viernes, 26 de mayo de 2017

“Las personas del verbo. Contra Jaime Gil de Biedma”, de Joan Ollé.



Entre la devoción, la mitomanía y el cabaret poético: Gil de Biedma se parte por tres -yo, tú, él-, en un desnudo integral coreografiado por Joan Ollé.


Después de pasar, sin éxito, por Amposta para despedirnos de Tortosa con un arroz como la zona manda, y encontrárnosla en animado y masificado siglo XIX, seguimos camino para evitar colas en la autopista y llegar a tiempo para el espectáculo de Joan Ollé sobre la vida y la obra de Jaime Gil de Biedma, una suerte de homenaje en el que se quiere pasar revista a la obra humana y literaria del poeta desde sus propios poemas, sus declaraciones y sus Diarios, el último de los cuales se ha publicado recientemente. El “montaje” o la “propuesta escénica” -conceptos que sustituyen el anticuado de “obra teatral”, un género al que, desde el propio mundo teatral, parecen empeñarse en sentenciar a muerte- es simple y no tan efectiva como hubiera sido mejor para el espectáculo, aunque tiene una estructura que será del agrado de cuanto profesorado de literatura vaya a verla, porque se ajusta, como un guante, a esos espectáculos de consumo estudiantil sobre lecturas obligatorias para el bachillerato que han llegado a crear incluso un circuito teatral propio. Este espectáculo, desde esa perspectiva, sería todo un lujo. Hay una suerte de estética cutre, de pobreza de golfería, que, casando bien con algunas facetas humanas del biografiado, no cubren la total complejidad de su persona. Los textos están bien seleccionados, pero la innovación: tres actores encarnando al mismo personaje, sin que ninguno de ellos se adjudique, en principio, a una etapa biográfica, a pesar de las dispares edades de los tres, funciona en ciertos momentos y en otros se revela un obstáculo para el objetivo perseguido: que el público empatice con el poeta y comparta con él su aventura biográfica. Ahí las diferencias de nivel entre unos y otros intérpretes crean cierta disonancia, cierta falta de homogeneidad que afecta a la creación del clímax que se pretende. La exigencia de la impostación elocutiva le quita intimidad a la representación, sobre todo en el impetuoso, aunque escrupuloso Iván Benet; y solo en la voz de Mario Gas se recupera, para desgracia el público mayor que sordea, el tono de confidencia íntima que debería de haber sido la norma en toda la representación. El uso de la filmación, la grabación de voz y el añadido de dos canciones, una de Paco Ibáñez, bien adaptada a su voz por Judit Farrés, aunque se echaba de menos la poderosa voz grave del vasco, sobre un texto de José Agustín Goytisolo, al que le dedicó un álbum realmente imprescindible, y otra de Joan Manuel Serrat, contribuyeron, en algunos momentos, a convertir la escena en una suerte de “cabaret poético” por el que, sin embargo, no se insistió lo que acaso se debería de haber insistido, porque manifestaron no poca gracia los intérpretes en esos momentos y mostraban un lado frívolo del poeta que también existió.  Cada cual, supongo, si lector del poeta, esperaría los poemas que lleva grabados en la memoria. Pensé, durante la representación, que el De vita beata sería el broche de oro de la representación pero  no fue así, y se escogió un apagamiento naturalista en un entorno hospitalario que, francamente, constituyó un anticlímax excesivo. Nada nuevo se aportó, sobre la vida o la obra del autor; ningún poema poco conocido se destacó como olvidada pieza significativa; y se magnificó, a mi entender, la posición política del poeta y su significación ante la represión franquista con un tono excesivamente triunfalista. En conjunto, y a pesar de un movimiento en escena que no siempre respondía a una concepción dramático clara, sino a la necesidad de “mover” a los intérpretes para huir del estatismo parlante, la obra consigue cierta agilidad cinematográfica que permite pasar de unos textos a otros, de unas etapas vitales a otras, con cierto ritmo, sin demorarse ni apresurarse en exceso. Leyendo la nómina del equipo técnico, me ha llamado la atención la presencia en él de un “asesor de dicción en lengua castellana”, tarea para la que, naturalmente…, se ha escogido a un licenciado en Filología Catalana , profesor en la URV. Choca, ¿o no? En fin, supongo que el asesoramiento de un castellanoparlante de soca-rel acaso se hubiera visto como una “intromisión” imperdonable… En todo caso, los tres intérpretes en ningún momento desmerecen fonéticamente del castellano un si es no es aguardentoso de Jaime Gil de Biedma, aunque la impetuosa claridad elocutiva de Ivan Benet marcaba una distancia excesiva con el recuerdo que guardamos del poeta, de su voz y de su recitación. Había algo en la representación de propuesta televisiva, porque en todo momento tuve la impresión de estar viendo una entrega de aquella magnífica L’illa del tresor que Ollé hacía mano a mano con Joan Barril en una televisión catalana que no se si hoy estaría dispuesta a permitírselo.

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