sábado, 9 de agosto de 2025

«Dime cómo andas…», de Juan Poz, o el ejercicio de la mirada. I.

La anatomía del paso; la psicología del andar.

 

Preámbulo.

El breviario de David Le Breton sobre las virtudes del caminar, tan provechoso como sugerente, me ha traído a la memoria una reflexión que inicié hace muchos años, pero que, por muy diversas razones, todas ellas de orden exotérico, no había tenido tiempo de desarrollar como la idea merece. No es este el lugar para hacerlo, sino para, tras esbozarla, comprometerme conmigo mismo para dedicarle la infinita paciencia, el grano de sal y el tiempo que ella merece.

Si a andar se aprende andando, tras los inevitables batacazos de rigor, y nadie, por lo tanto, puede reclamarse de poseer el título de maestro, queda claro que nuestro modo de caminar, como el timbre de voz, la manera de hablar o nuestra retina son rasgos definitorios de nuestra singularidad como individuos, frente a los demás que no somos nosotros. No me atrevería a decir que son rasgos de «personalidad», porque esta es un conjunto muy extenso en el que entran otros rasgos que, junto a los mencionados, nos permiten acercarnos a una posible definición de concepto tan lábil, tan escurridizo. S parece, la «personalidad», al «yo»: nunca estamos seguros de su extensión; jamás de cuántos ingredientes la o lo conforman bastan ara sentirnos absolutamente «identificados» con lo que me temo que siempre va a parecernos una «prisión» que deja fuera lo esencial de nosotros.

Mi interés no cae del lado de la psicología, sino del de la motricidad, porque lo que a mi me ha llamado siempre la atención es, digámoslo así, la mecánica del paso, el modo torpe, grácil, desangelado o cinematográfico como resolvemos lo que nace como dificultad máxima, mantener la bipedestación, y se consolida como a indiferencia más absoluta respecto de la expresión más natural de una de as grandes habilidades de la especie: desplazarnos a pie por todos los terrenos físicos imaginables, aunque algunos, los terrenos, ríos y lagos helados o las rocas playeras tapizadas con una fina capa de algas adherida a su superficie pulimentada constituyan un reto que solo la industria del calzado ha contribuido a superar, y no siempre con éxito…

Han sido muchos años los dedicados, de forma intermitente, a fijarme en cómo caminan los demás, y creo que estoy en condiciones de lanzarme a la aventura de escribir esa suerte de ensayo descriptivo que, siguiendo el ejemplo de la grafología, se atreva a extraer con suma prudencia algunas conclusiones «psicológicas» del modo como cada cual camina, porque eso es o que tiene la observación de algo tan peculiar como el modo de caminar, que enseguida nos tienta la idea de asociar con él ciertos rasgos psicológicos que permiten, con todas las salvedades de rigor, «definir» a la persona, caracterizarla en el seno de los límites que su andar circunscribe.

Andar no es actividad que consienta engaño ni artificio: andamos como andamos, usualmente sin haber reparado nunca en cómo lo hacemos, y ahí se acaba la historia, o debería…. La invención de Tespis, sin embargo, ya nos sentó a contemplar certos andares que se «singularizaron» pronto, porque los andares comunes, de sirvientes, esclavos y gente común no eran los mismos que los de los nobles, reyes, héroes y dioses que compartían la escena en las representaciones teatrales. Demos un salto de veintiséis siglos para asistir al nacimiento del séptimo arte que le ha disputado la primacía y el favor del público de los otros seis: el cinematógrafo, espejo donde hemos aspirado a vernos reflejados en las estrellas que nos han deslumbrado desde la pantalla.

Dado ese salto, con las botas de siete leguas luz…, detengámonos, en los comienzos de ese arte, en un personaje con bombín, bastón, enormes zapatos, amplísimos pantalones y raída chaqueta… En efecto, estamos hablando de The Tramp (En Francia, España y otros países Charlot), el personaje creado por uno de los primeros genios el cine: Charles Chaplin. Si descontamos su indumentaria y obviamos un bigote que era común en aquellos años, Oliver Hardy, el gordo de El gordo y el Flaco, también lo usaba —un estilo de bigote llamado «cepillo de dientes», que fue introducido en Alemania por los visitantes usamericanos, por cierto—; hechos los descuentos, decía, lo que nos queda de más significativo del personaje es su estrafalario modo de caminar, un poco al estilo «pato», con los pies girados de modo divergente hacia extremos opuestos y encogiendo levemente hacia arriba la rodilla para acompañar el paso. He ahí, pues, un «modelo» de andar totalmente singular que enamoró a todos los públicos y que, sin embargo, nadie hizo suyo, salvo para bromear con los amigos o la familia o demostrar cierta pericia en el arte de la imitación.

