Los muros sutiles...
¿En qué
momento dos personas que se han unido hasta la efusiva confusión gozosa abisman
una distancia insalvable entre ellas, hasta el punto de no retorno de no
reconocerse, de instalar una sólida extrañeza entre ellas, de sentirse
completamente ajenas una a otra, tan desconocidas como si estuvieran en
presencia de alguien con quien se hubieran tropezado en la calle al azar?
Y sucede.
La intimidad deviene extimidad, incluso
con un poso de remordimiento, como si fuera inexplicable que hasta pocos días
antes entre ambas no hubiera habido fronteras ni extrañezas, como si fuera
impensable que esos dos cuerpos gozosamente entregados recíprocamente a todas
las experiencias propias de la vida en común pudieran llegar a padecer una
aversión inconcebible en los momentos del disfrute de lo común, esa suerte de
unidad que se sella, del modo más elocuente y profundo, en la fusión y profusión
sexual.
Perdida la confianza, el retraimiento se
apodera de la visión y emerge la alteridad de lo distinto ante nosotros, como los
signos crípticos e indescifrables de una estela premesopotámica. ¿Quién es esa
persona, plantada ante nosotros como un enigma? Se han borrado, como los
caminos de sirga tras el desmadre de los ríos, todas las señales reconocibles del vínculo, del
hábito, de la pasión. La miramos, nos miramos, y la perplejidad del
deslizamiento en alud de la nieve por la poderosa montaña arrastra con ella
todo un mundo edificado sobre la proximidad, sobre el contacto, sobre la
comunión de los días y las noches, sobre los sueños compartidos e incluso sobre
los descendientes; y el alud se vive como un argayo que levanta el túmulo al
desencuentro.
La familia propia se vive, entonces, como
el único refugio donde, prácticamente, no cabe la extrañeza, el único espacio
emocional que define a la persona como pertenencia insoslayable a algo fuera de
ella misma. Incluso habiendo roto todos los lazos con ella, la familia siempre aparece
ante cualquier persona como un vínculo tan poderoso como incuestionable. Está
en el aire que se comparte la sensación de formar parte de un ámbito hasta
cierto punto consolador, aun a fuer de irritante, porque no requiere de la
persona ningún esfuerzo formar parte de ella: la persona sabe que es quien es
porque ha nacido en la familia en que ha nacido, y la cercanía o lejanía entre
sus miembros escapa del marco que los acoge, a veces como una condena, a veces
como un sagrado.
La distancia entre dos personas de
distintas familias, no cede, cuando se instala, ni ante la realidad obvia de
haberse constituido ambas en familia para otros. Pero ese espacio no afecta a
los fundadores, a quienes puede sobrevenirles el rechazo al otro, con causa o sin
ella, en cualquier atravesado momento racional o irracional de una convivencia dinamitada
por el hastío, la traición, el tedio, la competencia o cualquier estantigua que
levanta su oscura y dramática presencia desde el blancor de las sábanas o desde
la ausencia en presencia que rompe los puentes de la comunicación en cualquier
rincón o sala o pasillo.
¡Qué incomprensible, la facilidad con que aceptamos
y entendemos que la otra persona es alguien ajena a nosotros, alguien con quien,
a veces súbitamente, hasta puede parecernos repulsivo intercambiar contactos
corporales! Manos descaradas, nos parecen sus manos; lengua serpentina la de
otrora dulces, cálidos y demorados besos; prisión férrea los brazos que fueron
alero y nido de la confianza… El lecho compartido con la seguridad de lo
inquebrantable se convierte en espacio de sospecha y en campo de suspicacias,
amén de inmenso desierto cruzado por la agitación ventosa del sueño. Nada queda
de la calma confiada ni del oleaje rítmico de la pasión encendida. Y la
presencia de la otra persona en tal espacio abrigado de la intimidad se vive
como una profanación de las cenizas.
No hay, propiamente, enemigo, ni posible puente
de plata, porque lo que se desea es remover de la memoria lo vivido para
instalar la gélida ausencia que nos garantice la disponibilidad, el
renacimiento, el encuentro con quienes comenzamos a ser, de nuevo, intactos,
sin heridas o rasguños, sin la aplastante losa de la indiferencia que todo lo
arruina y pudre.
Empeñadas en otear el futuro o en
complacerse en el pasado idealizado, descuidan algunas personas contemplar el
presente en que se agitan los signos inequívocos de esa distancia que siempre
se presenta con su cara de hereje, y que, cuando finalmente lo hace, les cambia
la vida.
Conozco parejas que han vivido esta progresiva separación y levantamiento de muros entre ellas, y es algo, desde luego, terrible, desazonador, espantoso. Parece que es una dinámica habitual para preparar la separación o el divorcio. Es como si se buscaran causas para llegar a ello y el territorio es erizado de angustia y sufrimiento.
ResponderEliminarEl texto responde a la perplejidad que me originó el pensamiento súbito de que dos personas que han convivido un tiempo generoso de sus vidas puedan acabar viéndose como extrañas, que una intimidad estrechísima se convierta en esa distancia de la que hablo. No sé si he acertado a expresarlo con claridad, pero me pareció un caso de metamorfosis, de mutación profunda que, para un feliz monógamo como yo, significaba un territorio misterioso en el que adentrarse, no sin miedo...
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