jueves, 12 de junio de 2025

La despedida.

El «hasta siempre» sereno; la emoción tan profunda como incrédula.

 

¡Qué inmensa suerte habernos podido despedir de ti en vida, querida amiga Dunia!, a pocos días de que se cumpliera el designio fatal que impone la metástasis en un cuerpo que ni siquiera sospecha el mal que se ha apoderado de él. Si la incredulidad nos dejara espacio, podríamos incluso aceptar que la rebelión de las células malignas forma parte del proceso vital; pero asistir a tan rápido desenlace sin que las manifestaciones del mal hubieran podido permitir un intento de sanación, ¡qué difícil de creer y de aceptar!

          Educado en el estoicismo y los ejemplos filosóficos y literarios del «aparejo para bien morir», ¡qué distinta es la compañía de quien lo lleva a la práctica y soporta los dolores de las postrimerías sin una queja y llena de agradecimiento emocionado por los buenos momentos pasados juntos a lo largo de tantos años, y, sobre todos, esos tan esenciales de la crianza de los hijos, momento privilegiado en que se cumplía el designio propio de la especie: creced y multiplicaos! Tu sonrisa, la emoción contenida de tus lágrimas, al recordar momentos tan llenos de vida y de esperanza, son el último regalo que nos ha deparado tu amistad, y tus hijos saben perfectamente que te vemos en ellos, viviendo satisfecha y feliz. Desde aquellos años, bien puede decirse que hemos construido un vínculo afectivo imposible de romper: tú seguirás viviendo en tus hijos, pero también en nosotros, y en los nuestros, porque son muchos los lazos que ni la muerte desata.

          Subimos a la falda de Collserola para decirte, teniendo la hermosa vista de Barcelona a nuestros pies,  hasta siempre, en una ceremonia que parecía un simulacro, como si estuviéramos ensayando un adiós que tardaría muchos años en llegar. Son lugares fríos, con su mucho de inhóspito, los tanatorios, pero en el milagro de la despedida, a pesar de las lágrimas y el nudo en la garganta, tu marido, tu hija y tu hermano no solo  te declararon «su» amor, sino que expresaron en sus palabras emocionadas el nuestro. Cada uno de los asistentes atesoraba una imagen tuya, y la mía perpetua ha sido la de la madre solícita que jamás perdió los nervios con sus hijos a los que amaba sobre todas las cosas, y la de la sonrisa prodigada con generosidad.

          Es imposible no pensar en uno mismo y en nuestro  propio final cuando se asiste a una ceremonia de despedida como la tuya, pero mi último agradecimiento no puede ser otro que haber recibido tan hermosa lección de bien morir como la que tú nos has regalado. Cada día se aprende algo nuevo y la esperanza es droga imprescindible de la vida, pero enfrentarse a la muerte con la serenidad y la dulzura con que tú lo has hecho es una lección que, ¡a eso aspiro!, no ha de caer en saco roto, y me acompañará en mi propio final. No hay mayor dominio sobre la vida, tan agitada siempre por pasiones tempestuosas, como el dominio de sí. Gracias por recordárnoslo.

          No son pocas las pérdidas que van jalonando nuestros años, pero nunca tan vivas me han parecido esas personas queridas como después de haberlas perdido. Cuando vivas, bullían fuera; muertas, me bullen dentro y tengo espacio cordial para todas y en compañía de todas me siento más cumplido, más realizado, más sereno. Bienvenida, Dunia.