Va de cómicos, parece, porque nadie que los haya vista habrá olvidado jamás los andares de los personajes de Jacques Tati, Monsieur Hulot, que aparece en cuatro de sus escasos seis largos, que bien pueden ser consideradas seis obras maestras. Sí, también en este caso se necesitó el concurso de un vestuario ad hoc que, sucediéndose en las películas, acabó identificando a su personaje, que no era otro que él mismo, Jacques Tati, disfrazado: sombrero vagamente tirolés con la parte trasera chata y levantada, gabardina de amplio vuelo, pantalones por encima del tobillo, calcetines de rayas horizontales, pipa, pajarita y paraguas cerrado. Así revestido, enseguida nos llamará la atención el modo saltarín, casi como si anduviera con zancos minúsculos y flexible, como si siguiera el ritmo de una danza, Es, a medias, un caminar intrépido y un caminar cauto, porque de él suele derivarse un sinfín de torpezas y contratiempos que convierten una pacífica escena en un campo de Agramante…

Se advierte, pues, que si los artistas necesitan inventar un modo de caminar, ello se debe, a mi semoviente juicio, al pleno convencimiento de que, por un lado, el caminar nos distingue frente a los demás, y, por otro, en que el propio modo de caminar, sin ningún artificio, le resta personalidad al personaje, individualidad. La razón de sentir esa necesidad caracterizadora no es otra que el convencimiento de que nuestro andar propio es demasiado «común», intercambiable con el de los demás y, por consiguiente, «inexpresivo»; pero eso en modo alguno es así, y estas líneas pretenden mostrar que no es justa esa «invisibilidad», a poco que uno contemple con ciertos ojos escrutadores el modo como nuestros semejantes caminan.

Estas paginas no han necesitado otro método de trabajo que la paciente observación en todo momento y lugar, aunque para no ser tachado de mirón, fisgón o impertinente, nada como sentarse en un banco de la vía pública y seguir discretamente los andares no condicionados de cuantos transeúntes regalan generosamente su particularidad cinética para construir un archivo del que en estas páginas se singularizarán algunos estilos cuya repetición permita incluso definir ciertos «tipos» fácilmente reconocibles por todos en la vida cotidiana de cada cual. No olvidaremos, sin embargo, aquellos modelos que os medios de comunicación, la televisión o e cine han popularizado. Si todos recuerdan los andares de Charlot y Monsieur Hulot, ¿habrá alguien que no recuerde aquellos pasos sobre muelles de Tony Manero, interpretado por John Travolta en Fiebre del sábado noche, de John Badham? La espalda rectísima, la barbilla alta y esas leves flexiones que daban la impresión de andar sobre muelles, con el consiguiente movimiento de tiovivo. Fueron legión, sus imitadores, por lamentables que resultaran, pero el simulacro, como bien lo vio Baudrillard, es el nervio de nuestros tiempos clónicos ad náuseam.

Los traigo, estos ejemplos, a modo de recordatorio de cómo ciertas invenciones acaban instalándose en el imaginario colectivo, de modo que, pasado un par de generaciones, alguien creerá que «su niño» anda como sobre muelles de forma «natural», cuando se trata de algo aprendido a través de la imitación en el amplio bazar de lo vintage o la proscrita *memorabilia

Casos distintos son los andares propios, no inventados, de actores tan personales que, sin proponérselo, acabaron conformando un modo propio de caminar. Pienso ahora, entre tantos, en el inconfundible Robert Mitchum: el cuerpo levísimamente ladeado hacia la izquierda, creando un mínimo desnivel en la línea de los hombros, parecido al de quien realiza un gesto de recoger fuerzas para lanzar un directo de derecha que dé con el desafiante de turno en el suelo, o como si sufriera una ligera descompensación pélvica. Si a ello sumamos un acentuado encogimiento del estómago, que tensa los pectorales, la figura final, dadas las anchas espadas del actor, es la de un rígido armario con un deje chulesco en la pose: toda una declaración de intenciones para reafirmar la suprema ambigüedad: con idénticos andares se te aproxima para la seducción amorosa que para la venganza mamporrera.

