sábado, 28 de agosto de 2021

Los vestigios y el vuelo de la imaginación: Tarragona romana.

Un recorrido por  Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco, la primera urbe magna romana fuera de Italia.

Está claro que la cercanía no es un incentivo para el turismo «de proximidad», y prueba de ello es el tiempo que ha pasado desde una lejana primera visita superficial a la Imperial Tarraco y esta de ahora, con uniforme de turista profesional que busca una visita guiada para oír de labios del «experto» los mil y un detalles que le pasan desapercibidos al turista ignaro y accidental.

Lo primero, viajar sin prisa, a 90 km/h, por el primer carril, aun habiendo de «sufrir» la incomprensión de algún camionero que, en vez de adelantarte, te hace luces para que espabiles, porque se les ocurre que igual es que te has dormido, hasta que salen del error y te adelantan con suma facilidad. Como la inteligencia del vehículo, llevando el regulador de velocidad activado, se acompasa a la del vehículo que te precede, se viaja con total relajación, prestando atención ya a la música, ya a la conversación inteligente de la copilota. Tarragona, además, está «a tiro de piedra» de Barcelona y no tiene ningún sentido pisar a fondo, y menos en estos tiempos de precios al alza en todas las fuentes de energía, particularmente la luz, bajo un gobierno socialcomunista, pero eso sería motivo de otra reflexión, no de una crónica turística.

El gran aparcamiento municipal a pie de muralla es una bendición para los sufridos usuarios del caballo privado, y, por su precio, bien merece la pena usarlo. Tiene, además, unos servicios muy limpios, a fuer de poco usados, imagino, donde practicar las necesidades básicas, antes de la maratoniana jornada que comienza a escasos metros de la entrada al recinto histórico. Antes de iniciar el recorrido, conviene comprar una botella de agua grande bien fresquita. Agosto en Tarragona es una réplica muy romana de lo que les cayó a los de Pompeya…

Ante una gran maqueta se nos explica lo que luego habremos de visualizar con la imaginación y gracias a los restos que nos indican la magnitud de la urbe y de los tres espacios centrales, de arriba abajo, el templo a Júpiter, la plaza porticada con las oficinas administrativas y un poco más abajo el circo, reducido, de unos 300 metros de largo, donde competían las cuadrigas para solaz de los espectadores. El guía nos ilustra sobre la grandeza de Roma y de Tarragona como una de las tres grandes urbes mediterráneas del Imperio, junto a Córdoba y Mérida, aunque con la preeminencia de haber sido la primera fundada fuera de Italia. En el resumido apunte histórico, se me queda el dato de la decadencia de la ciudad tras el desinterés musulmán por la ciudad, lo que convierte Tarragona durante casi trescientos años en una ciudad poco menos que fantasmal: esa imagen de una ciudad que, como pasó en 1348, hubiera sido abandonada por el temor a la peste bubónica, se me graba en la imaginación durante no poco rato en el que el guía sigue desgranando las «peculiaridades» de la ciudad, dejando clara en todo momento su adhesión al romanismo y haciendo un elogio de su relativa tolerancia frente a la rigidez de los monoteísmos que vendrán después. Parte decisiva de  la historia de la ciudad es el martirio, En el año 275, de los santos Fructuoso, Augurio y Eulogio, quemados vivos en el Anfiteatro, donde, más tarde, los cristianos erigirían una iglesia en honor de quienes en esa arena pagana fueron sometidos al tormento del fuego.

Quizás, por la novedad de su descubrimiento, hasta cierto punto «reciente», en términos históricos, el circo, que ocupa buena parte de la zona central de la actual ciudad antigua, constituye un vestigio que para los aficionados a Ben-Hur —por más que la película se aparte mucho de la verosimilitud de las auténticas carreras de cuadrigas de la época romana— no deja de ser una gozada tremenda. Recordemos, ya puestos, que los obeliscos que se situaban a ambos extremos del circo para indicar donde debían girar los carros se denominaban «meta», y de ahí nos viene a nosotros la denominación de la llegada de no pocas pruebas deportivas. La visita incluía un sugestivo recorrido por las galerías subterráneas por donde los espectadores accedían a las gradas, un largo pasillo abovedado lleno de pequeñas salas laterales donde se suponía que habría todo tipo de «servicios», desde la bebida y la comida hasta la prostitución y las apuestas.

