jueves, 14 de octubre de 2021

El covid19, crónica de una relación.

El covid y yo: el  extraño encuentro de la diana y la flecha.

         Cuando empezó todo, allá por los albores de 2020, justo cuando los rumores sobre la propagación del nuevo virus se movían entre la burla, el cachondeo, el famosísimo un caso o dos del inefable escudo del presidente del gobierno, y la ceguera gubernamental ante el peligro de las celebraciones  multitudinarias del 8 de marzo -luego se supo que se habían marginado informes oficiales en los que se alertaba de dicho peligro-, me negué en redondo a permanecer en casa sin salir a la calle bajo ningún concepto, salvo caso de necesidad. Puedo decir que he bajado antes del confinamiento y  ya decretado este -ahora sabemos que violando impunemente la Constitución- cada día. Si no a comprar, que también, a recoger el diario en el quiosco. Aún recuerdo cómo una patrulla de los mossos que me vio caminando por la Gran Vía, y era yo el único viandante a esas horas de la mañana,  paró el coche y se dispuso poco menos que a venir a acorralarme con malévolas intenciones, poco antes de que izara yo, por encima del seto que separa la calzada de la acera, el diario, abortando en seco su conato represivo. Le he tenido mucho respeto al contagio, siempre, y por eso he extremado en todo momento las precauciones: mascarilla, distancia, guantes durante mucho tiempo y uso del desinfectante cada dos por tres. Capítulo aparte sería el de la desinformación gubernamental, por no llamarlo engaño, y el de la incompetencia a la hora de dar los pasos adecuados para luchar contra la pandemia, hasta que descubrieron el recurso mágico y anticonstitucional de encerrarnos a todos y privarnos de nuestros derechos constitucionales, en un ejercicio de arbitrariedad y despotismo difícilmente igualable. 

        Las vicisitudes por las que socialmente hemos pasado requerirán algún día una serena crónica que ponga los puntos sobre las íes de las responsabilidades de cada cual, porque, a día de hoy, tengo la impresión de que hay muchas que deberían de ser investigadas criminalmente, porque no se puede achacar solo a la pandemia la mortalidad que nos ha dejado destrozados, amén de diezmados, sobre todo en esa franja de la población a la que los poderes públicos más deberían de haber mimado, porque el trato que las sociedades dispensan a sus mayores revelan bien a las claras el grado de civismo de dichas sociedades. Mal que bien, hemos ido aguantando el tipo a pesar de aquellas *chusquerías con que el presidente de gobierno, más pendiente de colgarse las medallas de las buenas noticias que de ser honesto y leal para con los ciudadanos, nos lanzó a "disfrutar" de los paisajes y la gastronomía de España para acabar poco menos que lamentándolo con el incremento de muertes subsiguientes. Y ni siquiera los dos funerales masónicos "de Estado" borran la incuria con que el poder político ha desoído los avisos del sentido común, traducidos en demasiadas muertes que podrían haber sido evitadas. 

        Cuando ya parecía que todo discurría muy próximo a la vieja normalidad -¡menuda imbecilidad presidencial lo de la "nueva normalidad"!- y se relajaban las medidas de protección, vuelvo de unas breves vacaciones y, tras más de un año de hurtarme al contagio del deletéreo virus, mi hijo, ignorante de que había sido contagiado, me lo transmite en apenas un día de contacto, porque tres de sus compañeros de oficina dieron positivo y tuvieron síntomas inequívocos. Como lo acompañé al aeropuerto a las cinco de la mañana, no hay duda de que en ese trayecto en el coche sufrí la invasión del "bicho", porque mi Conjunta, en el análisis que nos hicimos la unidad familiar, después de haber dado él positivo, a la vuelta de su viaje a Ámsterdam, salió negativa, pero yo di positivo.

