Jean Raoux, Mujer joven leyendo una carta, 1719 |
Esa extraña y feérica burbuja extramuros de todo que es
la relación epistolar.
Quien haya vivido
sentimentalmente pendiente de recibir las cartas manuscritas que le aliviaban
la soledad, le confirmaban la promesa del amor o le consolaban del tedio de la
soledad en el internado o en la vida de pensión entenderán que, en las
postrimerías de esa institución a punto de desaparecer, como algunas hermosas
especies animales, alguien pierda un rato de tiempo para entonar un panegírico
con aires inequívocos de epicedio de la carta postal manuscrita y enviada con
el franqueo correspondiente a través de un servicio de correos sin cuya
creación muy otra hubiera sido la Historia del mundo, la pública y la privada,
la íntima. Quien haya escrito cartas, con amor y primores de letra con
pretensiones de inteligibilidad -no siempre conseguida- desde el acceso al uso
de la razón no ignorará la poderosa carga sentimental que hay en el rito de
situarse ante la cuartilla -en mi caso un folio doblado para escribir sobre sus
cuatro caras- y, en el mejor de los casos, dar continuación a un diálogo
iniciado tiempo atrás, con el cruce de las primeras cartas de correspondencias
que se alargaban quizás años, mediante la fórmula conveniente, a veces el
simple nombre propio sin otra expansión que ya se daba por supuesta. No es
inusual escribir cartas teniendo delante la recibida, y menos aún, dejar de
mirar la ajena y la propia y perder la vista en la ensoñación de la figura del
o de la ausente y representarse la vida en movimiento para ajustar a la
realidad de la presencia el mensaje que le queremos hacer llegar, como si en
vez de escribirlo, se lo confidenciáramos al oído y estuviéramos pendientes de
su reacción física, la única verdadera. La carta, cuando lo es de verdad, tiene
mucho de comunión física, y cuando sostenemos el papel en nuestras manos,
entramos en contacto físico con la persona que nos escribe, y no pocas veces
hasta se llega a besar esas cartas de poderes taumatúrgicos. Hablo de un mundo
poco menos que desaparecido, lo sé, pero también de millones de biografías en
las que capítulos fundamentales de las mismas se han escrito en forma
epistolar. Mientras que el Diario o el Dietario es género que acaso nunca se
pierda, y ciertos Blogs o Bitácoras no son sino una metamorfosis ajustada a los
tiempos cibernéticos, la epístola está en un tris de poder darse por
finiquitada. Hace unos días murió Juan Soto Viñolo, a quien un conocido mía
ayudó a dar forma editorial a las cartas a la imaginaria señora Francis, y si
hoy nos parecen de hace dos siglos aquellas manifestaciones confidenciales: espero que al recibo de la presente…; sin otro
particular se despide de Vd…; el
propio hecho de recibir una en nuestros buzones junto a las únicas cartas que
aparecen ya en ellos, las del banco y las suministradoras de energía -si uno no
se ha pasado a la factura electrónica-, nos alarma y nos preguntamos con
recelo: ¿pero quién me escribe a mí?,
y aun hasta nos sentimos incluso algo ofendidos, como si hubieran violado la intimidad de nuestro
buzón a través de una manifestación “personal” por cauces no controlados,
porque mientras un correo electrónico uno puede lanzarlo a la papelera con
total indiferencia, ¿seríamos capaces de no abrir una carta postal que viene a
nuestro nombre? Hay algo mágico en la comunicación epistolar postal que no ha
logrado preservarse en los medios actuales de envío y recepción de mensajes, y
de esa pérdida es de la que he venido hoy aquí a lamentarme sin aspavientos
pero con profundo dolor, sobre todo cuando, como ha sido mi caso, desde los 14
hasta los 20, viví literalmente “pendiente” de ese modo más que humano de
comunicación. Ahora, a la vejez viruelas, lo uso con mi hija, aun viviendo
ambos en la misma casa. Mantenemos una relación epistolar que, al menos a mí,
me hace sentirme coherente con mi propia historia individual. Las cartas
constituyen un rito, y parte fundamental de él es que no se leen nunca nada más
llegar a nuestras manos. Las cartas siempre han de someterse a un proceso de sedimentación
en el espíritu en el que se desarrolle la intuición sobre su contenido, y, al
tiempo, el temor o la esperanza que nos generará. Tener sobre la mesa una carta
sin abrir durante al menos un par de días prolonga la excitación cordial con
que la hemos recogido del buzón y nos permite disfrutar con mayor intensidad de
su hipotético contenido. Claro que las excepciones de rigor implican, en según
qué proceso de amores o desamores, rasgar el sobre de cualquier manera y
precipitarse, como el sediento en el oasis, a las aguas claras o turbias de las
nuevas que se quieren ingerir de golpe, enteras, como la medicina que cura o
palía o como el veneno que aciagamente condena. Cuando la serenidad y la
circunstancia se alían para “entregarnos” en el clásico “cuerpo y alma” a la
lectura de la carta, ¡qué majestuosidad, entonces, la de los movimientos
precisos que abren el sobre con la daga inofensiva del cortaplumas!, ¡qué leve
temblor de emoción en los dedos que entran en el recinto inviolable y extraen
