miércoles, 4 de septiembre de 2024

Fuertev(i)entura, el descubrimiento; Lanzarote, el descanso.

Reivindicación del turista en estos tiempos de estigma e impostura.

          Confieso que me ha costado lo mío planificar las minivacaciones a que las responsabilidades de todo un año me hacían acreedor, no tanto por la ausencia de destinos cuanto por el rechazo que la figura del «turista» suscita entre cierto pensamiento mágico-siniestro que cree poder prescindir alegremente de una bendición económica que supone casi el 13% del PIB de nuestro país, dotado como pocos, por sus bellezas naturales, monumentos históricos, gastronomía y tradiciones populares seculares a atraer visitantes. Con esa prevención en mente, y tras dos semanas de intensa dedicación familiar, mi Conjunta y yo decidimos escoger algo que pudiéramos descubrir y algo que, ya conocido, nos permitiera la vida muelle del descanso merecido.

          Nos repartimos, así pues, entre Fuertev(i)entura y Lanzarote. Cualquiera que haya viajado por Fuertev(i)entura entenderá el paréntesis que hace honor a una característica climática, el viento, que nos acompañó incansablemente a lo largo de los cuatro días que estuvimos en la isla acaso menos turística de todas las del archipiélago, pero que, para nosotros, fue todo un descubrimiento, fundamentalmente por nuestra inveterada afición a las playas salvajes en las que no siempre la contemplación estética va acompañada de la satisfacción sensual del baño reparador. Instalados en el norte, en El Cotillo, un pequeño pueblo en plena expansión turística, pero aún tranquilo y con mayoritaria población nativa, no tardamos ni siquiera medio día de aclimatación para iniciar recorridos que nos llevaran a ver los atractivos de la isla, como el famoso volcán apagado Calderón Hondo, hasta cuyo cráter llegamos tras una excursión en la que nos vimos literalmente «asediados» por ardillas cuya presencia, dada la ausencia de arbolado en muchísimos quilómetros a la redonda, nos intrigó lo suyo. Como todo tiene una explicación, somos los odiados turistas, al parecer, los que alimentamos a esa especie invasora cuyos primeros ejemplares llegaron en 1965 que han crecido hasta el millón actual, en toda la isla, pues las volvimos a ver en la otra punta de la larga isla, Morro Jable, quizás la parte más turística, aunque con playas extraordinarias y quilométricas capaces de albergar cien veces más el número de turistas actuales. 



Nuestra base de operaciones norteña tenía suficientes alicientes, como el impresionante Parque Natural de las Dunas de Corralejo donde nuestro amigo Eolo nos impidió el baño, pero nos permitió la caza fotográfica. Ahí tampoco, a pesar de algunos edificios turísticos lamentables, sentimos que, como turistas, fuéramos mal recibidos, algo que no ocurrió en ningún momento en los ocho días que estuvimos en las islas. 



Nada que ver con otros espacios menos amplios y masificados como la Costa Brava catalana, con calas como la de Aigua Blava, con control de acceso, al estilo de lo que ocurre en ciertas calas de las Baleares, de Palma e Ibiza. En Fuertev(i)entura es raro sentirse en un destino masificado, excepción hecha de la parte sur, de Morro Jable, adonde se llega tras un largo viaje por carreteras de toda condición y paisajes bien hermosos. En el paseo marítimo de Morro Jable fue donde descubrimos que Willy Brandt fue de los primeros mandatarios europeos en descubrir la isla, todavía en tiempos de Franco, y hay fotos de la Guardia Civil del dictador rindiendo honores al Todopoderoso líder de la socialdemocracia alemana y europea, el padrino de Felipe González, a cuyo partido, el PSOE, ayudó económicamente, del mismo modo que proyectó internacionalmente la figura del joven líder sevillano. Brandt convivió con los pescadores e hizo excursiones turísticas a lomos de asnos por tortuosos caminos de tierra. Y siempre fue fiel a los encantos de esta isla que, geológicamente, fue la primera en emerger de este archipiélago con el que se asocia el mito platónico de la Atlántida.



          Cada isla es distinta, y en Fuertev(i)entura conviven dos paisajes de opuesta tonalidad: el oscuro de las piedras volcánicas, como las costas próximas a El Cotillo, el paraíso, por cierto, de los turistas en caravana que se extienden por todas esas costas salvajes de piedras, como las muy hermosas que rodean el Faro de Tostón, y el blanquecino amarillento de las dunas que, en según qué lugares, cruzan las carreteras sin llegar a impedir el tránsito, aunque, en tiempos de vendaval, bien pudiera ser que ocurriera. Los pueblos de la isla que fuimos conociendo, con edificios que usualmente no sobrepasan las dos alturas, se extienden hermosos y limpios como manchas blancas sobre el terreno, si vistos desde la lejanía, y en sus desérticos centros de población destaca una idéntica estructura en los templos y el poco movimiento de personas, y daba igual la hora. Si en algún espacio se tiene sensación de relajación y ausencia absoluta de estrés, es en localidades como La Oliva, Antigua, Tindaya, Casillas del Ángel o Pájara. Corralejo, con su puerto, donde tomamos el Ferry para pasar a Lanzarote ya tiene más estructura de pueblo costero al uso de España, pero, aun así, es incomparable con localidades similares de la península como la masificada Mazarrón en la hermosa costa de Águilas, otro de esos descubrimientos, el parque natural de Cabo Cope y Puntas del Calnegre, que justifican el turismo por nuestro país en justo reconocimiento a sus bellezas.

