jueves, 27 de marzo de 2025

La distancia.

 


Los muros sutiles...


          ¿En qué momento dos personas que se han unido hasta la efusiva confusión gozosa abisman una distancia insalvable entre ellas, hasta el punto de no retorno de no reconocerse, de instalar una sólida extrañeza entre ellas, de sentirse completamente ajenas una a otra, tan desconocidas como si estuvieran en presencia de alguien con quien se hubieran tropezado en la calle al azar?

Y sucede.

La intimidad deviene extimidad, incluso con un poso de remordimiento, como si fuera inexplicable que hasta pocos días antes entre ambas no hubiera habido fronteras ni extrañezas, como si fuera impensable que esos dos cuerpos gozosamente entregados recíprocamente a todas las experiencias propias de la vida en común pudieran llegar a padecer una aversión inconcebible en los momentos del disfrute de lo común, esa suerte de unidad que se sella, del modo más elocuente y profundo, en la fusión y profusión sexual.

Perdida la confianza, el retraimiento se apodera de la visión y emerge la alteridad de lo distinto ante nosotros, como los signos crípticos e indescifrables de una estela premesopotámica. ¿Quién es esa persona, plantada ante nosotros como un enigma? Se han borrado, como los caminos de sirga tras el desmadre de los ríos,  todas las señales reconocibles del vínculo, del hábito, de la pasión. La miramos, nos miramos, y la perplejidad del deslizamiento en alud de la nieve por la poderosa montaña arrastra con ella todo un mundo edificado sobre la proximidad, sobre el contacto, sobre la comunión de los días y las noches, sobre los sueños compartidos e incluso sobre los descendientes; y el alud se vive como un argayo que levanta el túmulo al desencuentro.

La familia propia se vive, entonces, como el único refugio donde, prácticamente, no cabe la extrañeza, el único espacio emocional que define a la persona como pertenencia insoslayable a algo fuera de ella misma. Incluso habiendo roto todos los lazos con ella, la familia siempre aparece ante cualquier persona como un vínculo tan poderoso como incuestionable. Está en el aire que se comparte la sensación de formar parte de un ámbito hasta cierto punto consolador, aun a fuer de irritante, porque no requiere de la persona ningún esfuerzo formar parte de ella: la persona sabe que es quien es porque ha nacido en la familia en que ha nacido, y la cercanía o lejanía entre sus miembros escapa del marco que los acoge, a veces como una condena, a veces como un sagrado.  

La distancia entre dos personas de distintas familias, no cede, cuando se instala, ni ante la realidad obvia de haberse constituido ambas en familia para otros. Pero ese espacio no afecta a los fundadores, a quienes puede sobrevenirles el rechazo al otro, con causa o sin ella, en cualquier atravesado momento racional o irracional de una convivencia dinamitada por el hastío, la traición, el tedio, la competencia o cualquier estantigua que levanta su oscura y dramática presencia desde el blancor de las sábanas o desde la ausencia en presencia que rompe los puentes de la comunicación en cualquier rincón o sala o pasillo.

¡Qué incomprensible, la facilidad con que aceptamos y entendemos que la otra persona es alguien ajena a nosotros, alguien con quien, a veces súbitamente, hasta puede parecernos repulsivo intercambiar contactos corporales! Manos descaradas, nos parecen sus manos; lengua serpentina la de otrora dulces, cálidos y demorados besos; prisión férrea los brazos que fueron alero y nido de la confianza… El lecho compartido con la seguridad de lo inquebrantable se convierte en espacio de sospecha y en campo de suspicacias, amén de inmenso desierto cruzado por la agitación ventosa del sueño. Nada queda de la calma confiada ni del oleaje rítmico de la pasión encendida. Y la presencia de la otra persona en tal espacio abrigado de la intimidad se vive como una profanación de las cenizas.

No hay, propiamente, enemigo, ni posible puente de plata, porque lo que se desea es remover de la memoria lo vivido para instalar la gélida ausencia que nos garantice la disponibilidad, el renacimiento, el encuentro con quienes comenzamos a ser, de nuevo, intactos, sin heridas o rasguños, sin la aplastante losa de la indiferencia que todo lo arruina y pudre.

Empeñadas en otear el futuro o en complacerse en el pasado idealizado, descuidan algunas personas contemplar el presente en que se agitan los signos inequívocos de esa distancia que siempre se presenta con su cara de hereje, y que, cuando finalmente lo hace, les cambia la vida.

martes, 18 de marzo de 2025

La Cripta de la Colonia Güell en Santa Coloma de Cervelló, una visita obligada.

