sábado, 20 de mayo de 2023

Insomnia…

 


Breve extracto de un *noctario

 

         Primera experiencia nefasta con media pastilla de Orfidal. Al margen de una urticaria galopante que me tiene hiperactivo como un perro sarnoso, y cuyo origen ignoro si está en la patata con judías, en la loncha de jamón de york o en el regaliz de la infusión digestiva, lo cierto es que he tenido una experiencia perturbadora a medio camino entre el sueño de la vigilia y la duermevela. Daba vueltas, luchando, como siempre, contra el exceso de ropa con que se abriga mi Conjunta, cuando ha comenzado una suerte de rueda infernal de órdenes que me impelían, como si fuera obediente devoto en una secta, a adoptar tal o cual postura, a ponerme o quitarme la sábana, a acercarme al borde de la cama, a girar hacia el centro de la misma… Una instancia indeterminable, pero todopoderosa, me forzaba a concentrarme, como si me ordenaran contener la respiración, en una inmovilidad de la que tomaba nota, el tiempo que duraba, aunque yo me afanaba en desbaratarla como una necesidad rebelde de afirmarme en la resistencia a tales órdenes. Lo fundamental ha sido la incomodidad y la humillación por las órdenes recibidas, por la insistencia de las tales y por la amarga sensación de haber entrado en un psiquiátrico y estar recibiendo órdenes contradictorias que unas veces me llevaban a abrigarme, otras a desabrigarme; unas a mantenerme quieto, hasta rígido, otras a girarme hacia el borde exterior de la cama, al tiempo que me veía en la necesidad de contraer los músculos como una rebelión contra la fugaz inmovilidad que me ponía de un humor de perros. He salido de esa lucha como de las mil vueltas que doy siempre antes de ceder al insomnio y levantarme, pero nunca antes había experimentado la angustia de sanatorio mental de esta primera noche de medio Orfidal. Vuelvo a la cama a las cinco y media y solo entonces, no sin dificultad, comienzo a conciliar el sueño. Despierto a las ocho y no puedo ni abrir los ojos. Después, aún muy dormido, he de echarme en el sofá, donde continúo dormido hasta las diez, profundamente.

         Parece que se ha convertido en un patrón. Me acuesto, leo, me entra la modorrilla el sueño, apago y, a partir de ese momento, inicio la tortura de la resistencia, los picores y la rebelión contra el efecto del Orfidal, en el supuesto de que lo suyo hubiera de ser tumbarme por K.O. No sé si se debe a la media ración que tomo, pero lo cierto es que no hay manera humana de conciliar el sueño desde que me giro para mi lado, si no hay alegría púbica, e inicio el temido ritual de las vueltas para aquí y para allá, el aliviarse del peso de la colcha, del de la propia sábana, sobre todo si es la azul «zamorana», que yo le digo, por su densidad de zamarra de pastor, y el quedarme en pelotas hasta que la brisilla nocturna me acobarda y vuelvo a refugiarme bajo la sábana. Cuando, pasada la hora, me doy por certificado lo infructuoso de la conciliación, me levanto, voy al salón y comienzo a leer o, como ahora, a escribir para dejar constancia de este patrón que algo tiene de nave infernal de los locos en la que soy el obediente marinero al que no le queda otra que conformarse con su condición. En fin, me veo forzado a tomar la decisión de ingerir, mañana, una píldora completa, para observar la reacción. Lo que más me llama la atención de esta crisis y de la reacción a las pastillas es que parece acentuarse el temido síndrome de las piernas inquietas, que he padecido toda mi vida, y al que solo muy recientemente los médicos le han puesto un nombre con el que dignificar un padecimiento que puede parecer de risa a quien no lo sufra, pero que nos hace la vida imposible a sus sufridos pacientes. A ver mañana qué tal. Sigo con la lectura de las Ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, un título que no escogido adrede para estas extrañas e insomnes noches de mayo…

