sábado, 30 de noviembre de 2024

El óbito, el lapso, el silencio, el temblor y el sollozo…

 

Entre Hipnos y Tánatos, una travesía angustiosa: un apunte del natural…

 

          Que yo recuerde, habré soñado mil veces estar en riesgo de muerte inexorable, situación frente a la que, como un resorte, abría los ojos y salía con decisión y energía de sueño tan amenazador para mi integridad física. Ni caída ni inmersión ni choque frontal ni herida de arma de fuego o blanca ni inevitable aplastamiento por avalancha o hundimiento de un edificio, ladera montañosa o árbol enfermo han consumado nunca su amenaza letal.

          Ayer, con la santa inocencia de los insomnes, atravesé el pasillo de casa, a tientas, como siempre, para esquivar el zapatero que sobresale, y en un repente completamente inesperado, caí de bruces cuan corto soy sin que ni siquiera notara el golpe contra el suelo. Imaginaba que habría causado algún estrépito y que pronto alguien de la familia acudiría en mi socorro. Pero yo no estaba simplemente caído, sino muerto. Desaparecido. Ni sé cuánto tiempo tardó en desaparecer mi conciencia de la realidad. Supe distinguir el momento de otros similares: alguna lipotimia y, sobre todo, el placer inenarrable de la desaparición de la vida mediante la anestesia general para cualquier intervención quirúrgica, uno de esos momentos privilegiados en que la desconexión de lo real es absoluta. No, ni era una lipotimia ni estaba anestesiado: estaba muerto. Y mi último acto consciente fue  pensar que, en mi nueva condición, iba a comprobar si, estando muerto, era capaz de oír la reacción de los vivos ante mi óbito. ¡Tremendo, el lapso tan fugaz en que se disolvió el atrevimiento post mortem! Tuvo la doble condición de lo eterno y lo inexistente. Y sí sé que me vi tendido, muerto, camino del rigor mortis, e instalado en un silencio de un espesor tan grueso que recordaba la desesperación de los enajenados gritando sin que nadie los oiga en una habitación insonorizado, abrazados a ellos mismos. Hablar de la inmovilidad de mi cuerpo yacente es un ejercicio eufemístico. Pretendía oír las señales cálidas de la vida y nada identificable con ellas me llegaba, nada percibía. Imagino que aún no habría desaparecido de mí la temperatura que nos hace humanos, pero yo literalmente «no estaba»… Tuve dos reacciones que no olvidaré nunca: una, moví los dedos de la mano que agarraban el embozo y, solo después de otro lapso menos terrible, enjugué las lágrimas que habían comenzado a rebosar el compungido lagrimal merced a mis contenidos sollozos. ¿Por qué a oscuras me percibí pálido y fantasmal? Con gesto de Lázaro que se deshace del sudario, retiré la sábana, la manta y la colcha y me senté como un personaje de Hopper en el borde de la cama. Tardé unos momentos en levantarme y pasar al cuarto de baño contiguo para orinar y confirmar que corrían por mi interior los más elementales fluidos vitales… Volví al lecho, aún sollozando, y no podía conciliar el sueño ni a mí conmigo mismo: disociado, seguía contemplándome caído en el pasillo, sin oír que nadie ni me auxiliara ni lamentara mi torpe óbito, porque desde dentro de la muerte fue el silencio absoluto, que imaginé como el cero absoluto de la temperatura, esos menos doscientos y pico grados… lo que me convenció de haber traspasado la frontera última de la realidad para dejar de ser. Ni hubo túneles, ni puertas, ni luces, ni revelaciones ni cánticos ni beatitudes de ninguna clase: NADA, y era aterrador única y exclusivamente porque «volví» a la vida…

          Lo único distinto que hice en la vigilia de aquella noche tenebrosa fue vacunarme contra la gripe…

sábado, 23 de noviembre de 2024

Alma embarrada, cántaro roto…


 La barrobasada impía del clima; la incuria administrativa; la vida mutilada… y la esperanza, como siempre, a lomos de la solidaridad… 

          Hay noticias que te sobrecogen apenas las has oído. En estos tiempos en que la inmediatez nos permite contemplar incluso los fenómenos en el mismo momento en que se producen, nada puede paliar el horror que nos ha producido la contemplación de la devastación producida en los alrededores de Valencia, provocada por una vieja conocida del Levante español: la «gota fría». [¡Qué frivolidad, hablar de «gota», para lo que ha caído y el daño humano y material que ha producido!]

 Desde el mismo día en que las aguas bajaron de nivel y quedó al descubierto el cenagoso limo espeso que lo cubrió todo, tengo una congoja embarrada que se ha apoderado de mí y que no me suelta, por más que los ejemplos de solidaridad vecinal  hayan contribuido a paliar ese retorcimiento doloroso de la fatalidad climática y la falta de previsión humana. Sí, tengo el alma embarrada, y su humedad y suciedad no me la quito ni con agua ni con lejía ni con la esperanza de que, al secarse, pueda desescombrarla con un enérgico e indignado movimiento del cuerpo. 