La variedad de andares «de pantalla» —y es raro que quien haya evocado, al hilo de mis palabras, el andar de Mitchum, no haya hecho lo propio con el de ese centauro de los westerns que fue John Wayne…— es de tan sorprendente variedad, que incluso un actor que perdió una pierna en la Primera Guerra Mundial, Herbert Marshall, construyó sobre su particular forma de desplazarse una brillante y exitosa carrera que no excluyó ni siquiera los papeles de galán. ¿Y qué decir del más famoso «contoneo» femenino del séptimo arte, el de Mae West, maestra de tanta sicalíptica aficionada, cuyos algo estudiados golpes de cadera, manteniendo uno de los brazos en jarra, suponía un dominio tan aguerrido del espacio y la situación que incluso galanes en cierne, como Cary Grant, flaqueaban ante ella. La otra variante del andar westiano consistía en el acompañamiento rítmico de todo el brazo acompañando el golpe de cadera, al modo ordinario de una modelo aficionada en una pasarela, y que, en España, hizo suyo, desde los inicios de su carrera, el cantante Raphael. Algo, además, de ese leve trote de la West hay en el andar de Tony Manero, creo advertir.

Si salimos de la pantalla y nos acercamos a la política, para ampliar el abanico de andares conocidos, supongo que para nadie es un secreto el rítmico caminar del cuadragésimo cuarto presidente de Usamérica, Barack Obama, sobre todo en el momento de subir o bajar escaleras, movimientos que realizaba con elegantes maneras de sencillas coreografías. A mi Conjunta esas maneras e han traído siempre a la memoria el inevitable modelo cinematográfico de Obama: Sidney Poitier: la elegancia cinética hecha actor, y cuyas maneras de bajar escaleras, un poco de lado y rebotando en cada escalón como si estos fueran de material elástico, han hecho historia.

Desde el modesto banco de una avenida o de un parque, ¡qué enorme es la pantalla por donde desfilan tantísimos modelos inverosímiles de caminar, y sobre cuya existencia cabe incluso dudar, a juzgar por el punto de extravagancia sobre el que algunos pueden pensar que son tan inventados como os de los cómicos de los que hemos hablado. Nadie dude, sin embargo, de mi fidelidad a lo real y de mi compromiso con la verdad. Mis ojos los han visto; mi mano los reproduce, con mayor o menor fortuna. No hay más.

Cabe advertir al cándido lector que en modo alguno es mi intención provocar una suerte de videoreflexión sobre el andar propio de cada cual, porque ello podría llevarnos a un pequeño o gran conflicto ontológico, si comenzamos a dudar de nuestros andares y queremos escoger otros que nos parezcan más apropiados para la verdadera imagen de nosotros mismos que estaos convenidos de tener… Se empieza así, ¡y quién sabe si se acaba en posición sedente o yacente para huir de cualquier posible impostura....! De mí sé decir que, aficionado a la carrera, como buen fondista fondón que siempre he sido, he tenido que ir modificando la manera de correr —¡y hasta leí un libro titulado El correr Chi!—, pero, como en la paremiología, la cabra siempre tira al monte, y sigo corriendo sin pararme a pensar si lo hago de la mejor manera posible… Pues lo mismo sucede con el andar. Adviértase, no obstante, que ciertas aficiones o profesiones son capaces de desfigurar nuestro andar de nacimiento para sustituirlo por otro «profesional», y pienso ahora en los bailarines de ballet, por ejemplo; o en las mujeres policía que creen más «profesional» imitar los andares de sus compañeros…

A medida que voy completando este prólogo deambulante, no dejan de venírseme a la memoria todos esos andares e los que el cine, sin ser propios de nadie, les ha conferido un estatus de referentes imposibles de obviar. Estoy a punto de acabar esta introducción y de repente me llega el andar titubeante del Nosferatu de Murnau, el vacilante de los cadáveres de La noche de los muertos vivientes, de George a. Romero o el nada analgésico de las tumultuosas posaderas de la Monroe en Con fadas y a lo loco, de Wilder… No excluyo, pues, que al hilo de los modelos reales que mi memoria ha retenido, se me vayan cruzando esos otros andares del celuloide que han dejado h8ella en generaciones y generaciones de espectadores que nunca se han parado a pensar cómo caminan ellos.

Pues eso. (¿Continuará?)

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