El deporte como escuela de valores y depósito sin fondo de placeres.
Mens sana in corpore sano Juvenal
Llevaba tiempo
rondándome la idea de hacer un «elogio del deporte» desde mi vivencia
biográfica del mismo, porque mi cuerpo y el deporte son uno desde la más remota
infancia, mucho antes de que me convirtiera casi en un profesional del mismo y
de que constituyera una rutina a la que he dedicado miles de horas con un
agradecimiento eterno a mi fuerza de voluntad para perseverar en esas distintas
practicas: fútbol, lanzamiento de peso, salto de trampolín, natación, waterpolo,
remo, tenis, atletismo… Ningún deporte me es ajeno, excepto aquellos en los que
la variante mecánica, como el motor, impiden que los resultados dependan, al
cien por cien, del esfuerzo físico: ¡qué diferencia hay entre el motociclismo y
el ciclismo, por ejemplo!, lo que no quiere decir, obviamente, que esos
deportes mecanizados no exijan del deportista un esfuerzo físico considerable.
Dos acontecimientos recientes, la
conquista del primer Grand Slam, por parte de Carlos Alzaraz, y el
fallecimiento de Jean-Luc Godard, apasionado de ese deporte elegante, tan
potente como artístico y tan cercano a la coreografía como a los malabarismos
circenses, han acabado por empujarme a la redacción de estas líneas. Y he
escogido el género de la loa, aunque en prosa, guiado por mi agradecimiento a
una práctica del cuerpo de la que, al margen de las lesiones, solo he recibido
plácemes profundos y aun entusiasmos de difícil descripción.
Me recuerdo, pasados los siete primeros
años de mi vida, corriendo siempre detrás de un balón, nadando, montando en
bicicleta y, en el colmo de los refinamientos, jugando al tenis, allá por los
doce. Conocí muy pronto, pues, las dos vertientes del deporte: la colectiva y
la individual, y ambas tienen sus poderosos atractivos y sus sombras, por
supuesto, aunque las dos prácticas en las que más h perseverado, la natación y
el atletismo de fondo, han sido individuales. Aún recuerdo el razonamiento
impecable que me ofreció mi hijo, con 7 u ocho años, cuando quiso cambiar el
fútbol por el hockey hierba: «porque toco más la bola». Hoy, a sus
treinta y pico, sigue jugando a ese deporte y es entrenador titulado, aunque
ahora no ejerza. A los nueve o diez años, los partidos del fútbol en el recreo,
con aquellos tanteos de balonmano y de escándalo, 18-10, 22-8…, en los que
metíamos un gol por minuto, siguen tan
frescos en mi memoria, sesenta años después, como si los hubiera acabado de
disputar ayer. No había orden ni estrategia, salvo la magia del clásico que
conocí mucho después: «a mí el pelotón, Sabino, que los arrollo»…, ¡pero
aquella euforia, aquella alegría divina, aquel éxtasis, aquel arrebato, aquella
solidaridad, aquella comunión humana en la victoria o en la derrota…!
Incomparable: la ebriedad pura del placer más intenso.
Cuando, en una de mis vidas plurales, fui
profesor de instituto, tanto mis alumnos como sus padres solían quedarse muy
impresionados al oírme, ¡al profesor de literatura!, recomendarles con
entusiasmo la práctica del deporte, con la mayor intensidad, y si podía ser
federado y participar en competiciones, mejor que mejor: La disciplina, la
responsabilidad, el compromiso, la moderación en el triunfo y la plena
aceptación del fracaso, el reconocimiento de las virtudes ajenas, siempre
merecedoras de tanto elogio como de sana envidia, el rigor constante de los
entrenamientos, la cortesía como forma de relación social, la poderosa ambición
de la autosuperación, el equilibrio entre el esfuerzo y el descanso, la
recompensa de la buena forma física… ¡si es que no había más que ventajas para
afrontar en mejores condiciones la durísima tarea del trabajo intelectual, que
a tantos vence por no estar acostumbrados a la dureza del ejercicio y al
vencimiento de las dificultades! Para que se vea mi bonhomía, jamás se me
ocurrió que, a edades tan tempranas, leyeran el Juan de Mairena, de
Machado, cuyo protagonista es, precisamente, un más que peculiar profesor de
educación física, algo a lo que, ya ejerciendo, le di alguna que otra vuelta,
aunque tuviera que pasar por hacer otra carrera, la del INEF…. De lo que estoy
convencido, no obstante, es de que solo aquellos que siguieran mis indicaciones
deportivas disfrutarían con fundamento del libro machadiano.
Los verdaderos deportistas somos poco
aficionados, paradójicamente, a la contemplación del deporte, porque nuestro
placer es practicarlo. Y menos aún, a la lectura de esa suerte de deturpación
absoluta del periodismo que es el mal llamado «periodismo deportivo», un
cultivo del sectarismo, la banalidad y la mitomanía, digo de mejores causas.
