de
nuestro auténtico dolor, lo consideramos una ofensa imperdonable, una agresión
incalificable. Somos la encarnación del dolor y se nos ha de rendir la
pleitesía de la compasión y, sobre todo, la del interés «hasta el último
detalle», explicación que solemos dar con los famosos pelos y señales, todos,
con generosa sobreabundancia y altísima exigencia, porque a la que nuestra
audiencia se despista en alguna de las infinitas transiciones entre nuestros
estados, una aureólica espiral hacia el martirologio, les fulminamos con el
anatema del desprecio más profundo:
retirarles la credencial con que accedían a nuestra intimidad, por más
que situar ésta en un hígado cirrótico, unos sombríos pulmones de bronquios obturados,
unas arterias escleróticas o un corazón
desvalvulado nos devuelva a los primeros tiempos de los escarceos racionales,
excesivamente próximos al chamanismo, a la superstición, al reino de los
prodigios.
Cuando llega la decisión final, «hay
que operar de urgencia», y nos encargan el preoperatorio de rigor, nos
despiden, resuelto el trámite, con la
cita temida: preséntese mañana a las 8 de la mañana, en ayunas. Se inicia, a
partir de ese momento, el calvario del hambre, de la incomodidad, de los
trastornos, del miedo, de la inquietud, del desasosiego, del tembleque, del
agorerismo, de la hipocondría, del misterio, y, sobre todo, del deseo de que
todo acabe cuanto antes y podamos regresar a casa para restablecernos en un
ambiente acogedor y grato (si el enfermo de él disfruta, por supuesto…). La
llegada no tiene más protocolo que ponernos en mano de quien nos instala en una
habitación compartida y nos dice que nos revistamos con una bata que nada tapa
y que vendrán a buscarnos enseguida. Protegido por la cortina corrida que nos
aísla del vecino, procedemos al desvestido y revestido, dejamos nuestras cosas
en la taquilla, cerramos con llave y guardamos (es un decir…) la llave en el
cajón de la mesilla. Protestamos enérgicamente de que hayan de llevarnos en una
silla de ruedas, pero comulgamos con el protocolo y, a posteriori, después de
haber sentido el frío del escay de la silla en las nalgas desnudas, agradecemos
no ir exhibiendo las posaderas por medio hospital, para escándalo de nadie y
mucha vergüenza propia.
De vuelta en la habitación, dormido
como un ladrillo, amanece uno a la luz de las primeras horas de la tarde con
cierta náusea y aun con cierta hambrecilla que, sin embargo, no solo no será
saciada, sino siquiera entretenida, a pesar de las protestas. Más protocolo que
echarse al coleto. Atontado sí que lo está uno, e imposibilitado de mantener
más que con asentimientos escuetos al intento de conversación del vecino de la
cama de al lado, locuacísimo sujeto dispuesto a remontarse tres generaciones
para explicar el porqué de la isquemia que ha dado con sus huesos en la
habitación que compartimos. Poco a poco, superando el aturdimiento, ve el
paciente con ilusión que se acerca la hora de la cena, y cree que en la cocina
le están preparando poco menos que un banquete de bienvenida, a cuenta de la
comida que se han ahorrado. La llegada de un consomé clarito y un yogur
descremado lo devuelven a la parva realidad. Habrá que esperar incluso los
tiempos mejores de los que hablaba su padre poco antes de morir: «Cuando el
hombre está deseando que le traigan el café con las galletas a media tarde,
está perdido». Así se siente, por momentos, con un desconsuelo gástrico que el
árbol del suero no palia.
A medida que la anestesia va
quedando atrás, emergen los dolores del postoperatorio y el dedo se vuelve loco
en la pera de la cama pidiendo a enfermería el auxilio de los analgésicos que
se los ahorren, pero no llegan ni unas ni otros. A ciertas horas de la noche,
llega a la conclusión de que en la garita de los de guardia desconectan la
entrada de los timbres para poder disfrutar de unas horitas de asueto
acompañado, ¡y aun a saber si en ellas no se habrán fraguado más de tres
divorcios! Si el enfermo es del viejo estilo de varón sufrido-recio, no habrá
consentido, por rancio amor materno, que ningún familiar le acompañe
nocturnamente instalado en la dureza inhóspita de un sillón reclinable del que
se levantan cagándose en la madre que parió al enfermo. Total, hasta el baño
son dos pasos que, sujetándose la parte dolorida, por la superstición de que
hayan de caérsele los intestinos (¡los traviesos instentinos de la niñez…!) al suelo, el enfermo recorre apoyado en
el gotero, como si de un sereno estrafalario se tratase, con cierto garbo que
nadie, a esas horas, es capaz de apreciar.
