viernes, 29 de enero de 2016

Entre la bendición y la maldición: los olvidos.


                                                   
Donde habite el olvido...

     ...si llegamos a verlo, hallaremos toda una vida nueva que nos estará esperando, intacta, inesperada, insólita y aun deseable. Cada vez que olvidamos se teletransporta a esa suerte de Babia que es el olvido aquello olvidado, algo tan real y existente que su pérdida nos provoca una desazón difícil de calmar. A veces, incluso nos golpeamos con el puño en la frente como Moisés golpeó con el cayado la roca para que brotara el agua donde calmara la sed el pueblo al que guiaba, pero es difícil que vuelva de aquella región tenebrosa en la que, desde fuera, no distinguimos nada, ni bulto ni luz ni esperanza. Con todo, el olvido no es singular, como tampoco lo es la realidad. Del mismo modo que hemos de hablar de realidades, hemos de hablar de olvidos, porque se olvida de muy diferente manera según se haga con el cuerpo o con la mente, según se trate de la vida cotidiana o de hechos desusados, según sea en uno u otro escenario. En la calle no se olvida lo mismo que en la consulta del dentista, en el metro ¡o en la cocina! El espacio nos condiciona, así como los hábitos. Es enojoso, sin duda, en términos generales, aunque, en ocasiones, no hay mayor alivio que el olvido para según qué acontecimientos turbadores. Hay olvidadizos contumaces y esporádicos, los hay patológicos y circunstanciales. Nunca se puede decir en este olvido no caeré..., porque antes de doblar la esquina ya te puede haber sucedido. Es importante mantener la compostura ante el olvido. Desesperarse lo acentúa más; tomárselo a chacota también. No siempre sabemos cuál es el comportamiento adecuado. Se peca por defecto y por el temido exceso. En cualquier caso, nada de armar un escándalo ni subirnos a la parra ni hundirnos en la miseria ni consultar a un tarotista. Lo mejor es la elegancia estoica bien representada. En la última película de Spielberg aparece un personaje, el espía ruso, cuya presencia de ánimo explica a la perfección a qué me refiero con guardar la compostura. Su lema (3ª acepción) es protoconvincente: ¿Serviría de algo? Recuerda, como se advierte, el espíritu imperturbable de Bartleby; Preferiría no hacerlo. Hay, por otro lado, una división clara en cuanto al eje cronológico se refiere: Hay olvidos inmediatos y a corto y medio plazo. Es sabido que a medida que la persona envejece se debilita la memoria inmediata y se potencia la de largo plazo, de modo que, a partir de los 80 apenas recordamos nada que no sea la niñez y a nuestros padres relativamente jóvenes, así como todas las perrerías perdonables que su inmadurez nos deparó. Todos tenemos una lista de olvidos y confusiones más propia del estrés que de la edad, y se va acortando notablemente el momento en que comenzamos a padecerlos. Que rellenemos la cafetera y, en vez de ponerla en la placa eléctrica, abramos la nevera y la depositemos en el estante de las lechugas no es algo que haya de asociarse a la edad, necesariamente. Por otro lado, no hay objeto más asociado al olvido que el paraguas, por ejemplo, ni más fresca memoria de él que cuatro gotas bien plantadas en el rostro nada más salir a la calle. Las llaves son otro objeto privilegiado del olvido. Y hoy en día hemos sumado a la larga lista los números de teléfono. Antes, quien más quien menos recordaba por lo menos cuatro o cinco. Hoy esa costumbre ha desaparecido de nuestro horizonte social. Por suerte, el sombrero no forma parte ya del atuendo común, y, a diferencia de los vaqueros, para quienes el olvido de él es poco menos que la pérdida de la propia dignidad, no hemos de estar pendientes de ellos. Olvidar las fechas concertadas con el médico -actualmente estoy en esta fase concreta de la galaxia del olvido-, aun a pesar de tenerlas claramente escritas en el calendario que tengo enfrente de donde escribo, es absolutamente vergonzoso. Si antes al requerimiento tradicional "¿te acordarás?" respondíamos con un puntito de indignación: "La duda ofende"; a cierta edad, o a cierto estrés, es conveniente afirmar a cuantos nos quieran oír que te has dado de baja del recuerdo y te has afiliado al olvido sempiterno y que, por ende, estás libre de cualquier compromiso al respecto: Que nada te sea encargado porque todo será olvidado: el día de una obra de teatro, una conferencia literaria, la exposición que no te querrías perder por nada del mundo, la invitación a comer en casa ajena, tender la ropa de la lavadora, sacar la comida del congelador, llamar al lampista para la calefacción que pierde agua, buscar un pulidor para el parquet o hasta hacer la cama, si se me apura. No niego que, al final, hasta se halla cierto placer en esa perseverancia en el olvido, se siente uno cómodísimo sabiendo que no ha de andar refrescando la memoria como si fuera una ballena varada. Se vive tan ricamente, sin compromisos ni obediencias que nos privan de libertad. Hay, con todo, un olvido que se lleva mal, he de reconocerlo: el de las palabras. No me refiero al de los nombres o los títulos, sean de novelas, de sinfonías, de películas, de óperas, etc., sino al de las palabras necesarias para acabar ciertas frases o poder expresar el pensamiento. Justo en mitad de una frase, se nos va el famoso santo al cielo y donde necesitamos un vocablo y solo ese se abre un foso que nos impide transitar hasta el final de nuestra exposición, con el consiguiente descrédito y la no menor infamia. ¿Y todo esto a cuento de qué venía...?


2 comentarios:

  1. A mí hay algo que me interesa más que el olvido -absolutamente inherente a la condición humana: olvido tantas cosas porque estoy pensando en otras...- y es la claridad mental. Que las ideas salgan fluidas, con suavidad, enlazándose unas con otras... Lo noto en las clases de bachillerato en que enhebro discursos sobre temas literarios y he de conectar continuamente las épocas, lot temas, los tópicos, las ideas... Que olvide el nombre de un autor o de una obra lo considero normal, siempre se puede salir del paso diciendo que no te acuerdas, pero le doy más importancia a esa trabazón mental que surge en la palabra fértil. Cada día que pasa me doy cuenta que es el último que estoy allí. Ayer fue el último veintinueve de enero que les doy clase. Estuvimos leyendo en tercero de ESO El artista del hambre de Franz Kafka. Fascinación total en la clase. Sé que no hay nada que justifique esta inmersión en Kafka a los catorce o quince años, pero me siento libre para hacerlo. Quiero hacerlo. Luego dibujaron al autor de Praga según lo imaginaban. Espero que los inspectores no vengan a investigar qué hago en mis clases. ¡Ah, todo esto ¿a qué venía?! Jajajajajaja.

    Ha sido un artículo muy divertido.

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    1. Tú has descubierto el poder aleccionador del juego en las clases; yo, por suerte para mí, descubrí desde muy joven que reírme de mí y de todo era mi disfraz favorito para ocultar esa angustia existencial que después sale con motivo de cualquier narración o en la estrofa menos pensada. Los olvidos son un tema cómico excelente, salvo que se padezca alzheimer, está claro, y, sobre ello, ando escribiendo una obra de teatro que no se deja, de momento, pero todo se andará... Gracias por tu generosidad habitual. Sé que no tengo blogs "populares", qué le vamos a hacer, pero no deja de sorprenderme que ni el más ligero de todos, como es este de mi observador cotidiano, Juan Pérez, tenga el más mínimo eco. Ahí estás tú para remediarlo, sin embargo. Te tengo en un altar, claro, como no podía ser menos...

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