La rutina
hospitalaria de un enamorado de las intervenciones quirúrgicas o la factura de
una vida maratoniana.
A cinco días vista de la
operación de artroscopia de rodilla para sanear un menisco roto y un cartílago
deshilachado, y sin ningún dolor que me quite las ganas de pasearme
narrativamente por tal suceso, asomémonos a esos rituales tan comunes a todos
los españoles que, un buen día, para nuestro alborozo, recibimos la noticia
deseada, tras largos meses de espera: de aquí a tres días le operamos, el día
antes le volvemos a llamar para darle instrucciones… Además de rasurar la
rodilla desde un palmo por arriba hasta un palmo por debajo, de tomar las pastillas
que conservaba desde el preoperatorio a punto de caducar y de enfatizar las
rigurosas 6 horas de ayuno total, ¡ni agua, oiga!, me presento en el garaje, me
estacionan en un box y dos gentiles enfermeras me “preparan” para bajar a
quirófano, adonde llego para ser estacionado su buen rato en la unidad de
reanimación antes de entrar en ese reducto subterráneo donde pronto caes en
manos del anestesista que te hacer repetir la larga lista de incompatibilidades
farmacéuticas que, al menos a mí, me caracterizan. “Sé lo que tengo que hacer”,
enfatiza, con acento sudamericano. Y a mí me da poca confianza, claro, porque
que te repitan una obviedad así cuando estás a punto de que te taladren la
rodilla para ver qué hay ahí dentro y reparar lo que se pueda, te
intranquiliza. En cualquier caso, me administra una intradural, ojo, no
epidural. Y en menos de un cuarto de hora la sensación es la de estar atado, de
cintura para abajo, a la izquierda, a un bloque de mármol de algunas toneladas.
Me ponen una barrera entre el cirujano y mi campo visual, pero descubro a mi
derecha, parcialmente, el monitor por el que se guía el cirujano para operar y
bajo la barrera con la mano, ante el estupor de los presentes, quienes me lo
recolocan para que pueda observar las maniobras del cirujano con el
instrumental en el interior de la rodilla. Me extrae un trozo de menisco,
limpia la cavidad y luego me muestra un cartílago deshilachado y en pésimas
condiciones. Me lo “afeita”, dice que tiene poco grosor y firmeza y me anuncia
que la única solución consiste en infiltrar ácido hialurónico y a ver cómo va y
que, si no funciona, soy candidato a una prótesis. No son noticias agradables
para quien, como yo, esperaba salir de la operación con alas mercuriales en los
pies que me permitieran renovar mi vida maratoniana. Las imágenes no engañan,
desde luego, y la genética menos: todos mis hermanos andan aquejados de
artrosis por parte de madre. La pierna derecha se ha ido durmiendo poco a poco,
pero no con la pesada intensidad de la izquierda, que sigue siendo ese bloque
de mármol o esa maceta de hormigón armado en el que los mafiosos plantaban los
cadáveres de sus ajustes de cuentas. Del quirófano me llevan a la sala de
reanimación: una hilera de siete camillas con personas con distintos niveles de
conciencia y, en general, con pinta de haber sufrido un buen “meneo”
quirúrgico. Pido que me incorporen la espalda y domino totalmente la sala. El mármol
sigue dormido, la derecha se despierta. Así sentado, casi desafiante, casi me
da por imitar a Homer y largar un “¡Me aburro!” que, sin embargo, se me nota en
la cara, al parecer, porque las enfermeras, muy amables, como todas las del
hospital, insisten en que aún no es tiempo de subir a boxes para acabar de
despertarme y marcharme a casa. En un acto heroico muevo el mármol hacia dentro
casi dos centímetros. Intento el desplazamiento contrario hacia fuera y la inmovilidad
silenciosa del esfuerzo inútil me asusta: me digo que estoy experimentando por
primera vez en mi vida lo que es la amputación, del mismo modo que el recuerdo
de mi primera anestesia general lo tengo asociado a la muerte súbita. ¡No hay
como animarse en situaciones así…! Finalmente, me llega la absolución: me
transfieren al piso primero a los boxes donde me recibieron para acabar de
despertarme e iniciar la maniobra de salida definitiva. Entré a las 15’30 y voy
a salir, si todo va bien, a las 20’30… No, no se me ha pasado “volando”, pero
el despertar de la mole en modo alguno ha sido traumático ni doloroso, que es
lo que más me sorprende. Me piden una exhibición de movimiento para asegurarse
de que “controlo” las extremidades inferiores y no voy a acabar dando un
traspiés y con los morros en el suelo. Por suerte, reparo en que, con el
desentumecimiento, el vendaje compresivo que me han puesto me va a provocar,
como ya lo hizo el del talón en la operación del espolón, una alergia de
contacto que me va a llevar a la desesperación y a cortar por lo sabe,
rompiéndolo con la tijera y poniéndome la crema Lexxema que me alivia las
crisis alérgicas. La enfermera advierte mi determinación, se asusta, consulta
con el equipo que me ha operado y, acompañada de una ayudanta, me cambian el
vendaje por otro de algodón puro, menos compresivo, pero igualmente aparatoso.
