¿Podemos hablar
de los jóvenes españoles que trabajan en Europa como de «emigrantes»?
El hecho de haber tenido un hijo
trabajando en Alemania, en Múnich, me ha llevado a reflexionar sobre un
argumento de política «nacional» que no acabo de entender: ciertas
fuerzas políticas de izquierdas esgrimen como un fracaso del
gobierno el hecho de que nuestros jóvenes hayan de buscar en Europa un puesto
de trabajo que nuestro sistema parece incapaz de ofrecerles. Dejo de lado,
ahora, el terrible problema entre la inadecuación de la formación y las
necesidades del sistema productivo, una rémora para el progreso económico que
no se ha querido (o podido) solucionar en todos los años que llevamos de
democracia, y me centro en esa concepción «nacionalista» que afecta a la
totalidad de las fuerzas políticas españolas, encerradas en los asfixiantes
límites de nuestro país y renunciando a la proyección continental de los
individuo que está en el ADN del proyecto europeo.
A partir de nuestra entrada en la UE, oficiada con la mayor de los
solemnidades, porque significaba devolvernos al mainstream de un proyecto continental del que la
dictadura de Franco nos apartó durante casi 40 años, nunca más se me volvió a
ocurrir que esa Europa en la que se nos recibía con entusiasmo, algún recelo y
enorme generosidad —algo que conviene recordar para los olvidadizos
antieuropeístas—, seguía siendo para los españoles «el extranjero», ese mundo «peligroso»,
así lo satanizaba el franquismo, de más
allá de los Pirineos, adonde se había de viajar para ver El
último tango en París o
comprar los libros de El Ruedo Ibérico.
Desde antes de aquel día, la frecuentación de la literatura y el
pensamiento europeos, desde Joyce hasta Sartre, pasando por Shakespeare,
Baudelaire, Svevo, Kierkegaard, Nietzsche, Ionesco, Hegel o Leduc, y la
necesaria visión de las obras de los cineastas europeos, desde Bergman hasta
Rossellini, pasando por Murnau, Gance, Lang, Dreyer, Renoir o Hitchcock —la
lista, como la anterior, sería inacabable...—, ya nos había convertido, a los
opositores al Régimen (a los antiespañoles...) en europeos de pro. Entrar en
Europa era, pues, algo así como el regreso del hijo secuestrado por
facinerosos.
Desde esta perspectiva, así pues, ¿cómo es posible entender que mi
hijo, por ejemplo, que trabajaba en Múnich con europeos de cinco o seis países
diferentes, que hablaba allí en catalán, castellano, francés e inglés esté
«en el extranjero»? ¿Qué estrecho concepto atávico de lo «extranjero» se
alberga en las mentes valderramanianas a las que entristece la lejanía de «lo
propio», de la «patria» de ese «emigrante» con su «rosario de dientes de marfil»?
Me estremece siquiera pensarlo.
Aquella juventud del "cincel y de la maza" por la
que suspiraba Antonio Machado, para liberarnos de la que "ora y
embiste", es esa que ha roto las fronteras y ha convertido el continente
en nueva patria, algo que ni siquiera algunos gobiernos han acabado de entender
todavía, condicionados aún por la idea miserable del nacionalismo más reductor
y frustrante, y prisioneros de una diplomacia que sigue rindiendo culto al
ídolo obsoleto de la patria chica, en vez de colaborar sin reservas para la
creación de los Estados Unidos de Europa y plantar cara a amenazas reales que
pretenden convertir el continente en un actor secundario en la escena
internacional. De acuerdo con este pensamiento, resulta inexplicable la alianza
anglo-franco-alemana con China para la creación de una alternativa al FMI, en
vez de haber potenciado el Banco Central Europeo y haberle dado libertad de
movimientos para la creación de esa alternativa en nombre de todo el
continente. ¡Los viejos ídolos, que nunca acaban de morir del todo!
