Entre Hipnos y Tánatos, una travesía angustiosa: un apunte del natural…
Que yo
recuerde, habré soñado mil veces estar en riesgo de muerte inexorable, situación
frente a la que, como un resorte, abría los ojos y salía con decisión y energía
de sueño tan amenazador para mi integridad física. Ni caída ni inmersión ni
choque frontal ni herida de arma de fuego o blanca ni inevitable aplastamiento
por avalancha o hundimiento de un edificio, ladera montañosa o árbol enfermo han consumado nunca su amenaza
letal.
Ayer, con la
santa inocencia de los insomnes, atravesé el pasillo de casa, a tientas, como
siempre, para esquivar el zapatero que sobresale, y en un repente completamente
inesperado, caí de bruces cuan corto soy sin que ni siquiera notara el golpe
contra el suelo. Imaginaba que habría causado algún estrépito y que pronto
alguien de la familia acudiría en mi socorro. Pero yo no estaba simplemente caído,
sino muerto. Desaparecido. Ni sé cuánto tiempo tardó en desaparecer mi
conciencia de la realidad. Supe distinguir el momento de otros similares: alguna
lipotimia y, sobre todo, el placer inenarrable de la desaparición de la vida
mediante la anestesia general para cualquier intervención quirúrgica, uno de
esos momentos privilegiados en que la desconexión de lo real es absoluta. No,
ni era una lipotimia ni estaba anestesiado: estaba muerto. Y mi último acto
consciente fue llegar a decirme de forma consciente que, en mi nueva condición,
iba a comprobar si, estando muerto, era capaz de oír la reacción de los vivos
ante mi óbito. ¡Tremendo, el lapso tan fugaz en que se disolvió el atrevimiento
post mortem! Tuvo la doble condición de lo eterno y lo inexistente. Y sí
sé que me vi tendido, muerto, camino del rigor mortis, e instalado en un
silencio de un espesor tan grueso que recordaba la desesperación de los
enajenados gritando sin que nadie los oiga en una habitación insonorizado,
abrazados a ellos mismos. Hablar de la inmovilidad de mi cuerpo yacente es un
ejercicio eufemístico. Pretendía oír las señales cálidas de la vida y nada
identificable con ellas me llegaba, nada percibía. Imagino que aún no habría
desaparecido de mí la temperatura que nos hace humanos, pero yo literalmente «no
estaba»… Tuve dos reacciones que no olvidaré nunca: una, moví los dedos de la
mano que agarraban el embozo y, solo después de otro lapso menos terrible,
enjugué las lágrimas que había comenzado a rebosar el compungido lagrimal
merced a mis contenidos sollozos. ¿Por qué a oscuras me percibí pálido y
fantasmal? Con gesto de Lázaro que se deshace del sudario, retiré la sábana, la
manta y la colcha y me senté como un personaje de Hopper en el borde de la
cama. Tardé unos momentos en levantarme y me acerqué al cuarto de baño contiguo
para orinar y confirmar que corrían por mi interior los más elementales fluidos
vitales… Volví al lecho, aún sollozando, y no podía conciliar el sueño ni a mí
conmigo mismo: disociado, seguía contemplándome caído en el pasillo, sin oír
que nadie ni me auxiliara ni lamentara mi torpe óbito, porque desde dentro de
la muerte fue el silencio absoluto, que imaginé como el cero absoluto de la
temperatura, esos menos doscientos y pico grados… lo que me convenció de haber
traspasado la frontera última de la realidad para dejar de ser. Ni hubo
túneles, ni puertas, ni luces, ni revelaciones ni cánticos ni beatitudes de
ninguna clase: NADA, y era aterrador única y exclusivamente porque «volví» a la
vida…
Lo único distinto
que hice en la vigilia de aquella noche tenebrosa fue vacunarme contra la gripe…
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