Ya veremos, me digo, aunque ha resultado mano de santo el cambio, pues cuatro
días después de la intervención, aún no me ha dado ningún ataque alérgico que
me desespere, aunque aún me quedan siete días por delante hasta volver a ver al
cirujano para que me infiltre el ácido hialurónico, una dosis, he comprobado en
internet, que se va los escocedores 300€ que voy a tener que “reunir” con
motivo de mi próximo aniversario. Cojo un taxi, me planto en casa, y nada más
entrar por el portal con las muletas un vecino nos dice que el ascensor está
estropeado. O sea, que, con las mejores trazas alpinistas de Kilian Jornet, en
modo cámara lenta, inicio la ascensión al cadalso, porque, para mi mal, no
logro conciliar el sueño, no sé hacerlo boca arriba. Me levanto y comienzo ya
el compromiso que había adquirido: durante este mes de inmovilidad, más o menos,
me leeré, en su integridad, los Episodios
nacionales de Galdós. Volver a Galdós, por quien siento devoción, ha sido
la mejor decisión que podía haber tomado. Desde el primer volumen vuelvo a
sentir la misma cordialidad narrativa que cuando me engolfé en las novelas
contemporáneas y, con especial emoción, en Fortunata
y Jacinta, El amigo Manso, La desheredada, La de Bringas, Nazarín, Miau y tantas y tantas como me han
alegrado la vida lectora. Consciente de que quiero hacer una “buena
recuperación” leo hasta diez horas diarias y me muevo lo justo, y con las
muletas. Me echan la bronca constantemente, a la que recupero, siquiera sea
brevemente, la vertical, y tratan de impedirme que colabore, a mi manera, en
ciertas faenas domésticas. El hecho de no sentir ningún dolor y de que a los
cinco días pueda ir doblando levemente la rodilla me anima a ciertas
veleidades, pero dentro de lo razonable. Todas las horas de lectura son buenas,
pero las de 6 a 8 por la mañana, con ese suave fresquito de amanecida, en una
galería en la que me siento como el protagonista de La ventana indiscreta, no
tienen parangón… Aficionado al Real Madrid, he de decir que el gol del
desempate provisional, el de Casemiro, me llevó a encoger la pierna operada
para dar el bote pertinente -ignorando cómo sin el auxilio de las muletas…- y
ahí sí que el dolor se me agarró como solo esos dolores postquirúrgicos saben
hacerlo, pero, ¡por suerte!, no llegué -¡no pude!- a encoger completamente la
pierna y continué sentado, aplaudiendo, eso sí, el alivio de ponerse por
delante el equipo y garantizar la eventual prórroga que, al final, no fue
necesaria. En fin, aún me quedan días de inmovilidad, pero ya voy pudiendo
entrar en el ordenador para, como ahora, dejar constancia de esta diminuta
aventura quirúrgica a la que seguirá un tratamiento posterior en el que no me
queda más remedio que confiar: el asfalto me espera…
Asombra el grado de perfeccionamiento de las técnicas quirúrgicas que permiten operaciones monitorizadas y de tan rápida ejecución de modo que sin apenas traumas sales del cadalso operatorio a tu casa en pocas horas. Sin duda, el mundo es mucho más feo que hace cien años, vivimos en conurbaciones espantosas, la vida ha perdido belleza estética y nos hemos visto invadidos por ruidos constantes y agresivos, la literatura ha pasado en buena parte a mejor vida en las ocupaciones de las masas, la música ha perdido calidad, nuestro centro de reunión es el centro comercial donde la gente pasa hora apasionadas en las franquicias de turno... todo eso es cierto, pero hace cien años no se había hallado la helicobácter pylori cuyo descubrimiento a mí me rehízo la vida, no existían los implantes dentales, no había operaciones para la miopía para quitarte las gafas y no existía la artroscopia ni la intradural que permite al paciente ver en un monitor su propia operación tan ricamente como si viera un partido del Real Madrid (no tengo ni idea de cómo va la liga, ni la Champions, nada)... El futuro ha venido y está aquí para bien y para mal. Feo pero eficaz. Feliz recuperación y vuelta lo antes posible a los entrenamientos. Un abrazo.
ResponderEliminarEn su momento fui un fan absoluto de un programa que se llamaba "En buenas manos" y que consistía en la retransmisión de operaciones quirúrgicas con una calidad de imagen espectacular. Si no recuerdo mal, incluso el Dr. que lo presentaba llegó a ser Presidente del Mallorca Club de Fútbol, algo así como un _Arguiñano de la cirugía... Sigo siendo aficionado al cuerpo humano, por dentro y por fuera, y la oportunidad de ver el propio, aunque sea el reducido espacio de la rodilla, me ha complacido sobremanera. En el fondo, es la técnica, el desarrollo del ingenio, la inventiva, la imaginación... NO diré que los inventos del TBO, pero casi... El último invento que me dejó con la boca abierta fue el famoso "grafeno", lo más parecido, en lo inorgánico, a un tejido biológico... Creo que aún estamos a tiempo, por edad, de ver maravillas a día de hoy inimaginables... ¡Ojalá! Gracias por los pios deseos y a ver si se cumplen, porque el atletismo de fondo es una droga muy dura...
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