jueves, 17 de julio de 2014

Contestadores automáticos....



La libertad creativa vs. el contestador automático.

Contra lo que pudiera pensarse, no voy a hablar de quienes, a la hora de dar la réplica en un diálogo, si es civilizado, o en una discusión, si es primitiva, ni siquiera han escuchado a su interlocutor y ametrallan sus respuestas de forma inmisericorde y casi fanatizada, no. Quiero hablar sobre lo que podríamos considerar ya como una institución de la vida moderna, de la que apenas se habla y cuya presencia se va extendiendo de forma tan cruel como esos correos electrónicos a los que se nos pide que no respondamos porque "han sido generados automáticamente". Quizás debería hablar, porque está en la raíz del asunto, de los "automatismos", tantos y tan variados, que presiden las relaciones humanas y, sobre todo, las políticas. Piénsese, por un momento, en las declaraciones-carnaza partidarias de los fines de semana, cuando los segundos o terceros "espadas" del bipartidismo imperfecto repiten hasta la saciedad las mismas réplicas y contrarréplicas en un alarde de automatización que la robótica, a su lado, es casi casi un proceso poético. Como la insociabilidad, la timidez y la irascibilidad habitan en mí, no siempre con mi conformidad, he desarrollado una especie de alergia a las conversaciones telefónicas de las que me han rescatado los contestadores automáticos. Mientras que la irritabilidad me hace insoportable cualquier conversación teléfonica in praesentia, hablar con el contestador automático me relaja y a menudo suelo resultar hasta ingenioso e incluso chispeante. He descubierto que hablar in absentia incluso me motiva. Despierta mi escasa vena creativa.      Ahora bien, entre todos los contestadores automáticos que me ha sido dado conocer -y algunos "personalizados" (con cancioncillas, rimas, chistes horrorosos o un despliegues de puerilidad inmarcesible) son una invitación a colgar de forma expeditiva-; entre todos ellos, digo, hay uno con el que no puedo, ante el que fracaso espectacularmente: el servicio de petición de cita médica del Catsalut, y ello en cualquiera de los dos idiomas, catalán y castellano en que suelo intentarlo por si suena la flauta del concierto. La incomunicación con el sistema ilustraría a la perfección algún capítulo del famoso libro de Castilla del Pino. Lo único que me consuela es que la máquina tiene un rasgo de humanidad y reconoce paladinamente que "estamos teniendo problemas para identificarle". Solo ese reconocimiento me mueve a intentarlo una y otra vez. El problema básico es con el nombre, a la que le digo Juan Poz Fez, la máquina, con paradiña de penalti incluida entre nombre y apellido y apellidos, me suelta: "Ha dicho: Ivan Pernel Fiscales. ¿Es correcto? Diga sí o no". Uno dice que sí, claro está, ¿qué va a decir después de ocho intentos?, pero la máquina, con cortesía renacentista, devuelve: "Lo siento, no le he entendido. Diga sí o no". Ese es el momento en que uno, es decir, yo, en este caso el único, comienza a decir  ¡SÍ, SÍ, SÍ!, a voz en grito -como fielmente refleja la tipografía-, casi hasta caer en el sollozo que corona el rosario afirmativo. Después de 28 minutos de intentona -me niego siempre a llegar a la media hora exacta, por un más que sorprendente amor propio- el sistema se rinde (algo extraño estando yo totalmente a su merced y dispuesto a aceptar la cita que me dan para un ambulatorio en Arbúcies con una doctora impronunciable el miércoles que no he pedido a la hora que a la máquina le da la gana) y me dice que me va a pasar "con un gestor". En ese momento, purificado por la catarsis de la tragedia automática, agradezco la voz de la operadora con un entusiasmo que le sorprende a la interlocutora, quien duda si se las tiene que ver con un lunático, y después de expresar mi fe irredenta en la especie humana habladora, confirmo la cita. 
Es la excepción que confirma la regla.

4 comentarios:

  1. Genial como siempre. Un afectuoso saludo.

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  2. Se agradece que, con estos calores saharianos, alguien tenga el humor de leerme. Aquí un amigo, por supuesto.

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  3. Quiere sucederme a mí lo contrario..., casi. Me pone del hígado tener que hablar con máquinas, que es como hablar con "yo, mi, me, conmigo". Pero, al igual que te pasa a ti, tampoco me gusta el parloteo con las personas. Tu insociabilidad se torna en mí asociabilidad, rayando en la sociopatología no patológica, si es que eso es posible y está correctamente expresado. Hay algo en nosotros, de todas formas, que nos convertirá, con el tiempo, en simples máquinas, aparatos biológicos desprovistos de eso que dicen libre albedrío... Todo programado, todo regulado, todo sabido... La vida cuartelaria del futuro, Juan...

    Un abrazo

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  4. No, no, Javier, hablas con los otros en efigie levantada por la frialdad del contestador, casi siempre contestadora, automático. Nunca tengo la sensación de verme en el espejo cuando hablo distendidamente con el registrador automático.Me recuerda a los "grabadores" o "dictadores" (que tiene más tela...) más que escritores, como Néstor Luján o Eugenio D'Ors, entre otros.

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