 Llevo ya semanas encenagado, mirando a las paredes impolutas de mi casa y viendo en ellas las señales de hasta dónde llegó el torrente desatado que lo anegó todo a su paso. Me muevo por mi domicilio, donde todo funciona como un reloj: la luz, el agua, el gas… y contemplo mi biblioteca sobrecogido por la visión de una lengua de agua y cieno que la sepulta y destroza irremisible e inapelablemente… ¡Con lo que yo he temido al fuego siempre, frente a tanto papel, y ahora descubro una variante infernal de la destrucción sin llama que me aterra, que me convierte poco menos que en un lector de terracota como los de la famosa tumba china del emperador  Qin Shihuang di!

Todas las historias terribles drenan el lagrimal por igual. Y todos los cadáveres arrastrados por el torrente con alma de rabión me han dejado en compunción inconsolable. He sido nadador y siempre le he temido al mar y a los ríos. Y puede haber habido noticia feliz de quien se haya salvado de las aguas como redivivo Moisés; pero ¡qué poco puede hacerse, se nade con la habilidad que se nade, contra la furia desatada de las aguas apocalípticas! Los relatos de las personas asidas a personas que, de repente, han dejado de sentir en sus manos las manos de quienes a ellos se agarraban, para ni siquiera ver cómo los arrastraba la muerte empapada y violenta, ¡cómo hallarán consuelo, cómo podrán volverse a mirar las manos sin sentir el dolor de la pérdida como un mutilado siente su miembro ausente…! Para los espectadores lejanos, geográficamente, de la tragedia —cercanos desde el dolor incomportable—,  la destrucción de las cosas ha ofrecido motivos de espanto insufrible: la empalizada de coches al final de una calle; los sótanos anegados o, al cabo de unos días, los apilamientos de enseres domésticos que representan vidas, no cosas: los sofás donde se ha vivido, dormido y amado; los juguetes de hijos o nietos; ¡los álbumes de fotos!; las alfombras donde se ha retozado; los frigoríficos que nos han aliviado durante el estío tan ardiente como inclemente…; los armarios desfondados con el escogido yo del vestuario hecho jirones de barro abrasivo…; todo aquello de lo que hemos dicho que era nuestro y a lo que, como vio Unamuno, esas personas le han pertenecido, se apila frente a cada edificio como el cadáver atropellado de las existencias que a ese todo vivían estrechamente unidas. Desde la sólida verdad que late en el fondo de cada tópico, ¿qué palabras puede haber, al margen de las de la escueta enumeración, para dar cuenta de la tragedia que hay tras cada uno de esos enseres ahora apilados como escombros de una vida? La visión desgarradora del llanto de personas muy mayores que repiten, vueltas hacia el abismo de la incredulidad y el espanto, ¡que lo han perdido TODO!, me hace casi imposible mantener la vista serena y seca para contemplar tantísimo sufrimiento… ¡Nosotros!, que perdemos o nos roban un móvil y nos parece que se nos caiga el mundo encima…

Contemplar el interior devastado de tantísimas viviendas donde el barro impetuoso ha impuesto, en una «pascua» literal, la desolación y el silencio espeso del cieno deja al espectador lejano en un silencio pavoroso, incrédulo ante tanta destrucción, y severamente dañado por la inmediata solidaridad que lo lleva a ponerse en el lugar del otro, esa nada absoluta en la que los más severos damnificados han amanecido como si hubieran caído en un estado de profundísimo estupor que los protegiera frente a la devastación sin límites que los rodea. Y en ese paisaje apocalíptico vagan, como perros abandonados cruelmente a muchos quilómetros del que fuera su hogar, quienes buscan a sus familiares desaparecidos, de quienes no saben nada y temen lo peor, escrito en la desencajada articulación de sus nombres, repetidos a diestro y siniestro, a cualquiera, para que alguien pueda darles razón…; porque «la razón», ¡esa!, están en un tris de perderla por la ausencia de nuevas que los tranquilicen, consuelen o sumerjan en el dolor definitivo de la pérdida confirmada.

¡Lo que me está costando pergeñar estos apuntes lancinantes…! Pero quiero acabarlos, me cueste la angustia que me cueste, porque deseo transmitir a los damnificados que alguna vez puedan llegar a leerlos, que algunos compatriotas suyos hemos sentido como propia su inmensa y apabullante desgracia, y quiero pedirles disculpas por haber roto con palabras que pueden pecar de pretenciosas el silencio religioso del dolor por la pérdida, el silencio lleno de compasión y sufrimiento con que muchos hemos contemplado sucesos que nunca deberían de haber ocurrido de la forma como ocurrieron, por la incuria de quienes ni quiero mencionar en esta muestra de solidaridad para no mezclar otros cienos perversos con el natural de esos barrancos mortales que los han sumido en la desolación.