El «hasta siempre» sereno; la emoción tan profunda como incrédula.
¡Qué inmensa suerte habernos podido
despedir de ti en vida, querida amiga Dunia!, a pocos días de que se cumpliera
el designio fatal que impone la metástasis en un cuerpo que ni siquiera
sospecha el mal que se ha apoderado de él. Si la incredulidad nos dejara
espacio, podríamos incluso aceptar que la rebelión de las células malignas
forma parte del proceso vital; pero asistir a tan rápido desenlace sin que las
manifestaciones del mal hubieran podido permitir un intento de sanación, ¡qué
difícil de creer y de aceptar!
Educado en el
estoicismo y los ejemplos filosóficos y literarios del «aparejo para bien morir»,
¡qué distinta es la compañía de quien lo lleva a la práctica y soporta los
dolores de las postrimerías sin una queja y llena de agradecimiento emocionado
por los buenos momentos pasados juntos a lo largo de tantos años, y, sobre todos,
esos tan esenciales de la crianza de los hijos, momento privilegiado en que se cumplía
el designio propio de la especie: creced y multiplicaos! Tu sonrisa, la emoción
contenida de tus lágrimas, al recordar momentos tan llenos de vida y de
esperanza, son el último regalo que nos ha deparado tu amistad, y tus hijos
saben perfectamente que te vemos en ellos, viviendo satisfecha y feliz. Desde
aquellos años, bien puede decirse que hemos construido un vínculo afectivo imposible
de romper: tú seguirás viviendo en tus hijos, pero también en nosotros, y en
los nuestros, porque son muchos los lazos que ni la muerte desata.
Subimos a la
falda de Collserola para decirte, teniendo la hermosa vista de Barcelona a
nuestros pies, hasta siempre, en una
ceremonia que parecía un simulacro, como si estuviéramos ensayando un adiós que
tardaría muchos años en llegar. Son lugares fríos, con su mucho de inhóspito, los
tanatorios, pero en el milagro de la despedida, a pesar de las lágrimas y el
nudo en la garganta, tu marido, tu hija y tu hermano no solo te declararon «su» amor, sino que expresaron
en sus palabras emocionadas el nuestro. Cada uno de los asistentes atesoraba
una imagen tuya, y la mía perpetua ha sido la de la madre solícita que jamás
perdió los nervios con sus hijos a los que amaba sobre todas las cosas, y la de
la sonrisa prodigada con generosidad.
Es imposible
no pensar en uno mismo y en nuestro propio final cuando se asiste a una ceremonia
de despedida como la tuya, pero mi último agradecimiento no puede ser otro que
haber recibido tan hermosa lección de bien morir como la que tú nos has
regalado. Cada día se aprende algo nuevo y la esperanza es droga imprescindible
de la vida, pero enfrentarse a la muerte con la serenidad y la dulzura con que
tú lo has hecho es una lección que, ¡a eso aspiro!, no ha de caer en saco roto,
y me acompañará en mi propio final. No hay mayor dominio sobre la vida, tan
agitada siempre por pasiones tempestuosas, como el dominio de sí. Gracias por
recordárnoslo.
No son pocas
las pérdidas que van jalonando nuestros años, pero nunca tan vivas me han
parecido esas personas queridas como después de haberlas perdido. Cuando vivas,
bullían fuera; muertas, me bullen dentro y tengo espacio cordial para todas y en
compañía de todas me siento más cumplido, más realizado, más sereno.
Bienvenida, Dunia.