Mientras que en Pompeya apenas entra en juego la imaginación, dada la perfecta conservación de tantos restos como dejó incólumes la gran erupción volcánica, en esta entretenidísima visita a la Tarraco romana, hemos de recurrir a su auxilio para, mediante la memoria cinematográfica, arqueológica y pictórica, hacernos una idea lo más aproximada posible a la realidad de aquellas construcciones en aquellos lejanos siglos. Del circo salimos directamente al Anfiteatro, muy «castigado» no solo por el paso del tiempo, sino también por la acción destructiva de la ingeniería civil para tender la línea de ferrocarril que no respetó nuestro patrimonio. No se trata de que echen abajo media ciudad antigua para descubrir los restos romanos, desde luego, pero, poco a poco, el guía ya nos indicó que el Ayuntamiento va comprando inmuebles deteriorados para demolerlos y excavar, a fin de «completar» cuanto se pueda del perímetro de un circo por el que ha galopado nuestra imaginación con ardoroso ímpetu.

El Anfiteatro, que ahí estamos ahora, atravesado por los restos de la iglesia que se erigió en medio, exige, si cabe, a pesar de la conservación del perímetro, más imaginación que las otras ruinas. Atravesado de pasarelas para facilitar la visita, se rompe mucho el posible encanto de los vestigios, y la visita bajo un sol de justicia rigurosa a la hora del aperitivo puede calificarse como de leve tortura.

El descanso gastronómico en el Palau del Baró fue, sobre todo, una recompensa para mí, porque los entrantes, carpaccio de bacalao, gambitas a la plancha de Deltebre y mejillones con salsa romesco, del mismo sitio, estaban deliciosos. El arroz, un rossejat al que solo le faltaba algo de su propio nombre, ese socarrimat que a mí tanto me gusta, ganó sabor a fuerza de reposo, de modo que, al servirnos por segunda vez, subió muchos enteros en la cotización gastronómica. El menjar blanc que descubrimos en Tortosa fue un decoroso punto final a la comida. Y, tras una búsqueda infructuosa de nuestro ejemplar de El País, ¡en una ciudad de más de cien mil habitantes!, buscamos refrigerio en una visita, también guiada, a la catedral, el único arzobispo «Primado» de España, junto con el de Toledo, aunque más antiguo que este. Lo primero que se ha de reconocer es la sólida formación de los guías, tanto el de la empresa Itínere como el que nos hizo la visita de la catedral, cuyas explicaciones tenían siempre ese deje escéptico de quienes se acercan a lo religioso como un vestigio histórico, más que como una creencia aún viva en la sociedad, ¡menos mal!, porque tengo para mí que la historia de las catedrales nos interesa más a los escépticos que a los creyentes, y discúlpeseme la leve maldad del comentario.

Volver a Barcelona con idéntico modo de conducción lenta fue un merecido descanso tras una jornada dedicada a esa dura profesión del turismo profesional que tanto te permite conocer teniéndolo tan cerca. De hecho, sigo pensando que aún nos quedan pendientes esas vacaciones en Barcelona mudándonos a un hotel para apuntarnos a todas las visitas que o por desidia o por acidia aún tenemos pendientes: desde las cloacas de la ciudad hasta los refugios antiaéreos, pasando por algunos museos, como el arqueológico, que aguarda «su» visita…

Y a modo de despedida, nos quedamos con el buen sabor de boca de un edificio modernista de Jujol que promete, acaso, el descubrimiento de una Tarragona modernista que ignoramos, aunque algún ejemplo señero vimos, hace milenios, en Reus... 



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