domingo, 30 de abril de 2023

El tenis.

 



Entre el deporte, la meditación y el arte. 

         Sí, a su manera, yo también soy hijo de la pérgola y el tenis, curiosamente en superficie dura, de abrasado, y algo cuarteado…, cemento sobre el que crecían las ampollas, como las de la palma de la mano untada con ajo en las tardes alternativas de frontón. Hijo de cuando a las raquetas de madera había de aplicárseles el protector-corrector con palometas que impedía que se combasen; también de cuando el fair play valía mucho más que la victoria y el «buena» o «fuera» del contrario eran casi ley divina indiscutible. El tenis era inglés. Yo jugaba en Murcia, junto al Mar Menor, hoy en peligro de extinción, enfrente de una Manga en la que no se alzaba ni una edificación y era juego de niños atravesar de uno a otro mar, del Mayor al Menor y viceversa, en esporádicas y largas tardes de asueto y vigilancia familiar. El tenis era juego de señoritos y de militares. Y llamaba extraordinariamente la atención el principal requisito que exigía su práctica: el silencio. No creo haber sido un niño particularmente follonero, pero ver jugar a «los mayores» con ese amor al ritual, con una seriedad respetuosa y amable, parecía infundírsete en cuanto apretabas el mango de la raqueta con la euforia de poder pelotear cuando dejaban las pistas libres y los mocosos nos hacíamos dueños de ellas, soñando con reveses imposibles, voleas majestuosas y passing shots inverosímiles.

         Sin tradición deportiva propia, viví el tiempo en que un humilde recogepelotas simpático, espabilado y con la muñeca más prodigiosa que se haya visto nunca, Manuel Santana, siempre «Manolo», empezó a ganarse la simpatía del país casi con las mismas armas con las que otro Manuel, este Benítez, pero siempre «Manuel», se había ganado la de los aficionados a otro arte, el de la música callada del toreo, que revolucionó de la noche a la mañana. Tomó la alternativa triunfante el «beatle» de los toros, en 1963. Ese mismo años Manolo Santana se hace inmortal al ganar  Ronald Garros, primer español que lo consiguió. Entre el arte de ambos no parece haber relación, pero,  para el aficionado al tenis y al toreo, el «temple», imprescindible en uno y otro, es el mismo. La distancia, respecto de la bola o el morlaco, también es la misma. El don de la oportunidad y el desvelo por adivinar las intenciones del rival o del bicho son los mismos. Si el torero pisa el albero con mimos de geisha o desplantes de atleta, el tenista patina por la tierra batida como si la fuerza de una motora imaginaria halara de él hacia la red para recoger una dejada y devolverla a la esquina inalcanzable… No, no hay mucha distancia entre ambas aficiones, entre ambas artes.

         El tenis tiene una dimensión fantasmagórica que lo asemeja, hasta cierto punto imaginario, al wuxia de las artes marciales chinas, porque la coreografía que en tantas películas se apodera del espacio, en el tenis se celebra a flor de tierra, con idas, venidas, saltos e incluso genuflexiones o patinazos a los que se ha de ser muy insensible para no responder con el asombro y la explosión jubilar del punto ganado, gánelo quien lo gane, porque los verdaderos aficionados al tenis son muy distintos de los de otros deportes, en los que parece que el único lema posible sea «triunfa o avergüénzate»; en el tenis el amo y señor es el «punto» y se celebran con idéntico entusiasmo si lo gana el jugador al que se sigue o su adversario. Claro que hay partidismos y rivalidades y competencia y todas esas circunstancias propias de todos los deportes; pero el tenis no admite el fanatismo, y cuando aparece un brote de él, el resto de los espectadores lo reprueba hasta que se abochorne el «intruso».

         Se ha de haber sido jugador con pareja estable durante años para saber de qué estamos hablando cuando hablamos de «jugar al tenis», que viene a ser, lo he dicho en parte, practicar la liturgia de una religión atlética inigualable. La pareja de tenis es tan definitiva en la vida de uno como la amorosa, y perderla es un drama igual o superior al divorcio. Quienes lo han vivido lo saben. Yo, como corredor, soy un superviviente maltrecho a aquella pérdida, pero al menos no puedo flagelarme con el azote de haber sido quien tomara la iniciativa para tan desastrosa separación. Incluso a pesar de mi iniciación muy temprana en el tenis, cuando aparecí por Madrid con 12 años y estaba pendiente de una prueba para los infantiles del Real  Madrid de fútbol —era yo un nueve fornido y buen rematador de cabeza…—, se cruzó la natación en mi camino y le dediqué, a tiempo total, la siguiente década de mi vida… Son extraños, los caminos deportivos de los humanos, ciertamente.

         El tenis ha ocupado siempre, desde aquella retransmisión de madrugada de la primera y mítica final de la Copa Davis en Australia, en aquellos tiempos en que jugaban Roy Emerson y John Newcombe, dos monstruos que no eclipsaban, sin embargo, al gran campeón del tenis de todos los tiempos: Rod Laver, el «zurdo de oro», quien, pasado al profesionalismo, no pudo jugar contra España aquella final [otro zurdo de oro, este español, Rafael Nadal, habría de continuar las gestas de aquel otro…]; ha ocupado, digo, un lugar preferente en mi condición de espectador amante de casi todos los deportes. Los británicos, inventores de tantos deportes, acertaron en este de lleno, porque la única revolución, en aras de las necesidades de la vida moderna, tan estresante, ha sido rebajar los torneos, menos los del Grand Slam, a tres sets, en vez de a cinco, que es lo tradicional del juego. Contemplar un partido de tenis es sumergirte en una ceremonia ritual en la que vas a tomar partido por la belleza, el riesgo, la fantasía y, por qué no, la fuerza y la decisión. La gama de golpes es finita, pero la pasión y la belleza infinitas. La emoción es de tal naturaleza, que un partido de tenis no se resuelve hasta que se juega la última bola, no hay espacio para el cálculo ni para la especulación: superar al adversario es la única opción, y, para ello, nunca hay tal cosa como «la última bola inapelable», sino, en todo caso, y es frecuente que sea así «la última esperanza a la que agarrarse para continuar». ¿Qué otro deporte puede dar más?

