lunes, 22 de julio de 2024

La inteligencia que escoge otros países de Europa.

 


 


 

¿Podemos hablar de los jóvenes españoles que trabajan en Europa como de «emigrantes»?


      El hecho de haber tenido un hijo trabajando en Alemania, en Múnich, me ha llevado a reflexionar sobre un argumento de política «nacional» que no acabo de entender: ciertas fuerzas políticas de izquierdas esgrimen como un fracaso del gobierno el hecho de que nuestros jóvenes hayan de buscar en Europa un puesto de trabajo que nuestro sistema parece incapaz de ofrecerles. Dejo de lado, ahora, el terrible problema entre la inadecuación de la formación y las necesidades del sistema productivo, una rémora para el progreso económico que no se ha querido (o podido) solucionar en todos los años que llevamos de democracia, y me centro en esa concepción «nacionalista» que afecta a la totalidad de las fuerzas políticas españolas, encerradas en los asfixiantes límites de nuestro país y renunciando a la proyección continental de los individuo que está en el ADN del proyecto europeo. 

A partir de nuestra entrada en la UE, oficiada con la mayor de los solemnidades, porque significaba devolvernos al mainstream de un proyecto continental del que la dictadura de Franco nos apartó durante casi 40 años, nunca más se me volvió a ocurrir que esa Europa en la que se nos recibía con entusiasmo, algún recelo y enorme generosidad —algo que conviene recordar para los olvidadizos antieuropeístas—, seguía siendo para los españoles «el extranjero», ese mundo «peligroso», así lo satanizaba el franquismo,  de más allá de los Pirineos, adonde se había de viajar para ver El último tango en París o comprar los libros de El Ruedo Ibérico.

Desde antes de aquel día, la frecuentación de la literatura y el pensamiento europeos, desde Joyce hasta Sartre, pasando por Shakespeare, Baudelaire, Svevo, Kierkegaard, Nietzsche, Ionesco, Hegel o Leduc, y la necesaria visión de las obras de los cineastas europeos, desde Bergman hasta Rossellini, pasando por Murnau, Gance, Lang, Dreyer, Renoir o Hitchcock —la lista, como la anterior, sería inacabable...—, ya nos había convertido, a los opositores al Régimen (a los antiespañoles...) en europeos de pro. Entrar en Europa era, pues, algo así como el regreso del hijo secuestrado por facinerosos.

Desde esta perspectiva, así pues, ¿cómo es posible entender que mi hijo, por ejemplo, que trabajaba en Múnich con europeos de cinco o seis países diferentes,  que hablaba allí en catalán, castellano, francés e inglés esté «en el extranjero»? ¿Qué estrecho concepto atávico de lo «extranjero» se alberga en las mentes valderramanianas a las que entristece la lejanía de «lo propio», de la «patria» de ese «emigrante» con su «rosario de dientes de marfil»? Me estremece siquiera pensarlo.

Aquella juventud del  "cincel y de la maza" por la que suspiraba Antonio Machado, para liberarnos de la que "ora y embiste", es esa que ha roto las fronteras y ha convertido el continente en nueva patria, algo que ni siquiera algunos gobiernos han acabado de entender todavía, condicionados aún por la idea miserable del nacionalismo más reductor y frustrante, y prisioneros de una diplomacia que sigue rindiendo culto al ídolo obsoleto de la patria chica, en vez de colaborar sin reservas para la creación de los Estados Unidos de Europa y plantar cara a amenazas reales que pretenden convertir el continente en un actor secundario en la escena internacional. De acuerdo con este pensamiento, resulta inexplicable la alianza anglo-franco-alemana con China para la creación de una alternativa al FMI, en vez de haber potenciado el Banco Central Europeo y haberle dado libertad de movimientos para la creación de esa alternativa en nombre de todo el continente. ¡Los viejos ídolos, que nunca acaban de morir del todo!