La vida en los hospitales ya no es
lo que era, aunque lo que él tiene idealizada es la vida en el sanatorio, como
las estancias del poeta de Moguer en el psiquiátrico Castell d’Andorte de Le
Bouscat, próximo a Burdeos, una vida de “retiro” en la que la neurastenia no
impide el comercio intelectual ni ciertos deseos. Con todo, no le molesta este
sucedáneo de la vida clínica con su régimen militar, cuando a las 5’30 de la
mañana, con una desconsideración total te abren la luz del cabezal, la intensa,
y te chequean las constantes vitales por si tu intenso sueño acongojado es una
imitación rigurosa del último sueño. “Ya puede asearse, si quiere” es el
consejo para ir entreteniendo la espera del desayuno con cuyos ingredientes se
han tenido dos sueños dulces y tres pesadillas amargas. Si no quiere hacerlo…,
es evidente que ninguna gentil miembro del glorioso cuerpo de la santa
enfermería se va a dignar a convalidar su pereza hediente. Todo parece que se
conjure para ir empujándolo a la petición, aunque sea irresponsable, de que le
concedan el alta misericordiosa para poder ser tratado como un ser humano en la
propia casa, si el paciente tiene quien de ello se encargue. Aun solo y sin
perrito que le ladre, siempre estará mejor en su propia casa, si el
posoperatorio no necesita curas complicadas que exijan escorzos que la afección
le impida hacer para llegar hasta la fuente del mal y dragarla para dejarla
como los chorros del oro, claro está. Ser enfermo solitario no es plato de
gusto de nadie, salvo de los misántropos y los narcisos.
La vida hospitalaria tiene, pues,
sus rutinas exigentes, pero también sus oasis de descuido, durante los cuales
hasta pueden los amos de los goteros salir a los descansillos de la escalera
para atiborrarse de nicotina, e incluso darse un garbeo por otras plantas y,
según con qué dolencias, hasta por los jardines del hospital o por el
aparcamiento que hace las veces de tales. La vida de habitación con un
compañero que tenga familia numerosa o pesada, o ambas cosas, es insufrible,
ciertamente; pero ocasiones hay en que se coincide con la flor y nata de la
Lacedemonia y se ahorra uno cualquier
conversación que exceda los buenos días, tardes o noches correspondiente, y,
con mayor alivio aún, de sufrir algún horrible y popularísimo programa de
televisión que nos obligue a pedirle a quien practique la caridad de la visita
al enfermo, unos tapones para los oídos, aun a riesgo de que sea mal
interpretada, la petición, por nuestro caritativo visitante: «Encima de que voy
y…, va y se enjareta unos tapones…, pues vaya que…», un equívoco del que pronto
se sale cuando, vivo el paciente para colocárselos antes de entrar en el
cuarto, queda la visita de nuestro bando expuesta a la infatigable y deletérea locuacidad
desbordante del vecino de habitación.
La vida clínica es un atiborrado
lugar común y todos llevamos el historial sabido de coro, ¡y ay de quienes,
torpes o tardos, no hayan sabido frenar en seco la húmeda e incendien la yesca
con su: ¿qué tal de achaques?! Puede ser el inicio de un gran rencor, esto es,
la perdida de una antigua amistad…
Espero que se encuentre bien, o al menos mejor. Son experiencias malas pero podrían ser peores. Leyéndole me ha venido esa sensación de cosa vivida, de ese tiempo extraño que es pausa y paréntesis de lo cotidiano y que vivimos como paciente unas veces y otras como visitantes. No pierda ese sentido del humor y esa perspicacia.
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