         Después de Manolo Santana ha sido larga la nómina de fantásticos jugadores que han ido renovando la pasión de los aficionados, y ahí está, aún en activo, el inmortal Rafael Nadal, leyenda viva de este deporte, por todo, por sus logros, por su deportividad y por ser un ejemplo de los mejores valores que atesora la práctica deportiva. [Mis antiguos alumnos, cuando me encuentro con alguno de ellos casualmente, no dejan de repetirme lo que les chocaba que, como profesor de Literatura, les recomendara efusivamente que practicaran deporte cada día y si era de competición, mejor. Y me recuerdan, al acabar la clases, enfundándome la ropa deportiva, echarme la mochila a la espalda y volverme (18 kilómetros de por medio) corriendo a casa…]. Ahora, aún Nadal en activo, digo, emerge un fenómeno como Carlos Alcaraz, llamado a todo y capaz de él y de más, dadas sus condiciones.

         ¡Qué felicidad contemplativa, en las postrimerías de mi vida, poder disfrutar de su tenis, un deporte tan caro a mi corazón (y mis piernas…)!

 

2 comentarios:

  1. ¡Cómo te comprendo! y ¡cómo me ha gustado esta entrada tuya JUAN! salvo por lo de comparar al tenis con el toreo, que no digo yo que no exista esa aproximación en la coreografía mental de los movimientos e intenciones, en el fondo y los motivos sin embargo, dudo que exista la más mínima semejanza. Entiendo que la identidad de Manolos y la época que compartieron te llevara a ello, pero entre un chiflado, por más maestro de la tauromaquia que fuera y un Sr., en el más amplio sentido de la palabra, siempre existirá a favor de Santana un match point ; ) Toda esa caballerosidad, porque es un punto más que la deportividad -aunque en fememnino no exista la expresión, para cabreo de las ultra feministas- esa elegancia y ese saber estar cuando toca, es cierto que solo existe en el tenis y... ¡¡¡ en el pádel !!! porque aunque el pédel sea su hermano bastardo, sigue conservando incluso te diría que aun más todas estas cualidades al multiplicar por 2 los participantes en pista del ritual y además, al poder ayudarte de las paredes para jugar uedes dilatar muchísimo más tu vida como juagador. Yo descubrí el pádel, no hace demasiado, unos 5 años y desde entonces siempre recomendo que todo aquel que pueda lo ponga en su vida porque es un deporte que al cntrario que uchos solo te da satisfacciones, además de tener una cualidad que en mi caso ha sido casi terapéutica, como tienes que estar leyendo constantemente la trayectoria de la pelota en un espacio mucho más equeño que una pista de tenis y a muchísimas más velocidad porque las paredes la incrementan y diversifican las posibilidades de trayectoria, no puedes pensar en nada más que en la bola. El mundo se para, los problemas no existen, todo absolutamente todo desaparece cuando tu cerebro se concentra en leer la bola y darle instrucciones a tu cuerpo para que se coloque en la postura adecuada para recibirla. Esta tontería en mi caso, que tengo una palomitera por cabeza, produciendo más pensamientos por segundo que el goteo de un incesante grifo, hace que el decanso celestial se me instale dentro y tras jugar un partido parezca que he estado un mes de vacaciones en las Bahamas mentalmente, aunque de cuerpo llegue exhausta. En fin, que yo empecé jugando al tenis, pero cuando probé el pádel me enamoré absolutamente. Aunque debo confesar que fui un poco como tú, antes jugué al baloncesto y entre unos y otros corrí , creo sinceramente que el deporte nos hace mejores por dentro y por fuera.

    Un placer leerte, como siempre, a veces lo hago, pero no me encuentro segura para decirte nada a la altura que tú mereces, por eso me quedo calladita y solo te espío jajaja pero eres muy grande JUAN, a la altura de Santana, como mínimo ; )

    Muchos besos, gracias por este ratito y feliz día del no trabajo ; )

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    1. Muchas gracias, María, me ha encantado tu comentario y, sobre todo, tu afición a la práctica deportiva, que tanto "equilibra" a cualquiera que se someta a sus dulces tormentos. Dos sobrinas mías han sido campeonas de España de Padel y ahora, que viven en Australia, lo han introducido allí, y les va muy bien. Mi hijo siempre me está encima para que lo pruebe; pero, con las rodillas delicadas que tengo, temo que un mal giro, un movimiento demasiado brusco o un querer llegar donde no se puede, me dejen en el dique seco. A lo mejor vuelvo al tenis con mi hija, que le da más suave..., pero lo mío, hoy por hoy, sigue siendo intentar correr el maratón del próximo año... ¡Qué bien que te haya sorprendido la comparación entre el tenis y el toreo! También me sorprendió a mí mismo cuando estaba escribiéndola... Y ahora, a posteriori, ha de unírsele el silencio marmóreo de los tendidos cuando el torero achica espacios y deja los inverosímiles para que entren 600 quilos de peso armados de dos defensas asesinas... Es lo que tiene lanzarse a escribir, y tú lo sabes. Un beso y feliz descanso del día del trabajo, claro.

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