Santuario de la Mare de Déu del Far: La Selva y la niebla.
Visitar
los paisajes de la comarca de La Selva y
Les Guilleries en un día festivo, el puente de la Constitución, tiene tanto de
osadía automovilística como de
recompensa, una vez llegas a los bosques de hayedos y, después de atravesar las
carreteras que le dejan su incívica cicatriz de asfalto en las laderas,
remontas hasta lo alto de la peña cortada a pico sobre la que se alza el
Santuario de la Mare de Déu del Far, desde donde se supone que íbamos a
contemplar unas vistas privilegiadas del pantano de Susqueda, de la sierra de
Les Guilleries, de Tavertet y del Montseny, que nos quedaron ocultas tras unas
nieblas tan volanderas como espesas que crearon un mullido colchón nuboso entre
el mirador del santuario y el lecho del valle al que la alta peña del santuario
sirve de pared monumental.
Coincidía nuestra visita familiar,
en compañía de dos queridos amigos, entusiastas ambos de estos paisajes
gerundenses que conocen desde chicos, pues ambos nacieron en Gerona, con el
puente de la Constitución y, ajenos completamente a ciertos ritos del consumo,
nos vimos de hoz y coz en un atasco de los coches que ocupaban la autovía hacia
Espinelves, donde se celebra la famosa feria del abeto para adquirir el árbol
de Navidad. La conversación inteligente, único patrimonio de los pasajeros del
flamante Kia de media gama que estrenaban los amigos, nos permitió sobrevivir
al atasco y acabar acercándonos, por sus quilómetros contados, a los paisajes
de un cruce de comarcas, La Selva, Les Guilleries, La Garrotxa, que exhibía el
repujado amortiguado de sus colores otoñales, una imbricación en testudo del
marrón, el pardo, el ocre, el verde y el gris, todo ello con la humildad de los
colores apagados, humildes, precursores del frío, de la hibernación y de las no
muy lejanas primeras nieves de la temporada, lo que sucedió a los pocos días de
haber regresado de aquella salida teñida de fantasmagoría y puro Romanticismo.
Desde el mirador tuve la misma sensación que debió de sentir el protagonista del
célebre cuadro de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes:
una fijación extraña, hipnótica, y la imperiosa necesidad de detener el fortísimo
impulso de lanzarte al fementido lecho de nubes que invitaban a ser llevado
como lleva un vilano el viento. El viento helado —la sensación de frío rondaba
los 3º, bien por debajo de los seis o siete que indicaba el pronóstico meteorológico—
conducía la niebla a una velocidad sorprendente, lo que modificaba de continuo el
paisaje que podíamos ver, y así hubo momentos en que entrevimos parte del
pantano, el lecho del valle y la soberbia caída de unos trescientos metros del
precipicio cortado a pico sobre la cima en la que se edificó el santuario y hoy
un amplio restaurante en el que habíamos reservado mesa, porque el turismo,
bien o mal entendido, te obliga a la programación mínima. Como somos, mi Conjunta y yo, de naturaleza
hogareña, rara vez nos escapamos a visitas que deberíamos prodigar más, porque,
por las pocas horas de luz de estos tiempos, dejamos para mejor ocasión la
visita a enclaves de tan pregonada belleza e interés como Rupit, Beget, Besalú o Castellfollit de la Roca, todos
ellos muy dignos de detenida visita. La decepción paisajística de nuestros
amigos contrastaba con mi entusiasmo romántico ante ese mar de nubes que iba
creando nuevos paisajes a cada momento, como se puede comprobar en la galería
de fotos que colgaré sin comentario ninguno, porque es el alma quien se abisma
en los blancores húmedos y fríos de nieblas que oscilan entre la densidad del
algodón y las deshilachadas nubes bajas que chocan contra las cimas de los
oteros y las sierras y abren franjas de paisaje que contrastan con el blanco
espeso de la niebla que, en vez de opacar el paisaje, abre la puerta a los
paisajes interiores de quienes se abisman en su contemplación. Después de
tantos calores inusuales como padecemos, el frío y la niebla son un bálsamo
anímico y epidérmico que cualquiera celebra con un gozo paradójicamente
ardiente…
El sabio Chuang Tzu sonreiría ante este relato, pues en él se manifiesta la perfecta armonía entre lo aparentemente contradictorio: la frustración de los amigos ante la niebla que oculta el paisaje esperado y el gozo del narrador que encuentra belleza precisamente en esa ocultación.
ResponderEliminarLa niebla que danza sobre el valle de Les Guilleries nos enseña la verdadera naturaleza del **wu-wei**: no hacer nada y que todo se haga. Las nubes, en su movimiento natural y espontáneo, crean y destruyen paisajes sin esfuerzo, transformando la realidad visible en un espectáculo de vacío y plenitud.
El atasco en la carretera hacia Espinelves, que podría parecer un obstáculo, se convierte en una oportunidad para la **conversación y la sabiduría compartida**. Como diría Chuang Tzu, el verdadero viaje no está en llegar al destino, sino en fluir con las circunstancias.
La niebla que impide ver el paisaje esperado revela un paisaje más profundo: el del alma contemplativa. Como enseña el taoísmo, a veces es necesario no ver para verdaderamente ver. El narrador, cual sabio taoísta, encuentra plenitud en el vacío aparente de las nubes cambiantes.
El frío intenso que contrasta con los calores inusuales, el gozo paradójicamente ardiente ante la niebla helada, son manifestaciones del **yin y yang** que Chuang Tzu reconocería como la danza eterna de los opuestos complementarios.
Jose, te estoy aplaudiendo con una sola mano...
Eliminar