miércoles, 12 de junio de 2013

Hechos diferenciales


Tan iguales, tan distintos...

         Camino por las calles del barrio y voy fijándome en las personas, en sus fisonomías, en sus actos, y presto singular atención a sus palabras, unas captadas al vuelo del cruce pasajero, otras oídas durante el tiempo de estar sentado en la mesa de al lado en el café o la estratégica parada para anudarme, sobre un banco público, unos zapatos que previamente he de desanudar para no perder ripio de las inviolables comunicaciones humanas que tan generosamente, por otro lado, se empeñan hoy en día las gentes en compartir con sus vecinos, habituales o esporádicos, al más puro grito de quien cree que gritando las confidencias les añade empaque, importancia. He de reconocer que me siento un extraño absoluto, que entre estas gentes que me rodean y yo hay un abismo insondable, una distancia mayor que la que nos separa de la luna, por poner un cuerpo astral próximo. Comparto con cada uno de esos individuos la pertenencia a la misma especie, me digo; pero ahí entra el viejo Swift enseguida a hacer de las suyas, es decir, a indisponerme contra la idea y a revelarme que acaso seamos especies distintas, como los yahoos de quienes tan distante se siente Gulliver. El desarrollo de la mente humana ofrece una escala bien definida en la que, nos guste o no, ocupamos un puesto determinado. De ese desarrollo podría derivarse  una jerarquía, pero la sociedad, por suerte o por desgracia, no funciona así, y un sistema democrático no premia el conocimiento, sino la alienación. Camino y me cruzo con auténticas miserias de la primera fase de la revolución industrial: misma pobreza, misma ignorancia, misma esclavitud, misma carencia de higiene, mismo alcoholismo, misma desnutrición... y yo voy pensando en  el libro de Cioran, Del inconveniente de haber nacido, que hojeo con la sensación del extraño que se cuela en un convite para el que no va adecuadamente atuendado; y me pregunto si entre la patada en el culo de los hados y comer las migajas del  de los poderosos hay algo en común, además del incomprensible afán de seguir vivos. Es muy probable que nadie sea como otros, que lo más artificial del mundo sea el concepto de pueblo, poroso como pocos. Yo me he escurrido de él. A mis vecinos les inquieta mi presencia y mi incomunicación. Intuyen que soy diferente. Yo los veo a ellos del mismo modo. ¿La peor tentación? Considerar que hay mónadas individuales y mónadas colectivas. Que en la primera habitamos algunos "raros" sueltos; y en las segundas moran (y mueren de semejanza) los demás. ¿Lo chocante de esa visión? Que, frente a los demás, el individuo que se reconoce ajeno y extraño vive su exclusión forzosa como una derrota, y también como un alivio. La realidad es demasiado parecida a la parodia de sí misma. Nada que ver con el humor quijotesco, desde luego.

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