El diálogo misterioso |
En Caixafórum de Barcelona, confraternizando armoniosamente con los nativos y los turistas alrededor de De Chirico: un paseo diacrónico.
A De Chirico, como a Modigliani, Juan Gris, Seurat o Rousseau el aduanero hay que quererlos instintivamente, porque sí, o, si no se conecta con su obra en un afortunado golpe de vista, pasar de ellos y limitarse a apreciar todo aquello que, objetivamente, es digno de aprecio, porque, del mismo modo que no hay libro en el que no pueda hallarse algo bueno, tampoco hay obra pictórica en la que alguna pieza no nos disguste excesivamente. Hay pintores que basan su potencial en la capacidad de persuasión instantánea de su mundo y sus recursos y cuando choca con un espectador refractario a esa realidad, difícil es que a través de una fría indagación en las razones teóricas de la validez de su obra pueda tener el disfrute estético que una obra, como en este caso la de De Chirico, es capaz de deparar. Yo me reconozco ferviente admirador del pintor y, por lo tanto, mi paseo por su exposición me permitió no solo reconocer sus valores universales, sino descubrir, también, otro De Chirico con unas obras casi en las antípodas de la temática que a mi de siempre me ha cautivado: la espiritualización de la geometría y la suma de paisajes, de tiralíneas surrealista y realistas puros y duros en un diálogo entre ellos algo más que curioso. Buena parte del éxito de la exposición -si es que ha sido un éxito, que lo ignoro- puede deberse al ingenioso "paseo" en que se convierte la exhibición, con plaza central incluida. Que muchas pinturas estén como suspendidas en el aire, permitiendo un contacto fluido con el entorno, es todo un acierto. Su autorretato más famoso, porque hay más en la exposición, permite la comparación con otros dos que no conocía, uno disfrazado de personaje barroco y otro desnudo, a medio camino entre Hooper y Lucien Freud. En el retrato de la vejez, el rostro parece encajarse en la estructura craneal, inventando pliegues que otorgan un relieve al desafío perdido de la juventud de la que parece querer burlarse De Chirico. Es apasionante el mundo del autorretrato, y sigo coleccionándolos en un archivo para detenerme alguna tarde en la reflexión sobre ese género tan distinto del de la autobiografía literaria. Los maniquíes, típicos del surrealismo y su animación de lo inerte, forman un nutrido grupo de pinturas -y algunas esculturas- que, a mi entender, no pueden dejar indiferente a ningún espectador sensible, como la Visión metafísica de Nueva York, un poderoso juego especular y una narración simultánea del work in progress de la arquitectura. De Chirico es algo así como el espacio ideal del sueño, el que yo escogería para los míos, si pudiera y no me vinieran dados por esas pulsiones de desconocida genealogía que tantas complicaciones me crea a veces. La simultaneidad de diferentes planos de lo real confiere una vivacidad intensa a lo prodigioso de la escena, porque en De Chirico, como en Magritte -otro de mis pintores preferidos-, el espacio tiene algo de fluido vital, no es un "decorado", ni un marco, ni una tentativa de huida, sino la vida detenida para que pueda ser mejor apreciada y disfrutada. Usualmente son ámbitos crepusculares, los de De Chirico, esa zona del twilight, ambigua, en la que tanto nos ponemos como nos alzamos, cayendo siempre de nuestra parte la selección del momento adecuado para cada escena. Los maniquíes de De Chirico hay no poco de extrañas naturalezas muertas que apelan al contraste emociona, a la proyección y a la interpretación, más que a la admiración de la mímesis. Ejemplo de ello sería El diálogo misterioso, en el que ambos maniquíes parecen representar la escena de la Academia de Lagado, la capital de Laputa, de Los viajes de Gulliver, en la que los dos personajes van cargados con un saco lleno de todos los enseres que van a necesitar para comunicarse, por ejemplo. El contraste entre los paisajes geométricos y los paisajes románticos estrictos supone una indagación en el diálogo imposible entre el rigor de la ciencia y la pasión del corazón, pero ahí lo deja De Chirico como una propuesta para que el espectador conciba síntesis insólitas. La exposición, muy completa para un autor tan longevo, incluye piezas realistas que nada tienen que ver con ese surrealismo básico desde el que De Chirico construyó lo mejor de su obra. Incluso hay algunos bodegones de escaso mérito, como si le diera pereza competir con los grandes clásicos del género, los flamencos, el español Cotán, el francés Chardin, etc., y se limitara a apuntar ciertas sugerencias que no acaban definiendo un estilo propio, como esa sandía pasada que parece descomponerse a cada nueva visión de la obra: un proceso de "descomposición" que, curiosamente, acaba teniendo un valor descriptivo de los propios bodegones, a los que les faltara esa composición que los acredite como una aportación de mérito en el género. A nivel anecdótico, llama la atención los dos motivos españoles de la exposición, el retrato de una mujer española y un picador sobre un caballo joven y esbelto con una cola flamígera que parece en las antípodas de los jacos con que se suele -o solía- ejecutar esa suerte del toreo. De la exposición, cuyo resumen biográfico final leí con atención, saque una referencia bibliográfica muy curiosa. De Chirico escribió una novela titulada Hebdomeros. un texto que buscaré con ahínco para saber qué grado de competencia adquirió en el dibujo con palabras. La exposición, con un cierto desequilibrio en la selección de obras, lo que da pie a pensar que a ciertos autores la longevidad les es más gravosa que favorable -un juicio del que siempre hemos de exceptuar la figura de Cervantes, está claro-, permite congraciarse con lo mejor de ella y conocer facetas el conocimiento de las cuales tampoco aporta nada a un autor con un sitio bien ganado en la Historia de la pintura.
Me sorprende tu vasta cultura, en muchos sentidos: cine, literatura, arte, música... Y tus ejercicios expresivos en terrenos de creacion narrativa, poética, teatro... Frecuentas con acierto el ensayo y la crítica literaria y cinematográfica, y hoy pictórica. Personalmente, el mundo imaginativo Giorgio de Chirico no me alcanza, me siento lejos de él y se puede decir que incluso lo percibo con antipatía.
ResponderEliminarAcabo de leer un estudio biográfico sobre la pintura de Mark Rothko que me ha entusiasmado y he pensado incluso hacer un itinerario mundial para ver en directo su obra distribuida por Japón, Estados Unidos, Londres, y uno de los países bálticos donde nació cuando eran todavía Rusia.
¡Pero como te puede sorprender a ti, que la atesoras en ingente cantidad y calidad! A tu lado, ¿qué soy yo sino un diletante empedernido? Me afano, pero los variados objetos de mi intensa atención me desbordan y reducen a la trivialidad más enojosa. Tengo palabras, pero no juicios; tengo adjetivos, pero no visión estética; tengo relámpagos de percepción, pero son el sueño de un Edipo del arte... Mark Rothko es un caso de minimalismo cromático que tanto vale para un roto como para un descosido: puedes acercarte a él y descubrir lo sublime o sobremirarlo como una estafa conceptual. A mí me gusta, porque la textura y los matices cromáticos son realidades con las que conecto espontánemente; pero, no sé, con mis onerosas limitaciones a cuestas, más me maravilla El Gran masturbador, por ejemplo, o El jardín de las delicias, v.gr. No, sin con tantísima razón dicen eso de "para gustos, colores".
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