         Ahora sí que la cosa se complica. He pasado de media a una pastilla y aquí estoy… en este tétrico *noctario de la imposibilidad de conciliar el sueño, con el que parece que me he enemistado para siempre. Estoy cansado. He corrido, aunque con dolores, diez quilómetros. Hoy, a diferencia de ayer y de anteayer, quizás por el entrenamiento, no tengo los síntomas desagradables del síndrome de las piernas quietas, que tanto contribuyen a generarme un desasosiego general que, con toda razón, impide el sueño y lo que se le ponga por delante. El «momento» tiene su atractivo, no lo niego.  Ningún hijo en casa y un benefactor silencio que solo rompe el maullido de alguna gatirriña en la colonia gatuna que habita en el patio interior de la manzana, lleno de tejados de comercios y de terrazas protegidas contra sus incursiones; todo ello es el mundo ideal para librarse al trabajo gratificante de la lectura o de la ficción, aunque ambos los sustituyo, en este momento,  con la torpe crónica de una ruptura del ciclo circadiano cuyos efectos ignoro qué dimensión orgánica pueden tener, aunque, a juzgar por cómo la vida me ha enseñado recientemente, mucho me temo que lo acabe somatizando en forma de lesión en cuanto salga de la del cuádriceps. Para mal de males, he cenado fruta, queso y yogur, y se me ha revuelto todo en el estómago. Estoy por hacerme una infusión digestiva Finocarbo, de sabor dulcísimo, al que le añado un poco de regaliz en rama para subirle el dulzor y el buen sabor. Me la juego… Lo suyo, lo del ritual es volver a Rousseau y esperar que poco a poco acabe haciendo algún leve efecto el Orfidal y pueda volver a la comodidad del colchón, porque en este sofá antianatómico tengo más que serias dificultades para descansar en una postura que no me dejé en tensión no pocas partes del cuerpo. Es precioso, como pueden imaginarse; pero, al menos para mi cuerpo maltrecho, una compra equivocada. Son decisiones que no tomamos a la ligera, pero a veces no pensamos en un uso prolongado ¡y a deshoras! Vuelvo a Rousseau. De él volví a la cama, creyendo interpretar adecuadamente los signos del amodorramiento, y, ¡sorpresa, sorpresa!, de nuevo estoy aquí, tras haber consumido no poca paciencia, grandes dosis de contorsiones corporales y una creciente convicción de haber tomado una decisión errónea. En fin, de nuevo a por el ginebrino…, pero han caído la infusión digestiva y los últimos tres dátiles que guardaba en un recipiente hermético en la nevera: ¡He hecho espacio!, una de mis debilidades caseras…

2 comentarios:

  1. Sin duda es el lenguaje y el arte de domarlo los que pueden convertir una experiencia tan desasosegante como la que nos cuentas en un texto jugoso y placentero para el que lo lee. Esta es la alquimia del verbo que transforma el azufre y el mercurio en una nueva dimensión gozosa. Bravo. Personalmente, tengo problemas con el sueño, pero desde hace veinte años me tomo antes de dormir un cuarto de ETUMINA que es mucho menos agresiva que el ORFIDAL, y funciona, no sé si por efecto placebo o por qué, pero incluso me tomo antes de dormir un café bien cargado para leer media hora tranquilamente el libro de que se trate. En cuanto al síndrome de las piernas quietas o inquietas, cuando me ha pasado, me he duchado con agua fría, cuanto más fría mejor, y generalmente me he aliviado considerablemente. Un buen chorro de agua sobre el cuerpo, la cabeza, la espalda -la columna- y sobre las piernas y es mano de santo. Aunque cada uno es un mundo.

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    1. A mí ese chorro me deja seco de un infarto... Soy más del estilo infeccioso, de 40º para arriba... ¡Jo, lo del café cargado lo hago yo y estoy en vela una quincena! Investigaré lo de la Etumina, a ver qué saco en claro. Gracias.

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