viernes, 31 de enero de 2025

La Vida Clínica

 

El doliente «lugar común» por excelencia…

 

¡Cuánto nos hemos acabado pareciendo a los coches! Probablemente como antes acababan pareciéndose a las caballerías. A determinada edad, la del medio siglo para arriba, que es un caer continuo hacia la hoya, las visitas al médico acaban sustituyendo nuestra usualmente escasa vida social por una maraña —cada día que pasa más intrincada—, de análisis, pruebas, regímenes, hospitalizaciones, pequeñas intervenciones, curas de reposo, medicaciones ultimísimas, más análisis y, como soberana compensación, la conversación monotemática que nos permite adquirir un rango de protagonismo solo comparable al que adquiríamos en el seno de la familia cuando, siendo niños, habíamos de sufrir alguna intervención menor, como la de apendicitis, por ejemplo.
                      A veces todo empieza como los famosos ruiditos del automóvil, esos que sólo oye el conductor, quien se las ve y se las desea para persuadir al sordo mecánico displicente de que son indicio real de un peligro futuro o de una avería que espera no sea de mayor consideración presupuestaria, que es lo que siempre acaba sucediendo. Ignaros del arte de Esculapio, acudimos al médico de cabecera, punto de partida de un camino que no pocas veces acaba entre las estrechas paredes de un nicho o la inhóspita frialdad del ánfora que acoge las cenizas, con el rutinario «no sé qué me pasa doctor, pero tengo un dolor en tal o cual parte que me martiriza, día y noche…». Enseguida somos sometidos a una exploración rutinaria de los puntos estratégicos: frenos, embrague, luces, radiador, encendido, tubo de escape, etc., y, a partir de lo auscultado y lo palpado, se inicia el bonito juego de las especulaciones, en el que participamos como un arúspice más, el ciego, aunque sin voto.