            Fuimos a visitar a nuestro hijo y puedo confirmar que, a pesar de los notables diferencias culturales entre Alemania y España,  me he sentido en aquella ciudad, como un muniqués más. Y eso que, para un catalán antisecesionista, visitar la cuna del movimiento nacionalsocialista tiene, he de reconocerlo, un morbo añadido... Hice abstracción de ello y me fijé en lo que una visita tan corta, de dos días, permite. Se trata de una ciudad con los mismos habitantes que Barcelona, pero con un urbanismo "amigo", podríamos decir. Pocos edificios sobrepasan las cuatro alturas y, salvo en el centro, el resto de la ciudad tiene unas calles con muy reducido tráfico, un uso tan general como tradicional de la bicicleta, un respeto sacrosanto a las señales de tráfico y un uso peatonal de la ciudad tan cívico como generoso. Que sea la capital mundial de la cerveza en modo alguno significa que la ebriedad se perciba como una «normalidad» del paisaje humano, a diferencia de lo que ocurre en Barcelona. A este observador de la vida común y corriente le llamó mucho la atención la religiosidad católica de la ciudad y la fácil coexistencia de las identidades bávara y germánica, y eso que todo lo bávaro se exhibe como motivo turístico de primer orden. En el ámbito de la cultura, sin embargo, eché de menos, como mínimo, la existencia de dos estatuas que no pude hallar —lo que no quiere decir que no existan, aunque muy escondidas han de estar, a fe...—, una de Ludwig II, el llamado Rey loco, wagneriano de pro; y otra de Thomas Mann, que más me pareció el «hijo odiado» de la ciudad que el «hijo predilecto» al que se le hace entrega de las llaves de la villa. En todo caso, y tras tantas lecturas sobre la República de Weimar y el ascenso del nacionalsocialismo, no deja de ser una alegría que la ruta turística llamada del III Reich hable de los infamous places de aquel movimiento diabólico. De hecho, la casa donde se alojaba Hitler fue convertida en un cuartel de policía para evitar el turismo nostálgico, y su casa natal austríaca es, hoy en día, un centro para el estudio de la multiculturalidad. Por lo demás, Múnich es una ciudad llena de contrastes, como, por ejemplo, que en el llamado Parque de los Ingleses, un espacio que recuerda mucho el Hyde Park londinense,  el Ayuntamiento haya instalado una ola artificial de la que disfrutan, como se aprecia, los surfistas.

                                         


 


           


No sé si mi posición es un poco panglossiana, pero ¡me cuesta tanto concebir que Europa sea para mí «el extranjero»! Hasta encontré, desde mi condición de crítico cinematográfico, una joya que aquí en nuestro país ha desaparecido: los carteles pintados en los cines de estreno. Una profesión artesanal que poco a poco fue cayendo en el olvido y que antes adornaba nuestras principales avenidas con una pintura mural de altísima calidad. A ver si verlos en el resto de Europa anima a recobrar esa vieja artesanía que en modo alguno molestaba ni afeaba nuestras calles.


 


Nota: "La familia Bélier", de Éric Lartigau la vi algún tiempo después en casa y nos divirtió hasta la carcajada...

2 comentarios:

  1. Hola Juan. Enlacé tu blog después de leer en un blog amigo "El saco de mis pensamientos" de María, unas referencias a tus blogs cargadas de elogios.
    Te he leído antes en en tu blog de cine (también soy un gran aficionado al cine desde siempre) aunque no me he atrevido a comentar porque no he visto ninguna de las dos últimas películas comentadas. Y si me atrevo ahora aquí es porque el tema tratado me parece de lo más interesante.
    Como bien apuntas, resulta que nuestra clase política de la primera transición se moría por formar parte de Europa (al menos los más "progresistas") y cuando lo hemos conseguido sigue habiendo una especie de desconfianza hacia lo europeo que asombra. Creo que la razón es atávica, que la llevamos en la sangre tras los cuarenta años de coto nacional impuesto por la dictadura y que no acabamos de quitarnos de encima. Sin embargo, la solución para nosotros siempre ha sido Europa. Lo fue antes, cuando nos tenían secuestrado políticamente y lo es también ahora porque sigue existiendo por aquí mucho nostálgico de aquellos tiempos infames.
    Pero como muy bien apuntas, ni en el propio corazón de Europa parece ser que lo tienen claro. Dan una de cal y otra de arena con lo que se da luz verde a los agazapados partidos totalitarios y neofascistas que siguen ahí a la espera de una oportunidad, algo que ya están encontrando. Creo, como tú, que a estas alturas Europa debería haber avanzado mucho más en la idea de Estado plurinacional unido y fuerte ante el resto de potencias.
    Excelente tu entrada con la que coincido plenamente. Mientras no empecemos a comportarnos como un solo Estado, Europa seguirá haciendo aguas que aprovecharán los de siempre, esos que suelen pescar en aguas turbias ríos revueltos.

    Saludos cordiales.

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    1. Gracias por tomarte la molestia de participar. Releí hace muy poco "La rebelión de las masas", de Ortega y encontré una defensa de la idea de Europa como "nación", frente a los viejos nacionalismos europeos, muy interesante. En 1927 ya se quejaba él de que no avanzábamos en la dirección de la Europa unida, tan necesaria. Espero que las nuevas generaciones de las que hablo sean capaces de superar las anteojeras nacionalistas, tan perjudiciales. Un saludo cordial,

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