La anatomía del paso; la psicología del andar.
Preámbulo.
El breviario de David
Le Breton sobre las virtudes del caminar, tan provechoso como sugerente, me ha
traído a la memoria una reflexión que inicié hace muchos años, pero que, por
muy diversas razones, todas ellas de orden exotérico, no había tenido tiempo de
desarrollar como la idea merece. No es este el lugar para hacerlo, sino para,
tras esbozarla, comprometerme conmigo mismo para dedicarle la infinita
paciencia, el grano de sal y el tiempo que ella merece.
Si a andar se aprende
andando, tras los inevitables batacazos de rigor, y nadie, por lo tanto, puede
reclamarse de poseer el título de maestro, queda claro que nuestro modo de
caminar, como el timbre de voz, la manera de hablar o nuestra retina son rasgos
definitorios de nuestra singularidad como individuos, frente a los demás que no
somos nosotros. No me atrevería a decir que son rasgos de «personalidad»,
porque esta es un conjunto muy extenso en el que entran otros rasgos que, junto
a los mencionados, nos permiten acercarnos a una posible definición de concepto
tan lábil, tan escurridizo. S parece, la «personalidad», al «yo»: nunca estamos
seguros de su extensión; jamás de cuántos ingredientes la o lo conforman bastan
ara sentirnos absolutamente «identificados» con lo que me temo que siempre va a
parecernos una «prisión» que deja fuera lo esencial de nosotros.
Mi interés no cae del
lado de la psicología, sino del de la motricidad, porque lo que a mi me ha
llamado siempre la atención es, digámoslo así, la mecánica del paso, el modo
torpe, grácil, desangelado o cinematográfico como resolvemos lo que nace como
dificultad máxima, mantener la bipedestación, y se consolida como a
indiferencia más absoluta respecto de la expresión más natural de una de as
grandes habilidades de la especie: desplazarnos a pie por todos los terrenos
físicos imaginables, aunque algunos, los terrenos, ríos y lagos helados o las
rocas playeras tapizadas con una fina capa de algas adherida a su superficie
pulimentada constituyan un reto que solo la industria del calzado ha
contribuido a superar, y no siempre con éxito…
Han sido muchos años
los dedicados, de forma intermitente, a fijarme en cómo caminan los demás, y
creo que estoy en condiciones de lanzarme a la aventura de escribir esa suerte
de ensayo descriptivo que, siguiendo el ejemplo de la grafología, se atreva a
extraer con suma prudencia algunas conclusiones «psicológicas» del modo como
cada cual camina, porque eso es o que tiene la observación de algo tan peculiar
como el modo de caminar, que enseguida nos tienta la idea de asociar con él
ciertos rasgos psicológicos que permiten, con todas las salvedades de rigor,
«definir» a la persona, caracterizarla en el seno de los límites que su andar
circunscribe.
Andar no es actividad
que consienta engaño ni artificio: andamos como andamos, usualmente sin haber
reparado nunca en cómo lo hacemos, y ahí se acaba la historia, o debería…. La
invención de Tespis, sin embargo, ya nos sentó a contemplar certos andares que
se «singularizaron» pronto, porque los andares comunes, de sirvientes, esclavos
y gente común no eran los mismos que los de los nobles, reyes, héroes y dioses
que compartían la escena en las representaciones teatrales. Demos un salto de
veintiséis siglos para asistir al nacimiento del séptimo arte que le ha
disputado la primacía y el favor del público de los otros seis: el
cinematógrafo, espejo donde hemos aspirado a vernos reflejados en las estrellas
que nos han deslumbrado desde la pantalla.
Dado ese salto, con las
botas de siete leguas luz…, detengámonos, en los comienzos de ese arte, en un
personaje con bombín, bastón, enormes zapatos, amplísimos pantalones y raída
chaqueta… En efecto, estamos hablando de The Tramp (En Francia, España y
otros países Charlot), el personaje creado por uno de los primeros
genios el cine: Charles Chaplin. Si descontamos su indumentaria y obviamos un
bigote que era común en aquellos años, Oliver Hardy, el gordo de El gordo y el
Flaco, también lo usaba —un estilo de bigote llamado «cepillo de dientes», que
fue introducido en Alemania por los visitantes usamericanos, por cierto—;
hechos los descuentos, decía, lo que nos queda de más significativo del
personaje es su estrafalario modo de caminar, un poco al estilo «pato», con los
pies girados de modo divergente hacia extremos opuestos y encogiendo levemente
hacia arriba la rodilla para acompañar el paso. He ahí, pues, un «modelo» de
andar totalmente singular que enamoró a todos los públicos y que, sin embargo,
nadie hizo suyo, salvo para bromear con los amigos o la familia o demostrar cierta
pericia en el arte de la imitación.
