¡Un locus amoenus! de inexcusable visita deleitosa.
Estaba
convencido de que mi Conjunta y yo éramos los únicos españoles que quedábamos
por visitar el Monasterio de Piedra y su espectacular Parque Natural, todo ello
un lugar de interés monumental de primer orden. A cualesquiera amigos a quienes
he preguntado si habían ido me responden lo mismo: allá por el pleistoceno de
sus vidas…, porque cuando algo me entusiasma tantísimo, corro raudo a llevar
una buena nueva que, para la mayoría es un pasado lejano y, por lo que me ha
llegado, algo envuelto en brumas, de tal manera que este recordatorio bien
puede servirles a ellos para renovar la visión original que tuvieron con la
actual que deberían hacer, porque el espectáculo merece visitas recurrentes,
dado el microclima y la belleza perenne del espacio. Teniendo la familia repartida
entre Madrid y Barcelona, siempre he echado de menos no parar, de camino, para
satisfacer algunos deseos paisajísticos o monumentales. Ello me llevó a
proponerle a mi Conjunta, para cuando podamos, un viaje de Madrid a Barcelona
parando en cuantos pueblos jalonan la ruta, aunque tardemos diez o quince días
en llegar de uno a otro destino.
En este último viaje se ha cumplido uno de
esos deseos largamente acariciados, porque «Monasterio de Piedra» siempre ha
resonado en mi memoria como una deber sistemáticamente esquivado. ¡Por fin me
he quitado la espina! Y confieso, de grado, que hacía mucho tiempo que no
disfrutaba tanto de un espacio natural como lo he hecho con este Parque del
Monasterio que me ha cautivado totalmente. El agua, los ríos, las cascadas, la
vegetación que la rodea, el sonido bravío de las corrientes o de las cataratas,
el silencio de los visitantes que atienden más a las fotografías que a dejarse
empapar de la compañía de un agua generosa, fresca, cantarina, calma y
desatada, pródiga y siempre benefactora, a cuyo lado los cuerpos vibran con la
energía y el dinamismo propio del agua que busca su cauce hacia otros ríos o
hacia el lejano mar que intuye en su esencia, del mismo modo que en su pureza
trasparente se acuerda de su origen nuboso.
El Parque Natural, cuidadísimo, sin que se
note, por la rústica urbanización de los senderos, una intervención agresiva de
la mano todopoderosa de los diseñadores de jardines, tiene un microclima que
convierte el paseo de sobremesa —tras el hambre aliviada en tan buen
restaurante como el del hotel que ocupa buena parte del antiguo monasterio
desamortizado— en una exquisitez espiritual, más que en un recreo corporal.
Caminar por sus senderos, sujetos a continuas bifurcaciones que invitan a
desandar las señales establecidas, y a gratamente perderse por las umbrías
invitaciones, es dejarse llevar por una sucesión de cascadas y torrenteras que
lamiendo las piedras con esa delectación que por ellas sienten las aguas
corrientes sorprenden al caminante y lo invitan a leer en el espléndido libro
abierto de la Naturaleza mayúscula, la que provoca el pasmo, como la
contemplación, desde el interior de la cueva, de la Cola de Caballo que cae
durante cincuenta metros con un caudal que, si bien ínfimo en comparación con el
de Iguazú, Niágara u otras maravillas del mundo, le basta a un urbanita como yo para
abrir la gruta del bostezo de su admiración
rendida, porque la imaginación hace el resto...
Los gestores del Parque han tenido también
la delicadeza de colocar junto a cada atracción bautizada («Lago del Espejo»; «El
baño de Diana»; «La peña del Diablo»; «Cascada de la Cola de Caballo», etc.)
una fotografía antigua de cada una de ellas, de modo que el visitante puede
viajar en el tiempo casi al estado del mismo en que lo «descubrió» Juan Federico
Muntadas Jornet, quien heredó el Monasterio y lo convirtió en albergue, del
mismo modo que «ajardinó» con espíritu romántico el entorno del río Piedra,
legando para generaciones venideras un ejemplar único de turismo ecológico que
hemos de agradecerle profundamente. Atento al tradicional espíritu emprendedor catalán,
Muntadas fue el primero en establecer una piscifactoría, adelantándose mucho a
su tiempo. El hombre fue, además de poeta, autor dramático y novelista. Lo que
está claro es que su capacidad visionaria para convertir el entorno del río Piedra en una atracción para los visitantes le ha granjeado nuestra estimación eterna,
porque una visita a «su» parque es una de las mejores visitas turísticas que
cualquiera se puede plantear, sobre todo cuando arrecia el calor. Imagino que instalarse
en el hotel y pasear libremente por el Parque, invitaría a dejarse acompañar
por la lectura como alto reparador en esos paseos, pero cuando se visita por
primera vez, desviar la vista del espectáculo de la Naturaleza mayúscula a las
minúsculas de cualquier texto, por laureado que sea, es poco menos que un
insulto a la belleza. No descarto una visita en que pueda conciliar ambas
visiones, desde luego; pero tiene primacía, de momento, esa otra visita,
siempre postergada, a la hospedería del Monasterio de Veruela, siguiendo los
pasos de Gustavo Adolfo.
Es obvio que cualquier rincón de ese
espacio privilegiado invita a llevárselo fotografiado, para guardar memoria
viva de todos ellos; pero nada comparable a la impresión indeleble que dejan en
la memoria y en el corazón la morosa contemplación de las infinitas formas
caprichosas que dibuja la naturaleza, con efectos tan destacados como el de esas
rocas cubiertas de musgo acamado por el viento creado por la impetuosa caída
del agua… Caprichosos son los caminos del agua, y ánima de escultor hay en su
impetuosidad dichosa, por eso no hay dos cascadas iguales ni el agua discurre
de la misma manera por cada uno de los manantiales que forma el río. Las rocas
por las que se despeña el agua imprimen geometrías muy distintas a esas caídas,
y de ahí la sensación de novedad permanente en cada nuevo rincón que
descubrimos.
La visita del claustro del Monasterio y de
la iglesia aneja en ruinas tiene, por supuesto, su propio interés cultural,
aunque no pueda competir con la belleza de la Naturaleza casi propiamente en
estado salvaje. Con todo, parece un destino escrito el de que fundaran el monasterio monjes de Poblet y de que, una vez desamortizado por Mendizábal,
fuera a parar a manos de la familia Muntadas, catalana, a cuyo hijo, Juan
Federico, debemos la «creación» de un espacio natural que exige una inaplazable
visita —aunque nosotros nos hayamos demorado nuestros buenos treinta años o más
en hacerla— y aun revisitas frecuentes.
Lo mejor de la visita al Monasterio de
Piedra es el asombroso placer que depara algo tan simple como el contacto con
la naturaleza sorprendente de un río, el Piedra, capaz de haber autoesculpido
el poema apasionado de sí mismo.
Texto muy hermoso.
ResponderEliminarTú bien que lo debes de haber visitado, ¿no? ¿O también es recuerdo del pleistoceno de tu vida, habiéndolo tenido siempre tan cerca?
ResponderEliminarHe estado en mi adolescencia, con Rosa Mari en los noventa y con mis hijas y Étel no hace mucho. Sin duda, es un prodigio. Ahora solo te falta Montserrat. Hay una subida de una hora y cuarto desde el Aeri de Montserrat (FFCC) hasta la abadía que da una medida diferente de la visita a Montserrat. ¿Sabes que en Montserrat está el Valle de los Caídos catalán?
ResponderEliminarA pie, no; en el tren cremallera, sí la hicimos...
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