Con todo, a nadie le amarga el dulce de ver espectáculos de máximo interés, la
decimocuarta del Real Madrid, la Copa del Mundo de la selección nacional de
fútbol, los Tour de Induráin, las hazañas de imposibles adjetivos de Rafael
Nadal o la épica lucha de la selección nacional de baloncesto contra la
selección usamericana, entre tantos ejemplos de tantos deportes en los que
siempre ha destacado algún deportista español, aunque las nacionalidades, para
quien admira la superación de las marcas, poco o nada significan: ¡anda que no
voló durante años y años en mi memoria Bob Beamon en Méjico!, del mismo modo
que Cassius Clay bailó sobre el cuadrilátero su danza deletérea años y años…
Aunque me inicié en la pileta como
saltador de trampolín, dure sobre él lo poco que tardé en destacar como
nadador, para sorpresa de mis sucesivos entrenadores, lo que me llevó a la
Residencia Joaquín Blume de Madrid, porque, por traslado familiar, hube de
fichar por un club murciano. Desde los quince hasta los veinte años, con la
cabeza dentro del agua mañana y tarde, bien puede decirse que desarrollé un
autismo deportivo que me alejó tanto de la sociedad como me acercó a mis
propios pensamientos y emociones. Rumiador profesional es quien entrena para
competiciones tan «suaves» como los 1500 libres, los 400 estilos o los 200
mariposa a lo largo de los más de 10.000 quilómetros, que nadé en mi vida como
nadador, antes de escoger la vía de secano y otros deportes más sociables, como
el tenis, por ejemplo y, después, el atletismo de fondo, en el que aún
persevero, después de 26 maratones sobre las castigadas piernas. De aquella
época gloriosa de mi adolescencia solo un recuerdo se impone al resto, ¡y hubo
algunos que fueron verdaderos motivos de orgullo, como la internacionalidad o
varios subcampeonatos de España!, por la dimensión de la hazaña: haber nadado
en entrenamiento, en el Club Natación Bañolas, a las órdenes de quien fue mi
primer entrenador en el PMM de Madrid, Albert Stauffer, una serie única y cronometrada de 1500 estilo
mariposa, en un tiempo de 21 minutos 30 segundos, a las 7’00h, para tener toda
la tranquilidad ambiental del mundo. ¡Cuánto hubiera deseado, entonces, que
sonara en la radio el Imagine, de John Lennon, que salió por aquellas
fechas y oía, en los entrenamientos de tarde, casi cada día!
Supongo que un elogio del deporte en estos
tiempos mórbidos de la epidemia de sobrepeso que azota la sociedad enpantallada
y adicta a la comida basura, será una incorrección política de tomo y lomo,
pero nada más terrible que el futuro diseñado por aquella joya de la animación
que fue Wall-E, de Andrew Stanton. En todo caso, nada reprocho a nadie,
sobre todo si, como pasaba en mis años mozos, ciertos profesores de educación física
son incapaces de despertar el entusiasmo por los beneficios descritos antes en
sus alumnos. Cierto, cierto, la excusa de «la vida moderna» y la imposibilidad
de «jugar en la calle» han hecho mucho contra la práctica deportiva, pero, si
se quiere, se puede, que es un dicho tan viejo como lo es el placer inmenso que
se deriva de la práctica deportiva intensa y metódica.
Andando el tiempo, tras perder traumapsicológicamente
a mi sempiterna pareja de tenis, orienté mis pasos hacia la conquista del
Everest que fue conseguir acabar un maratón, algo que hice en 1995, recién
nacida mi hija, contando yo, para redondear la coincidencia con los 42 kilómetros,
42 años de edad. Se alinean frente a mí, como un feliz recordatorio, los 28
cuadernos en los que queda constancia de esta vida atlética mía, entreno tras
entreno y en donde también figura mi más precioso recuerdo, al margen de haber
acabado el primer maratón: la semana en que, tras haber llegado a los 100 km de
entrenamiento, corrí el medio maratón de Barcelona y conseguí hacer 1h 27m, un
proeza que nunca se correspondió con la
de bajar de las 3h en el maratón, porque justo el año en que intentaba asaltar
esa proeza, 2004, sufrimos el atentado terrorista del 11M en Madrid. La
angustia por los muertos y heridos, sumada a la ansiedad por saber que toda mi
familia madrileña estaba bien, me llevó a forzar el ritmo de las series, para
bajar de 4m el quilómetro, y bajé, sí, pero me lesioné con tan mala fortuna que hube de
perderme mi gran objetivo… Después ya llegó una severa afección hepática y se
quedó en el limbo de los justos tan exigente aspiración.
