lunes, 10 de abril de 2023

La escapada.


El desplazamiento acomodado.

            Salir del entorno habitual, un derredor que, a veces, aprieta casi hasta la asfixia, no es un capricho, sino una necesidad. Darle a los ojos nuevos espacios, interiores y exteriores, es darle al alma una calma que necesita como los pulmones el aire de un espacio desconocido. Viajar está en nuestro ADN. Moverse, llevado por un coche, aunque sea a través de una autopista que sufre el gravoso paso de privada a pública, es una bendición acompañada por las armonías de Radio Clásica. Todo lo mal que duermo antes de un desplazamiento, lo disfruto en cuanto gobierno un coche y devoro kilómetros sin señal alguna de cansancio, hasta que una modorra amenazadora impone la parada pertinente.

            Jávea es un destino con Parador Nacional, tan bueno como lo hubiera sido la Sierra de Cazorla o cualquier otro de esa lista privilegiada de Paradores que invitan a visitar todas las provincias españolas. No hay que complicarse la vida para desconectar y disfrutar de dos elementos esenciales de la escapada: los paisajes y la gastronomía, ambos a ritmo lento. Dos cabos, el de San Antonio, con escalada de dos horas desde el Puerto de Jávea, y el de La Nao, visitado en coche, más la cercana cala de la Granadella son los tres objetivos de tan corto viaje, antes de regresar con la relajación para el entorno habitual, a veces difícil de gestionar. Dos poblaciones, la propia Jávea y Denia, son los núcleos urbanos visitables. Muy interesante el primero, anodino el segundo.

            La mirada atesora cuanto el viaje ha dado de sí, y de ello los aficionados a la fotografía guardamos algunos fragmentos que ya no llegarán a imprimirse en papel, sino que se sumarán a esos ingentes archivos de instantáneas que nos sacarían de quicio si quisiéramos verlas todas para seleccionar algunas. 

            Llevo tiempo pensando que, hijo como soy del desarrollismo, la primera generación televisiva de la historia de España, bien pudiera ser que una autobiografía pudiera escribirse con fotos y moderados pies de ellas, no tanto para circunstanciarlas, cuanto para dar rienda libre al poder de la evocación y de la asociación, actividades tan psicoanalíticas.

            De una escapada puede predicarse lo mismo, por eso hoy, ajeno a la pereza del teclear y al uso de las palabras, ensayo aquí la versión viajera de esa escapada:

Subida a nuestro particular Monte Ventoso de San Antonio, escarpado y placentero. Con los cayados compraos en Bubión y componiendo la perfecta imagen de los senderistas caprinos. Fresco, sol, soledad y silencio.

El empeño contante y la lógica del caos. Besos como latigazos y espumas como coronas. La gota horada la roca; la roca desafía a las olas y las rompe en gotas salobres y flexibles. Los ojos bucean, afloran las branquias.
La costa alicantina como espejo de la balear. Una cala insular pegada al continente. El agua calma la ansiedad de la mirada y la herradura se percibe como señal de la suerte: rodeados de sol y ausentes de compañía forzada.
La mirada sinuosa recorre el frente abrupto que impone su «vade retro» con sólita armonía estética. Los límites imitan el arbitrio del Poder, pero en su aridez anida la vida elemental.


En la azotea el remedo inmoviliza una savia de fragua. ¿Qué aves se posarán en las ramas recalentadas y sin umbría del verano? La mirada se complace en el molipavo real desplegado en las alturas. Y no echa de menos su sombra imposible ni su tronco sin raíces.

            
        En tan escasa ciudad y en barrio tan humilde como el de pescadores, una osadía religiosa y arquitectónica le arranca espíritu al hormigón y un goticismo combado y sin pilares. Quien lo habite se sentirá rejuvenecido en el fervor de sus devotos.

Obra de la naturaleza, la destrucción como la vida. Hay una belleza especial en el árbol seco y tronchado, en su pálida corteza, en sus cuernos agresivos. Alimento del fuego, guarida de insectos: ruinas que mira el ser humano con temor y reverencia. Incrustado en la pendiente, detenido por el viento y los obstáculos, es un alma libre que ha dejado su verdor en los matorrales indiferentes de su entorno.
Hay en el paisaje una cualidad pictórica que nos han enseñado a ver los artistas. Magritte, por ejemplo. Y el detalle de la sombra de una nube suspendida sobre un macizo cobra una vida que va mucho más allá de las palabras que intentan describirla.
¿Pertenece a la teratología vegetal el tronco de la morera? En chino mencionarla es nombrar la innombrable, y su contemplación me permite evocar el alimento de los gusanos de seda antes de convertirse en tristes y cenicientas mariposas bordes arrastrándose, ¡qué horror!, por la inhóspita caja de zapatos. De este tronco, sin embargo, lleno de tumores que son, si traslaticios, temores, se cuelgan los ojos  segundos que son minutos, minutos que son la impaciencia de la compañía.


¿Qué poder de atracción tienen las puertas que se encuadran solas en el visor de la cámara, a poco que el plomo, como en este caso, dibuje arabescos como nervaduras de piedra o de vegetal? Son defensa y misterio. Ostentación y reto. En Burgos se quejan de cambios innovadores. Hacen bien. La puerta de la fe no se cambia así como así.
El mercado estuvo siempre fuera, en la calle, abierto a los cuatro vientos. Si se los cubre, ha de ser con la magnificencia que exige el trueque que nos define como especie. Es otro templo, y a veces no andan lejos el uno del otro.




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