La
arquitectura del agradecimiento: los mataderos, obras de arte.
Desde que me detuve ante
la fachada del matadero de Tortosa, enamorado de la arquitectura modernista que
había alojado el cruento sacrificio de los animales que nos han facilitado durante
tantos siglos la salud, no he dejado de preguntarme sobre el porqué de esa
tendencia arquitectónica a revestir el acto sacrificial con un
continente artístico tan exquisito.
Es evidente, me parece, que se trata
de un homenaje merecido a una de nuestras principales fuentes de vida, un
cordial agradecimiento erigido con la delicadeza compasiva con que el verdugo
suele ahorrar sufrimiento a las víctimas,
aunque los métodos sacrificiales solo hayan mejorado en cuanto al ahorro de
sufrimiento en las víctimas desde hace relativamente poco. La exquisitez del
diseño de tales edificios, a medio camino entre lo industrial y lo ornamental
tiene que ver, imagino, con la necesidad de plasmar el insólito contraste entre
el acto sanguinario y la concepción artística del edificio que lo alberga, de
modo que se viera a través de él una suerte de celebración solemne del último
trance, acogido entre muros que no lo celebran, sino que lo acogen, con respeto
e incluso con devoción.
Es un rito, no hay duda. Y no se busca un lugar
apartado y oscuro, donde perpetrar una profanación, sino un edificio estilizado
y hermoso donde se verifique la ceremonia de la necesidad y de donde salga, con
todas las garantías de salubridad, el producto hacia los mercados -¡ágoras
selectos de la socialización!- para acabar, posteriormente, en los estómagos de
la población agradecida. Contraste, esa es la ley humana básica que opera desde
los albores de la humanidad. Y cuando se acentúa de la manera que lo hace en
los mataderos, hemos de reconocer en tal realidad una muestra exquisita de
nuestra más noble condición.
Arropar arquitectónicamente el sacrificio de las
reses y otros animales con tantas galas airosas, en las que predomina el uso
del ladrillo, ¡la arcilla!, elemental y metáfora de nosotros mismos…, dice
mucho de nuestra condición y de los progresos morales e la especie. Prueba de
la intencionalidad reverencial de esos templos de diseños humanistas es que,
cumplida su labor y superado su espacio por las exigencias higiénicas del proceso de las carnes, es que
han sido destinados, en buen número de casos, a templos de la cultura, a
albergue acogedor de la expresión artística en sus muy variadas facetas, cuando
no se han reconvertido en hiperalmacenes del saber escrito y audiovisual,
bibliotecas y mediatecas que acogen la doble sed de conocimiento y de diversión
que nos aqueja a los humanos.
Si repasamos lentamente las arquitecturas de esos
templos, advertimos enseguida el mimo exquisito con que los arquitectos que los
diseñaron se preocuparon por que la luz
tuviera matices de catedral en el interior de las naves, o la profusión de
arcos, con la solemnidad clásica de los mismos. A mí me impresiona, sin embargo,
la imagen de la ruina de ese matadero argentino erguido en la nada y desafiando
con su desvencijado cuerpo, atravesado de las inmisericordes heridas del tiempo
y del olvido, la memoria de quienes lo animaron: animales y humanos.
Si hoy son
bibliotecas, ese solemne edificio impresiona como las ruinas de las grandes
salas de cine en el Detroit fantasmal de la poscrisis, los restos varados en
tierra de nadie de lo que fue una pujante ciudad industrial. Sí, los mataderos
han sido templos y lo siguen siendo: cambian los materiales de construcción;
permanece la devoción, la compasión y el agradecimiento.