Las lesiones, sin embargo, y acumulo
experiencia por toneladas sobre ellas, porque mi morfotipo endomorfo es más
propio de velocistas, no de fondistas, los ectomorfos; las lesiones, digo, han
sido una escuela constante de conocimientos fisiológicos y médicos de primera
magnitud. Mi madre, recientemente fallecida, solía admirarse de que le hiciera
la competencia a su hijo doctor, y me daba tanto crédito que, a veces, me
consultaba a mí sus padecimientos por no molestar al doctor oficial… Explorar
el cuerpo, tener conciencia de todo él, sentirlo hasta la más mínima articulación
o hasta el músculo en apariencia más insignificante, a menudo en compañía de
los buenos fisios que he tenido siempre la fortuna de haber encontrado, sigue
siendo motivo de profunda satisfacción. Eso tiene el deporte, si profesado con
profunda vocación: hasta de las adversidades se extraen intensos placeres.
En las postrimerías del franquismo, el
deporte estaba anatematizado por los intelectuales de izquierda, que lo
englobaban en el capítulo del panem et circenses, en el de
la alienación de las masas, etc. —aunque llegada la democracia, Canal+ escogiera,
¡mira tú por dónde!, el fútbol y los toros como reclamo para la suscripción a
la primera televisión privada por cable—, de ahí mi marginalidad, yo diría que
incluso «sospechosa», entre mis supuestos pares. El deporte, sin embargo, te
fortalece también ante la marginación, porque te permite desarrollar una
confianza en ti mismo que nunca se acerca al narcisismo, y menos aún a la
misantropía; nunca he conocido a gente más humilde que a los deportistas,
sabedores, ¡siempre!, de que, por altas que sean sus hazañas, vendrán quienes
las dejarán chicas. ¡La cantidad de veces que he repetido y requeteaseverado
que nadie logrará emular jamás a Rafael Nadal! Y hoy, y vuelvo al comienzo que
me animó a escribir este elogio, Carlos Alcaraz me ha metido todas las
legítimas dudas en mi convicción… Aunque fuera con zapatillas no homologadas y espoleado
por liebres únicas, ¡cómo no quedarse pasmado ante la barrera de las 2h en el
maratón que destrozó Eliud Kipchoge con la pasmosa elegancia del esfuerzo
invisible!
Nunca me olvidaré de una anécdota
doméstica que viví en las carretas de los alrededores de Calpe cuando salí a
entrenar al mediodía en agosto y me crucé con un ciclista que, para animarme,
me gritó: «¡Viva el deporte!», y a quien yo, a un paso del golpe de calor, le
balbucí: «Pues yo voy muerto…» Poco después me senté en un bordillo y saqué del
bolsillo las monedas de emergencia que siempre llevo y me compré un agua helada
que me permitió regresar a casa…
¿Dónde estará el límite humano ante tan nuevas gestas? siempre me pregunto desde el asombro.
ResponderEliminarLo que hacemos es ralentizar el paso hacia esas metas imposibles... Los 6'19 de Duplantis en pértiga, dejan ya en el pasado remoto los 6'05 de Bubka, por ejemplo... Lo bueno del deporte es que no se acepta el concepto de "imposible"...
Eliminar¡¡Hooola!! mi querido súper erudito jaja te acabo de ver en casa de nuestro común amigo Francisco y me he acercado a saludarte después de tantos siglos sin leerte.
ResponderEliminarVerás, he leído así al biés esta ( un placer conocer a tu conjunta por tierras Ibicencas de tu mano...si se entera que la llamas así.. te corre a escobazos ; ) y otras entradas de abajo y me has dejado sorprendidísima porque resulta que te imaginaba de los que hay que despegar con un escoplo del sillón de lectura, enterrado entre montañas de libros y manuscritos y resulta que estás hecho todo un deportista y trotamundos jajaja sinceramente, nunca dejará de alucinarme este mundo y las películas que se monta mi imaginación jajaja de todas las Baleares , justo Ibiza es la única isla que no conozco, de las que conozco, me quedo con Menorca ...por cierto, otro día a ver si me paseo por tu otro blog de cine... Lo ves? no te queda arte que no domines ... seguro que además pintas y compones ; )
Un placer volver a leerte JUAN, de corazón!
Un besito
Hola María, ¡menudo honor que te descuelgues por estos afanes míos que me distraen de una novela en la que llevo trabajando 20 años y que parece el cuento de nunca acabar! Me alegra saber de ti y, por supuesto, me encanta "sorprenderte"... Ser ratón de biblioteca, como vez, no está reñido con el cultivo del cuerpo ni los viajes, aunque la mayor parte de mis horas, a juzgar por cuanto escribo, pertenecen a mi mesa de trabajo, de la que soy un apéndice con autonomía... ¡Si hasta saco algún tiempo para desbarrar en gorjeolandia contra el (des)gobierno compinche de los secesionistas! Bueno, pues ya sabes por donde me disemino..., donde siempre se te recibe con alegría. Un beso.
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