Va de cómicos, parece, porque
nadie que los haya vista habrá olvidado jamás los andares de los personajes de
Jacques Tati, Monsieur Hulot, que aparece en cuatro de sus escasos seis largos,
que bien pueden ser consideradas seis obras maestras. Sí, también en este caso
se necesitó el concurso de un vestuario ad hoc que, sucediéndose en las
películas, acabó identificando a su personaje, que no era otro que él mismo,
Jacques Tati, disfrazado: sombrero vagamente tirolés con la parte trasera chata
y levantada, gabardina de amplio vuelo, pantalones por encima del tobillo, calcetines
de rayas horizontales, pipa, pajarita y paraguas cerrado. Así revestido,
enseguida nos llamará la atención el modo saltarín, casi como si anduviera con
zancos minúsculos y flexible, como si siguiera el ritmo de una danza, Es, a
medias, un caminar intrépido y un caminar cauto, porque de él suele derivarse
un sinfín de torpezas y contratiempos que convierten una pacífica escena en un
campo de Agramante…
Se advierte, pues, que
si los artistas necesitan inventar un modo de caminar, ello se debe, a mi semoviente
juicio, al pleno convencimiento de que, por un lado, el caminar nos distingue
frente a los demás, y, por otro, en que el propio modo de caminar, sin ningún
artificio, le resta personalidad al personaje, individualidad. La razón de
sentir esa necesidad caracterizadora no es otra que el convencimiento de que
nuestro andar propio es demasiado «común», intercambiable con el de los demás
y, por consiguiente, «inexpresivo»; pero eso en modo alguno es así, y estas
líneas pretenden mostrar que no es justa esa «invisibilidad», a poco que uno
contemple con ciertos ojos escrutadores el modo como nuestros semejantes
caminan.
Estas paginas no han
necesitado otro método de trabajo que la paciente observación en todo momento y
lugar, aunque para no ser tachado de mirón, fisgón o impertinente, nada como
sentarse en un banco de la vía pública y seguir discretamente los andares no
condicionados de cuantos transeúntes regalan generosamente su particularidad
cinética para construir un archivo del que en estas páginas se singularizarán
algunos estilos cuya repetición permita incluso definir ciertos «tipos»
fácilmente reconocibles por todos en la vida cotidiana de cada cual. No
olvidaremos, sin embargo, aquellos modelos que os medios de comunicación, la
televisión o e cine han popularizado. Si todos recuerdan los andares de Charlot
y Monsieur Hulot, ¿habrá alguien que no recuerde aquellos pasos sobre muelles
de Tony Manero, interpretado por John Travolta en Fiebre del sábado noche,
de John Badham? La espalda rectísima, la barbilla alta y esas leves flexiones
que daban la impresión de andar sobre muelles, con el consiguiente movimiento
de tiovivo. Fueron legión, sus imitadores, por lamentables que resultaran, pero
el simulacro, como bien lo vio Baudrillard, es el nervio de nuestros tiempos
clónicos ad náuseam.
Los traigo, estos ejemplos,
a modo de recordatorio de cómo ciertas invenciones acaban instalándose en el imaginario
colectivo, de modo que, pasado un par de generaciones, alguien creerá que «su
niño» anda como sobre muelles de forma «natural», cuando se trata de algo
aprendido a través de la imitación en el amplio bazar de lo vintage o la
proscrita *memorabilia…
Casos distintos son los
andares propios, no inventados, de actores tan personales que, sin
proponérselo, acabaron conformando un modo propio de caminar. Pienso ahora,
entre tantos, en el inconfundible Robert Mitchum: el cuerpo levísimamente
ladeado hacia la izquierda, creando un mínimo desnivel en la línea de los
hombros, parecido al de quien realiza un gesto de recoger fuerzas para lanzar
un directo de derecha que dé con el desafiante de turno en el suelo, o como si
sufriera una ligera descompensación pélvica. Si a ello sumamos un acentuado
encogimiento del estómago, que tensa los pectorales, la figura final, dadas las
anchas espadas del actor, es la de un rígido armario con un deje chulesco en la
pose: toda una declaración de intenciones para reafirmar la suprema ambigüedad:
con idénticos andares se te aproxima para la seducción amorosa que para la
venganza mamporrera.
La variedad de andares «de
pantalla» —y es raro que quien haya evocado, al hilo de mis palabras, el andar
de Mitchum, no haya hecho lo propio con el de ese centauro de los westerns que
fue John Wayne…— es de tan sorprendente variedad, que incluso un actor que
perdió una pierna en la Primera Guerra Mundial, Herbert Marshall, construyó
sobre su particular forma de desplazarse una brillante y exitosa carrera que no
excluyó ni siquiera los papeles de galán. ¿Y qué decir del más famoso «contoneo»
femenino del séptimo arte, el de Mae West, maestra de tanta sicalíptica
aficionada, cuyos algo estudiados golpes de cadera, manteniendo uno de los brazos
en jarra, suponía un dominio tan aguerrido del espacio y la situación que
incluso galanes en cierne, como Cary Grant, flaqueaban ante ella. La otra
variante del andar westiano consistía en el acompañamiento rítmico de todo el
brazo acompañando el golpe de cadera, al modo ordinario de una modelo
aficionada en una pasarela, y que, en España, hizo suyo, desde los inicios de
su carrera, el cantante Raphael. Algo, además, de ese leve trote de la West hay
en el andar de Tony Manero, creo advertir.
Si salimos de la
pantalla y nos acercamos a la política, para ampliar el abanico de andares
conocidos, supongo que para nadie es un secreto el rítmico caminar del cuadragésimo
cuarto presidente de Usamérica, Barack Obama, sobre todo en el momento de subir
o bajar escaleras, movimientos que realizaba con elegantes maneras de sencillas
coreografías. A mi Conjunta esas maneras e han traído siempre a la memoria el inevitable
modelo cinematográfico de Obama: Sidney Poitier: la elegancia cinética hecha
actor, y cuyas maneras de bajar escaleras, un poco de lado y rebotando en cada escalón
como si estos fueran de material elástico, han hecho historia.
Desde el modesto banco
de una avenida o de un parque, ¡qué enorme es la pantalla por donde desfilan
tantísimos modelos inverosímiles de caminar, y sobre cuya existencia cabe
incluso dudar, a juzgar por el punto de extravagancia sobre el que algunos
pueden pensar que son tan inventados como os de los cómicos de los que hemos
hablado. Nadie dude, sin embargo, de mi fidelidad a lo real y de mi compromiso
con la verdad. Mis ojos los han visto; mi mano los reproduce, con mayor o menor
fortuna. No hay más.
Cabe advertir al
cándido lector que en modo alguno es mi intención provocar una suerte de
videoreflexión sobre el andar propio de cada cual, porque ello podría llevarnos
a un pequeño o gran conflicto ontológico, si comenzamos a dudar de nuestros
andares y queremos escoger otros que nos parezcan más apropiados para la
verdadera imagen de nosotros mismos que estaos convenidos de tener… Se empieza
así, ¡y quién sabe si se acaba en posición sedente o yacente para huir de
cualquier posible impostura....! De mí sé decir que, aficionado a la carrera,
como buen fondista fondón que siempre he sido, he tenido que ir modificando la manera
de correr —¡y hasta leí un libro titulado El correr Chi!—, pero, como en
la paremiología, la cabra siempre tira al monte, y sigo corriendo sin pararme a
pensar si lo hago de la mejor manera posible… Pues lo mismo sucede con el
andar. Adviértase, no obstante, que ciertas aficiones o profesiones son capaces
de desfigurar nuestro andar de nacimiento para sustituirlo por otro «profesional»,
y pienso ahora en los bailarines de ballet, por ejemplo; o en las mujeres
policía que creen más «profesional» imitar los andares de sus compañeros…
A medida que voy
completando este prólogo deambulante, no dejan de venírseme a la memoria todos
esos andares e los que el cine, sin ser propios de nadie, les ha conferido un
estatus de referentes imposibles de obviar. Estoy a punto de acabar esta
introducción y de repente me llega el andar titubeante del Nosferatu de Murnau,
el vacilante de los cadáveres de La noche de los muertos vivientes, de
George a. Romero o el nada analgésico de las tumultuosas posaderas de la Monroe
en Con fadas y a lo loco, de Wilder… No excluyo, pues, que al hilo de
los modelos reales que mi memoria ha retenido, se me vayan cruzando esos otros
andares del celuloide que han dejado h8ella en generaciones y generaciones de espectadores
que nunca se han parado a pensar cómo caminan ellos.
Pues eso.
(¿Continuará?)
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