La barrobasada impía del clima; la incuria administrativa; la vida mutilada… y la esperanza, como siempre, a lomos de la solidaridad…
Hay noticias que te sobrecogen apenas las has oído. En estos
tiempos en que la inmediatez nos permite contemplar incluso los fenómenos en el
mismo momento en que se producen, nada puede paliar el horror que nos ha
producido la contemplación de la devastación producida en los alrededores de Valencia,
provocada por una vieja conocida del Levante español: la «gota fría». [¡Qué frivolidad,
hablar de «gota», para lo que ha caído y el daño humano y material que ha
producido!]
Desde el mismo día en que las aguas bajaron de nivel y quedó al descubierto el cenagoso limo espeso que lo cubrió todo, tengo una congoja embarrada que se ha apoderado de mí y que no me suelta, por más que los ejemplos de solidaridad vecinal hayan contribuido a paliar ese retorcimiento doloroso de la fatalidad climática y la falta de previsión humana. Sí, tengo el alma embarrada, y su humedad y suciedad no me la quito ni con agua ni con lejía ni con la esperanza de que, al secarse, pueda desescombrarla con un enérgico e indignado movimiento del cuerpo.
Llevo ya semanas encenagado, mirando a las
paredes impolutas de mi casa y viendo en ellas las señales de hasta dónde llegó
el torrente desatado que lo anegó todo a su paso. Me muevo por mi domicilio,
donde todo funciona como un reloj: la luz, el agua, el gas… y contemplo mi
biblioteca sobrecogido por la visión de una lengua de agua y cieno que la
sepulta y destroza irremisible e inapelablemente… ¡Con lo que yo he temido al
fuego siempre, frente a tanto papel, y ahora descubro una variante infernal de
la destrucción sin llama que me aterra, que me convierte poco menos que en un
lector de terracota como los de la famosa tumba china del emperador Qin Shihuang di!
Todas las historias terribles drenan el
lagrimal por igual. Y todos los cadáveres arrastrados por el torrente con alma
de rabión me han dejado en compunción inconsolable. He sido nadador y siempre
le he temido al mar y a los ríos. Y puede haber habido noticia feliz de quien
se haya salvado de las aguas como redivivo Moisés; pero ¡qué poco puede
hacerse, se nade con la habilidad que se nade, contra la furia desatada de las
aguas apocalípticas! Los relatos de las personas asidas a personas que, de
repente, han dejado de sentir en sus manos las manos de quienes a ellos se
agarraban, para ni siquiera ver cómo los arrastraba la muerte empapada y
violenta, ¡cómo hallarán consuelo, cómo podrán volverse a mirar las manos sin
sentir el dolor de la pérdida como un mutilado siente su miembro ausente…! Para
los espectadores lejanos, geográficamente, de la tragedia —cercanos desde el
dolor incomportable—, la destrucción de
las cosas ha ofrecido motivos de espanto insufrible: la empalizada de coches al
final de una calle; los sótanos anegados o, al cabo de unos días, los
apilamientos de enseres domésticos que representan vidas, no cosas: los sofás
donde se ha vivido, dormido y amado; los juguetes de hijos o nietos; ¡los
álbumes de fotos!; las alfombras donde se ha retozado; los frigoríficos que nos
han aliviado durante el estío tan ardiente como inclemente…; los armarios
desfondados con el escogido yo del vestuario hecho jirones de barro abrasivo…;
todo aquello de lo que hemos dicho que era nuestro y a lo que, como vio
Unamuno, esas personas le han pertenecido, se apila frente a cada edificio como
el cadáver atropellado de las existencias que a ese todo vivían estrechamente
unidas. Desde la sólida verdad que late en el fondo de cada tópico, ¿qué
palabras puede haber, al margen de las de la escueta enumeración, para dar
cuenta de la tragedia que hay tras cada uno de esos enseres ahora apilados como
escombros de una vida? La visión desgarradora del llanto de personas muy
mayores que repiten, vueltas hacia el abismo de la incredulidad y el espanto,
¡que lo han perdido TODO!, me hace casi imposible mantener la vista serena y
seca para contemplar tantísimo sufrimiento… ¡Nosotros!, que perdemos o nos
roban un móvil y nos parece que se nos caiga el mundo encima…
Contemplar el interior devastado de tantísimas
viviendas donde el barro impetuoso ha impuesto, en una «pascua» literal, la
desolación y el silencio espeso del cieno deja al espectador lejano en un
silencio pavoroso, incrédulo ante tanta destrucción, y severamente dañado por
la inmediata solidaridad que lo lleva a ponerse en el lugar del otro, esa nada
absoluta en la que los más severos damnificados han amanecido como si hubieran
caído en un estado de profundísimo estupor que los protegiera frente a la
devastación sin límites que los rodea. Y en ese paisaje apocalíptico vagan,
como perros abandonados cruelmente a muchos quilómetros del que fuera su hogar,
quienes buscan a sus familiares desaparecidos, de quienes no saben nada y temen
lo peor, escrito en la desencajada articulación de sus nombres, repetidos a
diestro y siniestro, a cualquiera, para que alguien pueda darles razón…; porque
«la razón», ¡esa!, están en un tris de perderla por la ausencia de nuevas que
los tranquilicen, consuelen o sumerjan en el dolor definitivo de la pérdida
confirmada.
¡Lo que me está costando pergeñar estos
apuntes lancinantes…! Pero quiero acabarlos, me cueste la angustia que me
cueste, porque deseo transmitir a los damnificados que alguna vez puedan llegar
a leerlos, que algunos compatriotas suyos hemos sentido como propia su inmensa
y apabullante desgracia, y quiero pedirles disculpas por haber roto con palabras
que pueden pecar de pretenciosas el silencio religioso del dolor por la pérdida,
el silencio lleno de compasión y sufrimiento con que muchos hemos contemplado
sucesos que nunca deberían de haber ocurrido de la forma como ocurrieron, por
la incuria de quienes ni quiero mencionar en esta muestra de solidaridad para
no mezclar otros cienos perversos con el natural de esos barrancos mortales que
los han sumido en la desolación.