          Cuatro días dan mucho de sí, pero con ellos no se agota una isla cuya costa occidental, excepto El Cotillo, hubimos de dejar para otra ocasión que, si la salud no lo impide, figura ya entre los proyectos a medio plazo; máxime si, tras las excursiones del día, descontamos las horas de retiro que nos gusta dedicar al descanso, la lectura, la cena frugal de fruta y yogur en la habitación del hotel (muy acogedor el que escogimos al azar, Hotel Coral Beach, con un trato exquisito y unas instalaciones renovadas y cómodas) y, si se tercia, alguna película de Filmin en el móvil…





          A Lanzarote fuimos como jubilados usamericanos a Miami: sol, playa, descanso y confort. Por primera vez en cincuenta y un años de viajes, tras haberlos hecho de todo tipo; camping con tienda canadiense; remolque, pensiones, hostales, hoteles y apartamentos, quise darle una alegría a mi Conjunta y escogí, para la calma chicha de la playa a la que no faltamos un solo día de los cuatro que en él estuvimos, un hotel de cinco estrellas, con una parte de la instalación reservada solo para adultos, es decir, sin familias con niños ni mascotas…, con su piscina privada y dos tanques de jacuzzi… El «club» selecto incluía un té espléndido, con tres bandejas de «nutrientes», desde lo saldo hasta lo dulce, y, después,  barra libre de bebidas. Como siempre nos pasa, solo un día usamos el servicio de té, y ninguno el de las bebidas, pero la tranquilidad de una habitación con salita y una terraza donde leer con absoluto silencio nos pareció impagable. En el fondo, se trataba de un lujo a imitación del de la jet, pero a la altura de la clase media que, alguna vez, hace el esfuerzo para llegar adonde usualmente ni se le ocurre ir. Por cierto, en esos días coincidimos en el hotel y, después, en un restaurante, con un inconfundible ministro canario de Rajoy. La Playa Dorada, aun siendo de las pocas «blancas» de los alrededores, y de tener numerosos bañistas, permitía estar de forma holgada, y, a mí, refugiarme junto a unas rocas que proyectaban su sombra para poder seguir la entretenida lectura del libro sobre los lugares comunes de Léon Bloy, aun escociéndome que representara, indirectamente, en esos días, a la figura del burgués a quien desprecia, insulta y de quien abomina a lo largo de todo el libro, si bien he de decir que el violento escritor se refiere más a la mentalidad burguesa filistea, de la que, ¡por suerte!, creo andar lejos.

          La necesidad de descanso, la pereza que promueve el confort y nuestra excelente predisposición hacia el dolce far niente ilustrado no impidieron que hiciéramos una breve excursión a pie hasta los acantilados de la Playa Papagayo, ubicada en el  Parque Natural de los Ajaches. Podríamos haber ido uno de los días, pero la comodidad del paseo de quince minutos del hotel hasta Playa Dorada      nos convenció de ahorrarnos una buena caminata cuyo retorno, dado que, por precaución, no solemos estar más de una hora en la playa, hubiera sido, bajo el sol justiciero que tuvimos los cuatro días, un auténtico calvario. La belleza de esas playas vírgenes es, per se, motivo suficiente para acercarse a ellas, y hay quienes las califican como las playas más bellas de España, que ya es decir, con las playas que tenemos la suerte de disfrutar en nuestro privilegiado litoral.

                               

          Salí con la prevención del turista molesto que contribuye a la degradación del territorio, pero desde el mismísimo primer día que aterrizamos en Fuertev(i)entura supe que mi generosidad en el gasto contribuía poderosamente al desarrollo y mejora del nivel de vida de las personas que viven en él. Y eso siempre me ha parecido que un turista responsable ha de hacerlo: ser generoso en el gasto. Para tan pocos días como uno está conociendo realidades distintas de la propia, no se puede ni se debe escatimar. Lo segundo que ha de hacer el turista consciente es respetar los entornos y no contribuir ni a su suciedad ni a su degradación, y tratar de dejar la menor huella posible de su paso, excepción hecha de las fotografías que tan hermosos lugares como estas dos islas invitan a coleccionar abundantemente.

          Dejamos a otros el turismo de aventura. La nuestra ha sido ver con ojos vírgenes espacios también vírgenes y poco frecuentados, sin perder de vista la civilización de la urbanidad y el respeto. Amigos tenemos que han estado viniendo a las islas año tras años y han pasado por todas las del archipiélago, y no me extraña.

 

 Finalmente, una curiosidad estética: un detalle de la primera estación del Vía Crucis pintado sobre piedra volcánica:


y una imagen de adonde nuestro amor a la lectura siempre nos lleva: