La toponimia o el hontanar popular de la lírica. Los nombres del lugar y el lugar de los nombres.
El turismo es una forma
de rutismo, no lo olvidemos. La mejora en los medios de transporte a veces nos
hace olvidar que el turista es, por definición, “el que se echa a los caminos a
la buena de dios”, con indudable afán de descubrir realidades desconocidas, y a
veces incluso rutas nunca antes transitadas, aunque esto es más propio de los
aventureros, de los que los turistas son bastante menos que el pálido reflejo
Curiosamente, en el siglo XXI, a diferencia del XIX, cuando nace, con los
viajeros románticos ingleses, no hay turista en nuestros días que no sepa “exactamente”
a dónde va. De hecho, el quijotesco salir a los caminos puede considerarse la
antítesis del turisteo. No solo se escogen destinos de los que prácticamente se
conoce todo de antemano, sino que es frecuente “estudiar” con antelación
recorridos y objetos de interés, naturales o artísticos, para “no perderse nada”
de aquello que, según sea el destino, se pagará “a precio de oro”. Se quiere
reducir al mínimo la posibilidad de los imprevistos y garantizar al máximo el
rendimiento de la inversión en conocimiento de países, ciudades, espacios
naturales privilegiados, etc. “Conocer” es una palabra cuya polisemia, aplicada
al turismo, incluye incluso el antónimo, y de ahí que tantos turistas prefieran
el verbo “hacer” al verbo “conocer”: “hemos hecho el Machu Pichu”; “hemos hecho
las islas griegas”; “hemos hecho Islandia”, etc. El conocimiento, al menos en
la forma tradicional del mismo, se revela como un imposible, en el caso del turismo,
como sucede en Corea del Norte, pongamos por caso un extremo, cuyos turistas,
¡que haylos!, apenas entran en contacto
sino con lo que el Régimen -allí sí que puede hablarse del Régimen con toda
propiedad secuestrativa, no del del 78 nuestro, como hacen algunos con cierta
ligereza… de cascos- decide que entren. Durante muchos años -ahora hace tiempo
que me he “retirado” de esas veladas…- viajé intensa y gratuitamente a través de las amistades que
te invitaban a una cena-encerrona de la que no salías sin que te hubieran
vaciado el cargador de veinte carros de diapositivas (ahora con las cámaras
digitales la proporción debe de ser propia de la física de los grandes números…).
¡Menudo repertorio de asombros léxicos fui capaz de desarrollar en aquellas
veladas! ¡Lo que ha contribuido mi afición a la lectura de diccionarios para
mantener mis amistades! En mi casa somos de los de decidir “a última hora”, lo
cual significa que una semana antes de salir por la puerta sufrimos un par de
días locos tratando de “atar” el alojamiento para ir, al menos, con la única
seguridad de dormir bajo techado, en vez de vernos obligados a hacerlo bajo
capota. No por ser “de última hora” suelen ser nacionales nuestros destinos,
sino por la convicción de que España es, sin ningún género de dudas, un país
idóneo para el turismo, el rutismo e incluso la aventura. Disponiendo de pocos
días, muchas ganas de variar el escenario de cada día y más aún de perdernos
por esas carreteras que llevan a lugares insospechados, nuestra ruta nos llevó
por Sigüenza, Ávila, Salamanca, Isla Santa Cristina, Olhos de Agua, Córdoba,
Ciudad Real, Toledo y Madrid, rompeolas de las Españas -actualmente, para Pedro
Sánchez, “rompeolas de las naciones españolas”, que consuena más-, con las
derivadas correspondientes, claro está, porque nada más emocionante que la casa
museo y la tumba de Juan Ramón en Moguer ni más exótico que la aldea de El
Rocío, un pueblo del Far West desde el que nos embarcamos -el camión se movía
sobre el terreno de dunas como un barco- en un más que recomendable viaje al
corazón de Doñana. Sin embargo, no es mi intención venir a contarle a nadie un
viaje sin historia, y mucho menos la historia de un viaje tan vulgar como los
millones de ellos que se hacen cada año en todo el mundo. He venido a esta
Provincia acogedora a dejar memoria de algo que suele pasarnos desapercibido
cuando, sobre todo quien conduce, desvía levemente la atención hacia los
infinitos topónimos que cubre nuestra red de carreteras. Los antropónimos
constituyen, prácticamente, un conjunto limitado que, para desesperación de sus
poseedores se va repitiendo ad náuseam,
incluso cuando algunas aportaciones novedosas pretenden marcar una diferencia
que se anula enseguida. Sí, hay familias en las que el antropónimo pretende
singularizar hasta lo inverosímil, y las frustraciones que eso causará algún
día llegarán a la literatura. La
toponimia, sin embargo, es el terreno propio de lo singular. Si hay 34 Springfield
que reclaman ser la cuna de los Simpsons, mientras que en España es imposible
que haya 28 Moríñigos, pongamos por caso. De siempre he sentido predilección
