La jubilación, el tiempo, y la *ansiedumbre…
La percepción del tiempo nada tiene que
ver con la vida. Actuar es un proceso independiente de su duración, y lo que
experimentamos en su decurso suele medirse en sensaciones, emociones, resultados,
desengaños, adversidades, malentendidos y una variada gama de supuestos
existenciales que no rozan ni de lejos la contabilidad de ese fondo temporal
donde nos recortamos como las siluetas del teatro de sombras contra un fondo
luminoso.
La expresión popular «¡no tengo tiempo
para nada!», muy corriente entre personas con un acúmulo de responsabilidades
que excede la capacidad de una vida para abarcarlas y hacerles frente con el
relativo éxito que caracteriza a las empresas humanas, expresa un absurdo que
todo el mundo entiende sin ulteriores explicaciones que nadie pide, dando por
descontado que todos sabemos lo que significa.
Es creencia social extendida que la
jubilación es un estado social en que, tras una vida de no tener tiempo para nada,
este va a derramarse como los frutos de una cornucopia, de tal manera que,
independientemente de que nuestra vida jubilar atestigüe lo contrario,
dispondremos de un «excedente», queramos o no, en el que más de dos y de tres
se creerán con «derecho» a organizarte parte de tu vida.
Ello ha llevado, además de las políticas
gubernamentales, a que ciertos hijos se empeñen en explotar a sus padres en el
cuidado de sus nietos, porque entienden que les hacen un favor para «distraerlos»
de ese calmo mar del aburrimiento que tantos creen que es la jubilación. No
entro en la función auxiliar de las pensiones como complemento del sustento de
los hijos emancipados o por emancipar, porque esto no trata de lastimosos
problemas sociales, sino de una reflexión contra la extendida convicción de que
la jubilación es aquel estado en el que una persona no sabe qué hacer «con todo
el tiempo del mundo» del que supuestamente dispone.
La realidad es
que, al margen del tiempo que exige el deterioro físico para ser paliado con mejor
o peor fortuna, un jubilado, en una gran ciudad y con un nivel de formación universitario,
bien puede decir que la carencia de tiempo es un serio factor estresante. Si en
edad laboral no se tenía tiempo para nada; en la jubilación se descubre la
existencia concreta del tiempo para constatar, lastimosamente, no ya que no disponemos
de él para hacer cuanto queremos hacer, sino de que desaparece de nuestro
horizonte a una velocidad que la de la luz es cosa de borricos tercos plantados
en mitad del camino…
La juventud ignora el
tiempo; la vejez contempla a diario su fugacidad, por más que no se empeñe en
modo alguno ni en detenerlo ni en contabilizarlo ni en despreciarlo: lo ve
pasar, pero con cierto escándalo, porque el deterioro físico y mental, aunque
neguemos su importancia en nuestras vidas, es resultado directo de ese pasar
por nosotros, por más que pasemos nosotros nuestra vida alejados de él y
di-vertidos, atareados en las mil cosas que nos llevan a negar incluso su
existencia.
Por un jubilado al que se le cae el tiempo
y la vida encima, una vez que ha dejado de estar «en activo», seremos millones
los que, incluso con cierta ansiedad, y desde la felicidad de pertenecer a las «clases
pasivas», reconocemos que «¡no tenemos tiempo para nada!». Padezco, voy a
considerarlo desde una perspectiva individual, un estrés por hiperactividad que
se suma al viejo vicio del insomnio, que me ha hecho muy leído, algo creativo y
(¡no todo podían ser ventajas!) algo que más que huraño, pero por el egoísmo
pueril de pretender hacer aquello que proclamaba el único artículo de la carta
foral que, según Ganivet, sería el ideal jurídico de los españoles: «una carta
foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y
contundente: ‘Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana’».
No
es mucho pedir, parece, después de una vida de trabajo, sacrificio y abundantísimo
placer de muy diversos orígenes y naturalezas, porque a medida que el periodo
de jubilación va contrayéndose, el peso de las limitaciones que imponen los
compromisos de todo tipo, sobre todo los familiares, convierten la vida de un
jubilado en una hipérbole de la impaciencia. Si a enemigo que huye, puente de plata;
a tiempo que huye…, ¿qué? Nada más llegar a casa, después de la despedida de
los compañeros, me quité el reló de la muñeca y no he vuelto a necesitarlo.
Jamás pregunto la hora, y siempre me sorprende que sea, por lo general, más
tarde de lo que imagino que debería ser. Es la consecuencia de no dar abasto;
de quedarse siempre con el trabajo en el tintero, la lupa junto al diccionario,
la lectura a medias y las películas a punto de acabar, porque ¡siempre! es más
tarde de lo que uno imagina que es.
Si algo desaparece de la vida de un jubilado,
puedo dar ardiente fe de ello, es la pereza, la pigricia o la acedia (o acidia)
—según en qué contexto haya de aparecer…—, porque es lo que tiene el no tener
tiempo para nada: uno siempre anda en danza sin dar un paso acompasado, y mil
en todas las direcciones de la rosa de los vientos del quehacer individual y
colectivo. No se trata tanto de «trabajos» propiamente dichos, sino de tareas,
afanes, dedicaciones, impulsos o deseos que nos arrastran con un poder
performativo que ya hubiéramos querido tener en los años mozos, cuando sí que uno
de los placeres máximos era abandonarse a la pereza con absoluta delectación de
potentados. En las edades quinta, sexta y séptima que catalogó San Isidoro de Sevilla
en sus amenas Etimologías, no hay desperdicio temporal posible, porque vivimos
devorados por la pasión del quehacer, del obrar…
Nuestra sociedad desprecia a los viejos,
por más que el paternalismo del poder se llene la boca de «nuestros mayores» y
de «memoria histórica» de colmillo retorcido. Supongo que padecemos el mal
general de nuestro tiempo: el intento constante de convertirnos en un «colectivo»
en el que difuminarnos, anularnos, someternos y exigirnos ya el voto ya la
ayuda a quienes, con su desorden político gubernativo impiden el acceso a la
vivienda y a la formación de una familia que nos tome el relevo; al fin y al
cabo ¿no se considera ya que los jubilados son unos «privilegiados»? Por todo
ello, cuanto cada uno de nosotros hayamos de hacer conviene que lo hagamos a
título individual, de modo que no nos aplaste la etiqueta de hormigón con que
el poder, cualquier poder, nos cataloga al modo de las lápidas, y aunque sepan
todos los mentecatos con poder que van a seguir nuestros pasos les guste o no…
Si los expresidentes, al decir del verboso Felipe González, son jarrones
chinos, ¡imaginemos qué no pensarán de los anónimos jubilados de quienes todo
lo que se espera, al decir de la banquera Lagarde, es que la palmemos cuanto
antes para aliviar las cuentas del Estado!
Me extraña que haya tenido tanta paciencia
como para llegar hasta aquí, porque había dejado a medias la crítica de dos
películas clásicas y la extracción de citas de dos novelas superlativas de
Balzac, pero se me ha hecho tarde y tengo que dejarlo todo, porque es la hora
de la cena… Lo dicho: ¡No tenemos tiempo para nada!
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