El homo faber frente a la impotencia última.
Cuando se llega
a cierta edad, usualmente pasados los noventa, y el cuerpo apenas responde ya a
la posibilidad de mantener una actividad cotidiana reparadora, la mirada de las
personas sedentes se gira hacia un vacío fronterizo con el olvido y con recuerdos
muy escogidos, aunque confusos, precisos como el detalle magnífico de un
novelista decimonónico y, a menudo, anodinos como el tiempo que se abre ante
uno en su cruel repetición del aburrimiento eterno en que se acaba teniendo la
certeza de sobrevivir con un esfuerzo tan descomunal como pasivo.
Cada persona es un mundo, pero cuando la
ausencia total de formación, salvo la de la escuela de la vida, que no todos
aprovechan del mismo modo, nos deja solos ante las horas, sin tener «nada que
hacer», aunque se ansíe salir del impedimento general de un cuerpo que ni fuerzas para levantarse del
asiento tiene, el ánimo se ensombrece e incluso aparece el enfado, porque ese «no
hacer nada» es la más agresiva señal de que solo vivimos ya para esperar la
muerte que nos continúe el descanso, porque, en esas condiciones, las siestas
eternas son el refugio frecuente de quien no está para pocos ni muchos trotes.
Hay destinos que no se escogen, aunque se
crea la bella ficción de que todos, sin distinción, somos portadores del libre
albedrío. Imaginemos una vida sin instrucción, lindante con el analfabetismo y
con nulo interés inveterado en cualquier cosa que traspase los férreos límites
del círculo familiar o la alienación de Tele 5, pongámosle noventa y siete años
encima y pensemos cuál será su sentimiento de la vida, limitada por severas
carencias físicas.
Es difícil la convivencia, en esos casos,
porque la persona, como un disco rayado, repite sus cuatro frases de rigor
hasta la extenuación, y han de ser correspondidas porque allí no hay una «comunicación»,
sino una función fática del lenguaje, y la compasión y el respeto obligan a eso
y a más. No se trata del Alzheimer, infinitamente más cruel que la leve
demencia senil de la que acaso nadie nos escapemos, pero no anda lejos del
terrible tormento el relativo autismo que no sale del mundo mínimo que puede expresar
la persona de esa edad y condiciones.
«Acompañar» es palabra inoperante,
porque, en realidad, tal persona «exige» la presencia constante a menos de
medio metro del familiar de turno, y si no es así, incluso puede provocarle una
crisis de llanto tremebundo, porque la sensación real y física de «abandono» es
punzante como una herida de arma blanca. No es fácil ese acompañamiento que no
es tal, sino la preocupación por la criatura sin edad a la que volvemos cuando
alcanzamos edades tan avanzadas, porque se la ha de cuidar casi como a un bebé,
pero cuidándonos mucho de respetar la poca o mucha autonomía que le quede a la
persona, cuyos arrebatos de ira, además, suelen dejar a los cuidadores al borde
del llanto: la ingratitud legendaria de los niños es un espejo de la de los
ancianos. Y el mito del anciano afable, sonriente, dulce y respetuoso, pues eso,
que tiene más de mito que de realidad. Ya lo decía Machado, que «no todas las
canas son venerables»; pero en estos casos de longevidad extrema está en juego
el instinto de supervivencia, porque la persona «teme» realmente por ser
abandonada como un recién nacido en la puerta de una iglesia.
Cuando se quiere respetar la voluntad de
una persona de no ser llevada a una residencia geriátrica, sus familiares han
de ser conscientes de la vida que hipotecan en aras de complacer ese deseo,
porque, de repente, la propia vida desaparece para convertirse uno en mera
herramienta del bienestar del otro. En términos cristianos hablaríamos de «sacrificio»,
y quienes sean personas religiosas incluso agradecerán tener un menester que
afiance sus méritos ante el Juez del Alto Tribunal, llegado el momento; para
los agnósticos solo cabe hablar de «compromiso», que se aceptará en uno u otro
grado en función de la propia historia: no siempre las relaciones padres-hijos
avalan que los hijos hagan por los padres lo que los padres no hicieron por sus
hijos. Lo habitual, con todo, es hacer más, bastante más, de lo que la evaluación
del debe y el haber acredita.
La mirada de la persona anciana que,
imposibilitada de mantener un rico intercambio de pareceres con sus allegados,
se abisma en un silencio rencoroso y decepcionado, no es fácil de contemplar sin
una inmensa compasión, aunque nada se pueda hacer por remediarla. A veces causa
espanto, contemplar, de soslayo, la fiereza de una mirada que solo se lamenta
de que no haya nadie que la aparte de la monotonía del vacío; sobre todo cuando
sus imposibles interlocutores son amantes del silencio o la lectura. El ceño se
frunce y los labios se crispan, y, de tanto en tanto, unos ojos muy abiertos
tropiezan con los tuyos y parecen decirte: «¡Bueno, nadie me va a entretener! ¡Voy
a tener que seguir sentada en este sillón como un trasto inútil? ¡Pues vaya,
qué ingratos! ¡Pues si no queréis estar conmigo, llevadme a mi casa y no me
obliguéis a estar aquí!»
En ese momento sonríes, antes de seguir
con la lectura de la prensa, y no tardas en percatarte de que el sueño profundo
ha vuelto a llevarse a la persona al ensayo intenso del porvenir…