      Heme, pues, encerrado diez días interminables en mi habitación para respetar la cuarentena y evitar contagiar a nadie. Comiendo en la cocina mientras mi Conjunta lo hacía en el comedor, y yendo yo con mi pistola desinfectante borrando todo rastro de mis huellas por la casa, como cualquier delincuente en el espacio donde ha cometido un delito. Si la vejez ya dota de una cualidad de pergamino las manos de los jubilados, el uso del gel hidroalcohólico las sutiliza hasta convertirlas en delicadas manos de cera, muy parecidas a las de alabastro de las estatuas de las vírgenes. ¿Lo peor del encierro? La  insufrible soledad de las noches celibatas para quien disfruta del contacto íntimo del lecho compartido, convertido en necesidad vital. A mi insomnio tradicional, he añadido una cierta ansiedad que, algunas noches, me ha llevado a levantarme de madrugada para recorrer como el clásico animal enjaulado los breves límites de nuestro dormitorio, entonces solo mío, para mi mal. Lo más significativo de mi encierro ha sido la ausencia total de síntomas de ningún tipo, ni fiebre, ni tos, ni dolor de cabeza, ni dolores musculares... Mi hijo, que hacía su propio confinamiento en la habitación de al lado, tampoco tuvo el menor síntoma. A mitad de la cuarentena di en pensar si no se habían equivocado y me habían dado a mí un positivo equivocado y quien iba antes que yo en la toma de muestras andaba por ahí con un flamante negativo contagiando a tirios y troyanos... ¿Lo mejor, aparte de los compromisos familiares que me ha ahorrado? Que he dispuesto de un precioso tiempo para asistir a la difícil gestación del último capítulo de una novela de mi querido Dimas Mas, en la que el muy insensato lleva trabajando la friolera de 25 años, lo cual le ha hecho perder toda esperanza de que tanto tiempo haya servido para algo útil. Pero como ahí sigue él; ahí le he asistido yo con entusiasmo, pero sin conocimiento, tratando de no estorbar...

No soy un convencido absoluto de la bondad de las vacunas que se han conseguido saltándose protocolos que, sin pandemia, hubieran sido prohibidas hasta cumplirlos a rajatabla; pero desde que nos aseguraron, quizás con más fe que ciencia, que eran un remedio eficaz, no dudé en pasar por el aro y vacunarme, cruzando los dedos, por supuesto, para no caer en el tanto por ciento despreciable de cuantos tendrían efectos adversos irremediables o dramáticos. Astra-Zeneca fue la que me tocó, por edad, y, después de haber dado positivo, estoy por levantarle un discreto altar a la eficacia, a juzgar por la suavidad con que me he sufrido la invasión del virus. Ignoro si mi condición de deportistas, especialidad fondista fondón, ha contribuido algo a la ausencia de síntomas, pero nunca está de más robustecer la salud, imagino. No quiero entrar en esa dialéctica de  los antivacunas y los provacunas, porque parece que cae todo del lado de la fe más que de las pruebas científicas. Que de los primeros hayan hecho bandera los seguidores de la extrema derecha y antidemócratas en general, como los seguidores de Trump, no necesariamente ha de evitarnos discernir entre quienes lo son por convencimiento racional y quienes se afilian a las teorías conspiratorias al estilo de Los protocolos de los sabios de Sión que tanto ayudaron a Hitler a llegar al poder... Algún amigo tengo antivacunas y yo cruzo a mi vez los dedos para que tenga la suerte de no "pillar" el virus en un cambio de rasante sin darse ni cuenta de que le llega con los aerosoles de algún desaprensivo infectado que se pone la cuarentena por montera o que ignora serlo, lo cual es bien normal, como he tenido ocasión de comprobarlo con mi propio hijo.

        Aún seguimos inmersos en la pandemia, y mi contagio en los acaso estertores de la misma, teniendo yo sumo cuidado de no ser contagiado, dada mi relación con mi suegra y mi madre, ambas de 94 años, es prueba inequívoca de que cualesquiera precauciones son pocas, y de que hemos de perseverar en ellas aún por un tiempo indeterminado. Ahora andan recetando una tercera vacuna para personas con cierta fragilidad ante el contagio, y uno de mis hermanos, aquejado de leucemia, ya la ha recibido. Viendo la efectividad de las dos que me han puesto, no creo que me arriesgue a esa tercera, la verdad...

        Supongo que estos largos tiempos de pandemia han sido tiempos extraordinarios, de excepción, y que cada cual tendrá una visión de ellos en función de sus condicionamientos personales, pero quienes estamos hechos al trabajo intelectual como realización vital, estos tiempos no han sido muy distintos de los comunes y corrientes, excepto que nos han aliviado la presión de la vida social y familiar y hemos podido dedicar más horas a nuestra afición estudiosa y a la cinefilia que a algunos nos es congénita desde que llegamos a la edad de la razón. No en balde pertenezco a la primera generación de niños televidentes de España..., y el cine, desde sus inicios, ha sido una de las bazas fundamentales de la televisión, como lo fueron las series, aunque algunos jóvenes crean que son un invento actual.


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