Fuimos a visitar a nuestro hijo y puedo confirmar
que, a pesar de los notables diferencias culturales entre Alemania y España,
me he sentido en aquella ciudad, como un muniqués más. Y eso que, para un
catalán antisecesionista, visitar la cuna del movimiento nacionalsocialista
tiene, he de reconocerlo, un morbo añadido... Hice abstracción de ello y me fijé
en lo que una visita tan corta, de dos días, permite. Se trata de una ciudad
con los mismos habitantes que Barcelona, pero con un urbanismo
"amigo", podríamos decir. Pocos edificios sobrepasan las cuatro
alturas y, salvo en el centro, el resto de la ciudad tiene unas calles con muy
reducido tráfico, un uso tan general como tradicional de la bicicleta, un
respeto sacrosanto a las señales de tráfico y un uso peatonal de la ciudad tan
cívico como generoso. Que sea la capital mundial de la cerveza en modo alguno
significa que la ebriedad se perciba como una «normalidad» del paisaje humano,
a diferencia de lo que ocurre en Barcelona. A este observador de la vida común
y corriente le llamó mucho la atención la religiosidad católica de la ciudad y
la fácil coexistencia de las identidades bávara y germánica, y eso que todo lo
bávaro se exhibe como motivo turístico de primer orden. En el ámbito de la
cultura, sin embargo, eché de menos, como mínimo, la existencia de dos estatuas
que no pude hallar —lo que no quiere decir que no existan, aunque muy
escondidas han de estar, a fe...—, una de Ludwig II, el llamado Rey loco,
wagneriano de pro; y otra de Thomas Mann, que más me pareció el «hijo odiado»
de la ciudad que el «hijo predilecto» al que se le hace entrega de las llaves
de la villa. En todo caso, y tras tantas lecturas sobre la República de Weimar
y el ascenso del nacionalsocialismo, no deja de ser una alegría que la ruta
turística llamada del III Reich hable de los infamous places de
aquel movimiento diabólico. De hecho, la casa donde se alojaba Hitler fue
convertida en un cuartel de policía para evitar el turismo nostálgico, y su
casa natal austríaca es, hoy en día, un centro para el estudio de la
multiculturalidad. Por lo demás, Múnich es una ciudad llena de contrastes,
como, por ejemplo, que en el llamado Parque de los Ingleses, un espacio que
recuerda mucho el Hyde Park londinense, el Ayuntamiento haya instalado
una ola artificial de la que disfrutan, como se aprecia, los surfistas.
No sé si mi posición es un poco panglossiana, pero ¡me cuesta tanto concebir
que Europa sea para mí «el extranjero»! Hasta encontré, desde mi condición de
crítico cinematográfico, una joya que aquí en nuestro país ha desaparecido: los
carteles pintados en los cines de estreno. Una profesión artesanal que poco a
poco fue cayendo en el olvido y que antes adornaba nuestras principales
avenidas con una pintura mural de altísima calidad. A ver si verlos en el resto
de Europa anima a recobrar esa vieja artesanía que en modo alguno molestaba ni
afeaba nuestras calles.
Hola Juan. Enlacé tu blog después de leer en un blog amigo "El saco de mis pensamientos" de María, unas referencias a tus blogs cargadas de elogios.
ResponderEliminarTe he leído antes en en tu blog de cine (también soy un gran aficionado al cine desde siempre) aunque no me he atrevido a comentar porque no he visto ninguna de las dos últimas películas comentadas. Y si me atrevo ahora aquí es porque el tema tratado me parece de lo más interesante.
Como bien apuntas, resulta que nuestra clase política de la primera transición se moría por formar parte de Europa (al menos los más "progresistas") y cuando lo hemos conseguido sigue habiendo una especie de desconfianza hacia lo europeo que asombra. Creo que la razón es atávica, que la llevamos en la sangre tras los cuarenta años de coto nacional impuesto por la dictadura y que no acabamos de quitarnos de encima. Sin embargo, la solución para nosotros siempre ha sido Europa. Lo fue antes, cuando nos tenían secuestrado políticamente y lo es también ahora porque sigue existiendo por aquí mucho nostálgico de aquellos tiempos infames.
Pero como muy bien apuntas, ni en el propio corazón de Europa parece ser que lo tienen claro. Dan una de cal y otra de arena con lo que se da luz verde a los agazapados partidos totalitarios y neofascistas que siguen ahí a la espera de una oportunidad, algo que ya están encontrando. Creo, como tú, que a estas alturas Europa debería haber avanzado mucho más en la idea de Estado plurinacional unido y fuerte ante el resto de potencias.
Excelente tu entrada con la que coincido plenamente. Mientras no empecemos a comportarnos como un solo Estado, Europa seguirá haciendo aguas que aprovecharán los de siempre, esos que suelen pescar en aguas turbias ríos revueltos.
Saludos cordiales.
Gracias por tomarte la molestia de participar. Releí hace muy poco "La rebelión de las masas", de Ortega y encontré una defensa de la idea de Europa como "nación", frente a los viejos nacionalismos europeos, muy interesante. En 1927 ya se quejaba él de que no avanzábamos en la dirección de la Europa unida, tan necesaria. Espero que las nuevas generaciones de las que hablo sean capaces de superar las anteojeras nacionalistas, tan perjudiciales. Un saludo cordial,
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