domingo, 28 de diciembre de 2014

¿Es Navidad? ¡Dejadme solo!


 

        El grito de guerra del atildado cocinillas...

            

         El obligado emprendedor de las comidas o cenas navideñas que congregan a tantos comensales como tostones, halla un placer extraordinario en el momento en que, concluido el ágape ritual  e iniciada la plomiza sobremesa, se reviste con el mandil masón y, a contracorriente de la orden laica, en vez de implorar la ayuda del cofrade, se interna solo en la cocina y abraza el placentero deber de imponer el orden racional de la limpieza frente al desorden pantagruélico del exceso omnívoro.

       Ningún paisaje como el de después de esa batalla gastronómica lo anima más y le impele a la realización de su más íntimo deseo: devolver al cuarto de los fogones su respetabilidad y su accesibilidad. Sabe siempre que lo primero es liberar los dos senos del fregadero, para hacer sitio a las pilas de platos amontonados en los mármoles y en los que se van enfriando las grasas variadas de las gambas al brandy o el cordero con vinagre al perfume de romero. Lo segundo es colocar una nueva bolsa en el cubo de lo orgánico. Y lo tercero, vaciar el lavavajillas para hacer sitio a los nuevos inquilinos, una vez aclarados para evitar los típicos churretes grasientos del exceso de vajilla y las dificultades de accesibilidad de los chorros benefactores de las hélices de aspersión de la máquina. Se trata de placeres simples, pero intensos, que se han de saber valorar. Percibir cómo el detergente dinamita los círculos grasientos, cómo esparcimos con el estropajo el jabón por toda la superficie o cómo el agua caliente disuelve los restos de jabón en cada pieza a la que hemos aplicado el tratamiento manual de restauración de la *impolución no son fenómenos cuya degustación esté al alcance de todas las sensibilidades, e incluso me atrevería a decir que pasan desapercibidos para la mayoría de los hombres y de las mujeres que, por azares diversos, se ven en la obligación de tener que hacerlo alguna que otra vez. La limpieza tiene sus devotos, y hasta sus figuras literarias, como aquella madre de la Tristana galdosiana que lavaba los álbumes de fotos y el piano por dentro y por fuera... La técnica con que se colocan las piezas en el lavavajillas, para facilitar que los chorros de agua lleguen a todas, el alineamiento, en la bandeja superior, de la cubertería, de modo que quepan tantas piezas,e incluso la estratégica colocación de algunas piezas de difícil encaje, como la espumadera, el rodillo o el rallador no es algo que se aprenda de un día para otro, si bien es verdad que a los hombres, especialistas en cargar los coches para las vacaciones familiares, se les ha de reconocer un plus de formación. Saberse solo en el espacio, que lo fue, de la cuidadosa preparación de los platos, para que los sentidos halagados convencieran a los estómagos hambrientos de las bondades gustosas de las viandas cocinadas, es un triunfo de tal naturaleza que, además de granjearnos la admiración de todas las mujeres presentes y el desprecio de los varones, nuestra soledad es galardón que no necesita ningún refuerzo positivo para complacernos. Trajinar en el mejor sentido de la palabra entre la mesa, los mármoles, la fregadera, la placa de inducción y el lavavajillas, liberando espacios, reembolsando alimentos, confinando los restos en envases plásticos con los que abarrotar la nevera para seguir comiendo durante varios días tras los excesos lo mejor de la invitación, sin duda es un constante no parar en el que, los virtuosos de esto, nos concentramos con una seriedad que no admite ni interrupción ni intromisión. Incluso ir sacando lo que se necesite o recogiendo lo último que se ha usado: vasos, tazas, platos de postre, copas, cucharillas o el esplendoroso textil manchado aquí y allá con los recuerdos imborrables de las fiestas repetidas año tras año, es gratísima labor. Se dice y se repite, no obstante, cada año, para evitar babosos halagos: "Gracias por dejarme disfrutar un año más",  y ¡zas!, portazo que te crió para quedarte a solas con la delicadeza con que recoges las sobras y las ordenas, con que, despejado el mármol, extiendes la bayeta bien escurrida para ir dejando las copas de cava que lavas con la suavidad con que la lavadora trata las piezas de ropa de la delicada lencería.  No supone ningún aborrecimiento manipular los restos de tanta comida como sobra, y aun a veces puede darse el caso de que le metas el tenedor, a destiempo, a alguna sobra que contemplas con el deseo de quien la forjó y reconoce el semblante apetitoso con que te seduce, incluso sin el ropaje de la presentación.  De lejos te llegan los rumores de la conversación banal. Tú, mientras, como un drogadicto del orden, te inyectas en vena el placer indescriptible del restaurador: fregoteas con esfuerzo y pasión la madera de cortar, la placa vítrea donde has guisado, el horno rebelde, y, al final, entre los ¡ohes! admirativos de la familia, cruzarás el salón con el mocho para completar tu obra con la lejiada del suelo que evite la desagradable *pegajosería de la grasa y devuelva el perfume cítrico a la estancia. Antes, si se han escapado algunas sobras orgánicas por las tuberías de la fregadera, entra dentro de lo posible que acabes calentando la Olla Máxima (50 l) y, después de rellenar las tuberías con sosa cáustica, te regales con el espectáculo invisible y audible del regurgitar de las cañerías cuando las obligas a beberse los cien grados líquidos del agua que viertes en ella con sumo cuidado, porque más de una vez el reflujo ha acabado convirtiéndolas en géiseres llenos de tropiezos orgánicos. 

     Sí, hay placeres solitarios difíciles de describir.        

 

 

2 comentarios:

  1. ¡Coño, Juan, ni siquiera mi avezada pluma lo habría descrito mejor! ¡Lástima -o dicha- que el lavavajillas de este escribidor tenga dedos y uñas... hasta diez, la última vez que los conté! Solo así se puede estar en perfecta comunión con la vajilla... Y, a mayor abundamiento en el inmenso placer de estas reuniones ¿familiares?, decir que la suprema maravilla es cocinar para dos, tras lo cual, y la obligada degustación de los huevos con patatas, la sobremesa no es ya banal sino intensa.

    En fin, ¿qué decir que compense de tanta excitación? ¿Buen provecho?

    Un abrazo

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  2. Fregar a mano es una exquisitez. Cuando se hace para doce, se le dejan unas migajas a la máquina, para que no se oxide... ¡Y nunca he usado manicondones! A pelo, siempre... Un temerario, es lo que soy. Y un dilapidador en cremas hidratantes, claro. Cocinar para dos no es cocinar, sino crear...para creer que el amor prevalecerá. Que así sea.

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