por esas voces toponímicas que constituyen, en la mayoría de los casos, obras
cimeras de poetas populares, algo así como un poema de una palabra en la que
resuenan mil ecos líricos. Siempre voy más allá de la palabra en sí y trato de
remontarme al momento fundacional que hay detrás de ella, un auténtico relato
del descubrimiento, de la gracia, de la intuición, de la ficción, incluso. Sé
que mi buen amigo, el primum inter clones Dimas Mas, siempre le ha dado vueltas a la composición de un relato para el que
tiene título, Comarca, y contenido,
la historia pasando por ella desde el neolítico hasta el presente, pero para la
que nunca ha tenido las palabras exactas ni el estilo elíptico imprescindible,
porque se trata -dice- de un relato de escasas páginas… En fin, allá él. Lo
mío es el pasmo continuo del conocimiento nominal de esos topónimos que invitan
a ver desengaños de escasas casas y, si hay suerte, espectaculares paisajes envolventes
que justifican la elección del lugar. Lugareño
siempre me ha parecido una suerte de timbre de gloria terrícola. Siempre he
querido ser “lugareño”, pero no tengo más lugar que una playa en Tetuán, la
arena blanca y un sol cegador… La toponimia es disciplina que tiene pocos pero
fervientes seguidores, y menos lectores, a pesar de que los topónimos vienen a
ser algo así como instrumentos indispensables de la Historia general y de la
historia minúscula de un territorio. Siempre los he contemplado desde el punto
de vista del acto poético, por más que la rudeza o agresividad de algunos
invite a renunciar a dicha perspectiva, pero me quedo con los ejemplos que me
avalan, antes que con los que me contradicen y que, poco a poco se van
corrigiendo, como los “matajudíos” que tanto escándalo han levantado
últimamente. Desde Barcelona hasta Ayamonte, me he hartado de descubrir
auténticas joyas nominales que, a menudo, de verlas repetidamente en nuestros
desplazamientos, pueden perder su indudable potencial poético: Candasnos,
Alfajarín, Calatorao, Lodares, Estriégana, Daganzo…, de resonancias tan
cervantinas, Galapagar, Fontiveros…, fuente de las verdades, podríamos traducir
libérrimamente, donde nació nada menos que Juan de Yepes Álvarez -por poético
nombre Juan de la Cruz-, Salvadiós, ¡ahí es nada!, Gimialcón, cercano al
anterior, Aldealengua, donde tendrían que convocarse los congresos
internacionales de la lengua española, Rágama, Arapiles…, de bélicas
resonancias de la Guerra del francés, Martinamor, Cabezabellosa, Talaván,
Alcuéscar…, una muestra de la inacabable lista de topónimos árabes que no
desaparecieron de nuestra territorio ni con la fortísima represión religiosa
que siguió a la conquista de Granada, Usagre, Bormujos, Bollullos Par del
Condado…, que me trajeron enseguida los versos de San Juan: la noche sosegada/
en par de los levantes de la aurora…, ¡y Moguer!, pero sobre Moguer ya he hecho un pinito lírico sentido. En todo caso, no
puedo dejar de reseñar una brevísima visita de una tarde a Ciudad Real, donde nunca había estado. Hablo con escaso o
nulo conocimiento, por lo tanto, pero, al margen de llegar en tarde grande con
procesión de velas por toda la ciudad camino de la Catedral, nada de cuanto vi
concitó mi atención, menos mi sorpresa y nada en absoluto mi admiración, si
hacemos excepción de los restos de la antigua Puerta de Toledo que han ubicado
en la Plaza de su mismo nombre. Pensé en que el nihilismo y el abatimiento de mi
amigo David están más que justificados, y que vivir en Ciudad Real, si la mente
vuela tan libre, debe de ser un contraste mortificador de devastadora
naturaleza. En fin…
Estoy releyendo el diario de viaje de 1991 por diversas provincias españolas como Teruel, Cuenca, Toledo, Cáceres, Salamanca, Ávila, Badajoz, Sevilla, Huelva, y también El Algarve, Lisboa... y entre los encantos que encuentro sin duda son los nombres de los pueblos los que me fascinan y que anoté cuidadosamente. Así que puedo comprender el prurito de Juan Pérez en recoger topónimos maravillosamente eufónicos de su viaje "a lo que salga". Felicidades por el viaje. Cuando me lo estaba contando en directo, sentía que casi estaba viendo los lugares que describía. ¡Qué extraña es la vida! Este viaje que hizo Juan Pérez me recordaba intensamente el que hice en solitario en noviembre de 1991 cuando El Algarve era un espacio maravilloso, ocupado solo por jubilados británicos.
ResponderEliminarPues la verdad es que me encantaría leer la crónica de aquel viaje, cuando éramos innovadores profesores "en activo"... Hoy nos sumamos a los jubilosos británicos, que no escogen mal sus destinos. Les vendrá de la tradición turística del país que inició un fenómeno hoy universal.
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