domingo, 15 de octubre de 2023

¿La realidad? ¿La verdad?

 


El pensamiento y la ficción.

 

                        El tópico nos dice que la realidad supera a la ficción, en efecto; pero para dar por bueno ese aserto, ha de tenerse una idea muy precisa, contundente e irrefutable de qué sea eso a lo que llamamos con tanto aplomo «realidad». Los hechos cotidianos, desde el humilde de desayunar un poco de avena con plátano y frutos rojos —que son buenos para la próstata— hasta la salvajada de los asesinados por el grupo terrorista hamás en Israel, levantan un mapa de referencias al que solemos llamar «realidad», y parece que cuanto más material sea lo que sucede, que estén involucradas vísceras, excrementos, cuerpos profanados, edificios bombardeados y víctimas de toda suerte y condición, culpables e inocentes, más nos parece que estemos hincados hasta el corvejón en la «realidad». Da igual que de todo ese conglomerado de hechos, a nosotros no nos llegue ni siquiera el sonido de las sirenas ni el jadeo de quienes corren a un refugio o esperan en la habitación del pánico una muerte segura, porque le vamos a dar el estatus de «realidad», lo sea o no lo sea. Y ello va a condicionar no solo nuestras reacciones o nuestras emociones, sino también posicionamientos políticos o sociales que nos van a definir así que pronunciemos esta o aquella condena, escojamos a unas o a otras víctimas, consideremos terroristas, o no, a estos o a aquellos grupos o ejércitos. Realidad parece ser, como quería Humpty Dumpty, aquello que, desde mi poder unipersonal, yo decido que es o no es real; del mismo modo que decido de qué parte está la razón, qué es lo relevante y qué lo prescindible, qué ha de ser aceptado a pies juntillas y qué rechazado a las tinieblas exteriores.

               Poco a poco, pues, se va configurando la «realidad» como una suerte de solipsismo del sujeto, encantado de su poder y de su capacidad de expresarlo para que nadie se llame a engaño y para, en función de la capacidad de ataque y demolición, imponerlo como verdad indiscutible. Esa «realidad», por lo general, suele estar enunciada con unos conceptos que en modo alguno son inequívocos, sino sujetos a reflexión y debate, de modo que el uso de la razón permita establecer un consenso universal para aceptarlos o rechazarlos. 

              Lo que sucede, sin embargo, se recibe con tal grado de adhesión a «lo que ocurre», que nos parece inverosímil que alguien pueda entender lo ocurrido desde otro enfoque, desde otra perspectiva, y que descubra en ello un significado que nosotros ni siquiera hemos imaginado que tales hechos pudieran tener. Ahí es cuando la «realidad» se cuartea y comenzamos a sostener que la única «verdadera» es la nuestra, lo que nos lleva a organizar, con todos los medios de persuasión a nuestro alcance, la defensa numantina de nuestra interpretación. Aparece entonces la absurda multiplicación de la «verdad» y su proliferación casi partenogenética.Y la lucha entre «verdades» se cruza con los diferentes conceptos de «realidad» que las sostienen, de donde emerge una división radical imposible de salvar para unificar un concepto universalmente aceptado de «realidad». Y de ahí lo de «nos movemos en realidades diferentes»… y expresiones que vienen a marcar la incompatibilidad absoluta de concepciones de «lo real», lo cual, paradójicamente, nos va acercando a una peligrosa ficción: la de que ni la realidad ni la verdad existen, sino como percepciones exclusivas de cada sujeto, aislado, en consecuencia, en una monada de mónadas desde la que es literalmente imposible no ya solo el contacto con las demás, sino la mera posibilidad de «compartir» un único concepto de «realidad» y de «verdad».

          Ya Epícteto aligeraba de responsabilidad a los «hechos», al defender que es la interpretación de estos lo que nos altera, no su mera existencia. Los tiempos, ¡vaya por dónde…!, han acabado dándole la razón. Y la experiencia nos dice que ante cualesquiera hechos supuestamente «reales» siempre vamos a levantar, los humanos, una red de interpretaciones que acabarán desdibujándolos de tal manera que lo único legítimo sea dudar de si tales hechos en verdad han sucedido o son meramente una ficción que hemos tomado por «realidad», siempre en función de nuestros intereses particulares en el asunto.

          A mí me parece que lo de que la realidad supera a la ficción es una manera de decir que la primera acaba convirtiéndose en la paridora de la segunda, y de que no hay dos realidades iguales, como no hay dos verdades que puedan vivir sin echarse la una a la otra la exclusividad a la cabeza. Parece que va en los genes de la especie esta deriva individualizadora, a pesar del esfuerzo inhumano de tantos gobiernos totalitarios para convertirnos en grupos convenientemente amaestrados para no mostrar fisuras frente a la demagogia de la propaganda encargada de velar por los inequívocos conceptos de realidad y de verdad que nos permitan seguir contribuyendo, mediante nuestra sumisión al enriquecimiento y la tranquilidad de la casta dirigente.

          Pensar por uno mismo y descubrir que la realidad es una, como una es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, es el único acto revolucionario a nuestro alcance. ¡Y espero no haber salido de la ficción de Juan Poz…!

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