domingo, 13 de diciembre de 2015

La fama y la privacidad


                          

Abordar o respetar a un personaje público en los espacios públicos.

           Como en muchos otros aspectos de la vida, fue de mi conjunta de quien aprendí, en este caso, que a una persona famosa que pasea por un espacio publico ha de respetársele el derecho a la privacidad. Fue con motivo de haberse cruzado ella, ¡nada menos que con Cortázar!, en pleno paseo de éste por el Barrio Gótico de Barcelona. "¿Y no se te ocurrió cruzar dos palabras con él, decirle lo que ha significado su obra para ti, para nosotros?" "Me pareció una intromisión deleznable: tenía derecho a pasear a sus anchas ("y largas", añadí) sin que los moscones ávidos de literatura se acercaran a él y le impidieran disfrutar del paseo". Establecido el criterio, que me parece admirable, lo he cumplido siempre al pie de la letra. Y viene esto a cuenta de haberme cruzado ayer con Julio Anguita por las calles del Ensanche barcelonés. Caminaba el prócer cordobés con su aire de visir malvado, su traje de pana al estilo de los judíos ultraortodoxos y esa ausencia de "cordialidad" espontánea, sustituida por el rictus contraído de quien tiene la alta misión de revelar a los pobres infelices mortales las altísimas verdades del barquero. Cuando lo divisé, a cosa de cinco metros, comenzó la lucha interior entre mi impulso "político" -acercarme a un político como quien está en el foro, se planta delante y dice: "hablemos"- y el aprendido imperativo ético de respetar su anonimato, su privacidad. Me pasó por la memoria su trayectoria política y, sobre todo, la infame "pinza" con el caudillito para darle el sorpasso por la izquierda -aún cree él, Lenin bendito lo acune, que es de ella- al PSOE, lo que, en aquel momento, etiqueté como la "conjura de los mediocres", algo que sigo defendiendo, porque Anguita entró en política como un iluminado, como un maestrillo que tiene su librillo, aunque ni siquiera como el rojo de Mao, y, por la última vez que lo vi en ese Sálvame DeLuxe de la política que es La Sexta, advierto que continúa con la misma prosopopeya programática, la misma convicción de que el eje de la realidad universal pasa por su persona y sus propuestas y que nadie, salvo él, sabe cómo establecer las condiciones para que accedamos al paraíso proletario en la Tierra. En lo que se tarda en recorrer los escasos cinco metros que nos separaban sufrí una aceleración cronológica que a punto estuvo de hacerme perder pie (mi sufrido trocánter...) y tener necesidad de apoyarme en la pared de la Farmacia que tenía al lado, por suerte para mí, en caso de vahído, está claro. Finalmente pudo más el recuerdo del sabio criterio de mi conjunta y lo vi pasar y alejarse con ese empaque de la falsa solemnidad que tan bien describió Monterroso, y seguí camino de mis quehaceres feministos: jefe de intendencia y de cocina, entre otros. 
          Como soy tan casero, ¡lo que hubiera dado por haber podido ser simplemente "amo de casa"!, algo para lo que, modestamente, creo reunir sólidas condiciones, han sido relativamente pocas las ocasiones en que me he cruzado con personajes de relevancia pública, lo cual me ha permitido cumplir con el criterio respetuoso con total facilidad. El caso más evidente ha sido el de Terenci Moix, de quien era vecino, con quien me cruzaba cada dos por tres y a quien jamás importuné, por supuesto, ni siquiera cuando, diagnosticado el enfisema pulmonar, paseaba él por la acera de mi manzana con la mochila del oxígeno y los tubitos en la nariz, y con un cigarro en la boca, diciéndose, me imagino, que a morir que son dos días, lo que no tardó en cumplirse, claro. Tentado estuve de decirle que tenía más valor que el Guerra, pero respeté su suicidio nicotínico con notable entereza. Los pasitos de procesión con que se desplazaba despertaban una enorme ternura en quien veía a simple vista el sufrimiento de la degeneración corporal. Y seguía entrando, incluso, en la pequeña tienda de antigüedades relativas del barrio, supongo que para adquirir postales y carteles cinematográficos de los años 40 y 50, por los que sentía pasión. 



       
        Fue noticia de relumbrón, en su día, el desplante agresivo de Fernando Fernán Gómez contra un moscardón que se empeñó en hacer valer no sé cuáles derechos de importunación que sacaron de quicio al genial cascarrabias, como puede verse en el vídeo. Cada cual es como es, y bien puede encontrarse un importunador con una reacción desaforada como la del gran actor y director. Pero no ha sido esa posibilidad, repito, la que me ha llevado a respetar la privacidad de quienes han de soportar un peaje de la fama excesivamente gravoso, sino la éxtima (y luego íntima) convicción del derecho a la privacidad que no pierden quienes por la razón que sea han accedido a la notoriedad publica.
       

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