las nuevas de incierto signo! Cómodamente sentados, habiendo buscado la calma
y, sobre todo, no ser molestados o interrumpidos; habiendo creado, pues, un
espacio de intimidad extramuros la cotidianeidad, estamos en condiciones
inmejorables de proceder a la lectura demorada de la carta para, una vez leída,
volver a leerla inmediatamente, y así tantas veces como exija la ansiedad o el
placer con que se ha seguido la caligrafía rebelde, endemoniada, transparente o
bordada de nuestros corresponsales. Las palabras de una carta son voces
perfectamente encarnadas en el remitente, y constituye, esta, un género de
escritura incomparable, único, en el que emisor y receptor son, además de esa
función, contexto inequívoco de lo escrito y leído a un nivel difícil de
calibrar desde fuera. La relación íntima entre los corresponsales, su grado de proximidad
física y espiritual no es fácilmente deducible de las cadenas de palabras que
forman las cartas, y ni siquiera de su semántica, porque los corresponsales,
como los amantes, utilizan códigos privados de los que solo ellos tienen
conocimiento. A menudo se publican correspondencias de personas famosas
creyendo que su lectura nos va a deparar la revelación de algunos secretos de
sus vidas o nos van a permitir entenderlos cabalmente, pero es casi imposible
llegar a tales conocimientos, porque la prevalencia de esos códigos
indescifrables nos lo impide. La carta, pues, ha de ser considerada, hoy, como
una reliquia de tiempos lejanos, casi arcaicos, a juzgar por la distancia que
embute en el tiempo la revolución tecnológica y la sensación de lejanía que
provoca en nuestro sistema de percepción de la realidad. Supongo que los
coleccionistas de sellos seguirán existiendo -y algunos ha habido con la
suficiente ingenuidad como para creer que, como el valor oro, su rentabilidad
escapa a las leyes del mercado y es fuente de jugosos dividendos, pero mucho me
temo que también llegará el día en que el sello desaparecerá y el coleccionismo
pasará a serlo de “antigüedades” más o menos venerables. Mientras todo eso se
desarrolla ante nuestros pávidos ojos, no advierto que haya ningún movimiento
social de recuperación de la carta postal, escrita a mano por unas manos que,
hartas de teclear, acaso, más allá de la firma, sean incapaces ni siquiera de
escribir con decoro algo tan personal como una carta. Pedro Salinas,
perdóneseme la referencia y que haya tardado tanto en ofrecerla, porque
hubieran salido ganando leyéndola, en vez de haber leído este torpe homenaje, escribió
un elogio de la carta a propósito de un texto “bárbaro” que leyó en una oficina
de correos usamericana, la USPS: Wire, don’t write! Lo tienen en los ensayos de
El
defensor y es un prodigio de gracia e imaginación, amén de una declaración
de amor incondicional a lo que de más humano hay en nosotros: la carta.
He mantenido comunicaciones epistolares cruciales en mi vida y sé perfectamente de su magia y su encanto. Igualmente el género diarístico manuscrito ha ocupado muchas horas de mi vida. Pero desde hace ya una década o más, todo eso ha pasado a la historia. Y si he recibido alguna carta personal en los últimos años la he sentido como algo "extraño", "anómalo", "insólito" y no totalmente tranquilizador. Es una sensación que no logro comprender porque no es placer lo que siento. La carta es una reliquia del pasado, como bien sugieres y es difícilmente comprensible en un mundo como el actual, añado yo. Te felicito por la comunicación epistolar con tu hija, es algo hermoso humanamente que podáis mantener esa forma de hilo epistolar manuscrito. Yo ya ni recuerdo cuándo fue la última carta manuscrita que escribí. Lo lamento como lamento la desaparición de la fotografía analógica, los cines de barrio, los discos de vinilo, los cinefórums de los setenta, los carnavales que conocí cuando llegué a Barcelona, el valor de las librerías antes de Amazon, las hoguera de San Juan tal como eran antes, las nevadas, todo eso que ya se fue para no volver... Sí, es una pena y merece un homenaje el universo de las cartas manuscritas pero yo no estoy por volver a ello. Es como si ya rechazara íntimamente esa realidad. Me ha costado mucho adaptarme al mundo del presente y ya no anhelo esa vuelta al pasado.
ResponderEliminarCon todo, Joselu, hace unos días leía en El País (edición digital, claro...) que hay un repunte del interés por la caligrafía, por lo que tiene de arte, y me parece que hemos llegado ya a un nivel de cacografía general (¡ahí sí que no admito que me discutan el primer puesto!) que muy probablemente despierte la caligrafía del castellano, en poco tiempo, la misma admiración que me produce hoy la caligrafía de los ideogramas orientales, con esas pinceladas tan llenas de emoción, criptología y erotismo. Tú has sido siempre muy de llevar diarios, entre otras excelentes dedicaciones tuyas, pero si hubiera de escoger una modalidad donde verter la intimidad, probablemente escogería la carta manuscrita, y, ahora que lo digo, no sé si mi pereza oblomoviana congénita me dejará ponerme a ello, me lo señalo, pero no me lo impongo.
ResponderEliminar