De esa primera visita salimos con una analítica de sangre y orina para empezar; luego vienen las radiografías y, al poco, la resonancia magnética, un tormento tan refinado como imposible de cumplir, en algunos casos, sin anestesia, porque ninguna experiencia más cercana al terrorífico enterramiento en vida del que son muestra las tapas arañadas de los ataúdes, por la parte de dentro, obviamente. Por fuera son pocas las muestras de duelo que llevan a esa acción rasgadora para rescatar, con imposible vida, al ser querido. Más adelante, porque en la vida clínica hay siempre un crescendo paulatino llegamos ya a los dictámenes de los especialistas. De cada una de las visitas a las eminencias —todos nos son recomendados como el mejor de su especialidad: un sabio, unas manos mágicas, un número uno, un lince, el acabóse, etc.— salimos con el correspondiente:  «Está claro como el agua. Lo que tenemos que hacer es…», que nos deja sumidos en un piélago de contradicciones en el que nos agitamos, náufragos doloridos, sin saber a qué tablón agarrarnos y con la intuición de que no tardaremos mucho en empezar a embuchar un final la mar de salado. Lo que no desaparece nunca es el dolor martirizador que paseamos escrito en el rictus dramático de la boca. No estamos orgullosos de exhibir el estandarte de nuestra íntima dolencia, usualmente visceral, pero sí. Y si alguien no reconoce la señal inequívoca de nuestro auténtico dolor, lo consideramos una ofensa imperdonable, una agresión incalificable. Somos la encarnación del dolor y se nos ha de rendir la pleitesía de la compasión y, sobre todo, la del interés «hasta el último detalle», explicación que solemos dar con los famosos pelos y señales, todos, con generosa sobreabundancia y altísima exigencia, porque a la que nuestra audiencia se despista en alguna de las infinitas transiciones entre nuestros estados, una aureólica espiral hacia el martirologio, les fulminamos con el anatema del desprecio más profundo:  retirarles la credencial con que accedían a nuestra intimidad, por más que situar ésta en un hígado cirrótico, unos sombríos pulmones de bronquios obturados, unas arterias escleróticas o  un corazón desvalvulado nos devuelva a los primeros tiempos de los escarceos racionales, excesivamente próximos al chamanismo, a la superstición, al reino de los prodigios.
             Cuando llega la decisión final, «hay que operar de urgencia», y nos encargan el preoperatorio de rigor, nos despiden, resuelto el trámite,  con la cita temida: preséntese mañana a las 8 de la mañana, en ayunas. Se inicia, a partir de ese momento, el calvario del hambre, de la incomodidad, de los trastornos, del miedo, de la inquietud, del desasosiego, del tembleque, del agorerismo, de la hipocondría, del misterio, y, sobre todo, del deseo de que todo acabe cuanto antes y podamos regresar a casa para restablecernos en un ambiente acogedor y grato (si el enfermo de él disfruta, por supuesto…). La llegada no tiene más protocolo que ponernos en mano de quien nos instala en una habitación compartida y nos dice que nos revistamos con una bata que nada tapa y que vendrán a buscarnos enseguida. Protegido por la cortina corrida que nos aísla del vecino, procedemos al desvestido y revestido, dejamos nuestras cosas en la taquilla, cerramos con llave y guardamos (es un decir…) la llave en el cajón de la mesilla. Protestamos enérgicamente de que hayan de llevarnos en una silla de ruedas, pero comulgamos con el protocolo y, a posteriori, después de haber sentido el frío del escay de la silla en las nalgas desnudas, agradecemos no ir exhibiendo las posaderas por medio hospital, para escándalo de nadie y mucha vergüenza propia.
               De vuelta en la habitación, dormido como un ladrillo, amanece uno a la luz de las primeras horas de la tarde con cierta náusea y aun con cierta hambrecilla que, sin embargo, no solo no será saciada, sino siquiera entretenida, a pesar de las protestas. Más protocolo que echarse al coleto. Atontado sí que lo está uno, e imposibilitado de mantener más que con asentimientos escuetos al intento de conversación del vecino de la cama de al lado, locuacísimo sujeto dispuesto a remontarse tres generaciones para explicar el porqué de la isquemia que ha dado con sus huesos en la habitación que compartimos. Poco a poco, superando el aturdimiento, ve el paciente con ilusión que se acerca la hora de la cena, y cree que en la cocina le están preparando poco menos que un banquete de bienvenida, a cuenta de la comida que se han ahorrado. La llegada de un consomé clarito y un yogur descremado lo devuelven a la parva realidad. Habrá que esperar incluso los tiempos mejores de los que hablaba su padre poco antes de morir: «Cuando el hombre está deseando que le traigan el café con las galletas a media tarde, está perdido». Así se siente, por momentos, con un desconsuelo gástrico que el árbol del suero no palia.
             A medida que la anestesia va quedando atrás, emergen los dolores del postoperatorio y el dedo se vuelve loco en la pera de la cama pidiendo a enfermería el auxilio de los analgésicos que se los ahorren, pero no llegan ni unas ni otros. A ciertas horas de la noche, llega a la conclusión de que en la garita de los de guardia desconectan la entrada de los timbres para poder disfrutar de unas horitas de asueto acompañado, ¡y aun a saber si en ellas no se habrán fraguado más de tres divorcios! Si el enfermo es del viejo estilo de varón sufrido-recio, no habrá consentido, por rancio amor materno, que ningún familiar le acompañe nocturnamente instalado en la dureza inhóspita de un sillón reclinable del que se levantan cagándose en la madre que parió al enfermo. Total, hasta el baño son dos pasos que, sujetándose la parte dolorida, por la superstición de que hayan de caérsele los intestinos (¡los traviesos instentinos de la niñez…!) al suelo, el enfermo recorre apoyado en el gotero, como si de un sereno estrafalario se tratase, con cierto garbo que nadie, a esas horas, es capaz de apreciar.
                    La vida en los hospitales ya no es lo que era, aunque lo que él tiene idealizada es la vida en el sanatorio, como las estancias del poeta de Moguer en el psiquiátrico Castell d’Andorte de Le Bouscat, próximo a Burdeos, una vida de “retiro” en la que la neurastenia no impide el comercio intelectual ni ciertos deseos. Con todo, no le molesta este sucedáneo de la vida clínica con su régimen militar, cuando a las 5’30 de la mañana, con una desconsideración total te abren la luz del cabezal, la intensa, y te chequean las constantes vitales por si tu intenso sueño acongojado es una imitación rigurosa del último sueño. “Ya puede asearse, si quiere” es el consejo para ir entreteniendo la espera del desayuno con cuyos ingredientes se han tenido dos sueños dulces y tres pesadillas amargas. Si no quiere hacerlo…, es evidente que ninguna gentil miembro del glorioso cuerpo de la santa enfermería se va a dignar a convalidar su pereza hediente. Todo parece que se conjure para ir empujándolo a la petición, aunque sea irresponsable, de que le concedan el alta misericordiosa para poder ser tratado como un ser humano en la propia casa, si el paciente tiene quien de ello se encargue. Aun solo y sin perrito que le ladre, siempre estará mejor en su propia casa, si el posoperatorio no necesita curas complicadas que exijan escorzos que la afección le impida hacer para llegar hasta la fuente del mal y dragarla para dejarla como los chorros del oro, claro está. Ser enfermo solitario no es plato de gusto de nadie, salvo de los misántropos y los narcisos.
                      La vida hospitalaria tiene, pues, sus rutinas exigentes, pero también sus oasis de descuido, durante los cuales hasta pueden los amos de los goteros salir a los descansillos de la escalera para atiborrarse de nicotina, e incluso darse un garbeo por otras plantas y, según con qué dolencias, hasta por los jardines del hospital o por el aparcamiento que hace las veces de tales. La vida de habitación con un compañero que tenga familia numerosa o pesada, o ambas cosas, es insufrible, ciertamente; pero ocasiones hay en que se coincide con la flor y nata de la Lacedemonia y  se ahorra uno cualquier conversación que exceda los buenos días, tardes o noches correspondiente, y, con mayor alivio aún, de sufrir algún horrible y popularísimo programa de televisión que nos obligue a pedirle a quien practique la caridad de la visita al enfermo, unos tapones para los oídos, aun a riesgo de que sea mal interpretada, la petición, por nuestro caritativo visitante: «Encima de que voy y…, va y se enjareta unos tapones…, pues vaya que…», un equívoco del que pronto se sale cuando, vivo el paciente para colocárselos antes de entrar en el cuarto, queda la visita de nuestro bando expuesta a la infatigable y deletérea locuacidad desbordante del vecino de habitación.
                     La vida clínica es un atiborrado lugar común y todos llevamos el historial sabido de coro, ¡y ay de quienes, torpes o tardos, no hayan sabido frenar en seco la húmeda e incendien la yesca con su: ¿qué tal de achaques?! Puede ser el inicio de un gran rencor, esto es, la perdida de una antigua amistad…

 

 

1 comentario:

  1. Espero que se encuentre bien, o al menos mejor. Son experiencias malas pero podrían ser peores. Leyéndole me ha venido esa sensación de cosa vivida, de ese tiempo extraño que es pausa y paréntesis de lo cotidiano y que vivimos como paciente unas veces y otras como visitantes. No pierda ese sentido del humor y esa perspicacia.

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