 



Una iglesia insólita e inacabada de Gaudí en el corazón del Baix Llobregat.

 

          Cuanto más cerca tienes una obra de arte, a veces pasa el tiempo sin acordarte de ir a visitarla. A Montserrat tardé más de cincuenta años en ir porque me echaba para atrás el proverbio popular: No és ben casat qui no ha estat a Montserrat, aunque, civilmente, sigo manteniendo mi soltería documental. En compañía de dos buenos amigos, José Luis y Rosamari, hicimos, finalmente, una travesía largos años pospuesta, por razones y por sinrazones: ir desde su casa en Cornellá hasta el santuario en Santa Coloma de Cervelló caminando a través de esa fértil comarca que es el Baix Llobregat. Aunque el recorrido no es en modo alguna una sucesión de paisajes espectaculares, dada la mezcla de terrenos agrícolas, industriales y poderosas vías de circulación de vehículos que atraviesan esos parajes, la compañía de la amistad es siempre el más poderoso de los alicientes y la mayor fuente de satisfacciones. Nada como la buena compañía y la mejor conversación para hacer el camino. El pan y el agua ya lo tomaríamos después, porque habíamos reservado mesa para comer en la fonda de la Colonia Güell, de la que la actual cripta fue, en principio, diseñada como iglesia, del mismo modo que hay en ella teatro, restaurante, escuela, ateneo y las casas correspondientes, algunas de extraordinaria factura, lo que viene a constituir un minipueblo al servicio de una explotación textil. Aunque Gaudí diseñó el conjunto, obra suya es solo la cripta, que no llegó a acabarse como iglesia, porque a la muerte de Güell, sus herederos desistieron, lamentablemente. Las edificaciones de la colonia fueron obra de los ayudantes de Gaudí: Francesc Berenguer construyó la Cooperativa (con Joan Rubió) y la Escuela (con su hijo Francesc Berenguer i Bellvehí). Joan Rubió construyó diversas casas particulares, como Ca l'Ordal  y Ca l'Espinal. Francesc Berenguer construyó asimismo el Centro Cultural Sant Lluís y la Casa parroquial. Actualmente, todo el conjunto es un Bien de interés cultural y Patrimonio histórico de España, y es un auténtico placer pasearse por su reducido perímetro y disfrutar de esas edificaciones mencionadas anteriormente, en las que domina el ladrillo y, fundamentalmente, la imaginación, muy cercana a la modernista del maestro, quien dedicó unos esfuerzos creativos a la futura iglesia que constituyeron como un banco de pruebas para soluciones arquitectónicas y decorativas que luego plasmaría en la Sagrada Familia.

          La cripta, el monumento más destacado de la antigua colonia fabril, permite ver en esbozo las líneas generales de lo que hubiera sido una iglesia levantada con la voluntad de integrarse en el entorno natural, un pequeño montículo en la que destacaría de un modo que, de haberse construido, hubiera sido, sin duda, una obra tan visitada, o más, que la propia Sagrada Familia. Lo construido está tan lleno de detalles sorprendentes y de arquitecturas desafiantes que el visitante apenas tiene respiro. No es una bóveda, un pórtico, la forja de una ventana, esta o aquella cerámica o las magnificentes pilas del agua bendita, el altar, la escalera lateral o las columnas que parecen desafiar los principios elementales de la gravedad… 

  Es una obra artística, está claro, pero, al tiempo, una obra espiritual que apela más a los sentidos que al diálogo íntimo: sorprendido y conmovido, el fiel que en ella entra debe «sentir», imagino, su religión como una bendición sensual: formas, colores, materiales…, todo invita a la comunión de los sentidos con una religión sacrificial de cuyo fundamento trágico no hay ni rastro en la belleza del espacio donde ni sé ya si se siguen celebrando ritos religiosos, aunque quiero creer que sí, que la «función» primigenia del lugar aún se mantiene.




        Nosotros éramos turistas locales, y yo un poco avergonzado por mi tardanza en venir a disfrutar de tantísimos detalles que no se agotan en una sola visita, cierto, porque no hay rincón en el que Gaudí no haya pensado son su singular imaginación desbordante, y no es menos cierto que una visita no guiada dista mucho de tener una experiencia completa, porque todo el lugar alberga un simbolismo al que el arquitecto barcelonés era adicto. Algunos de ellos son evidentes, y forman parte de una tradición cristiana que podemos reconocer quienes hemos sido criados en su seno, pero no quiero ni saber lo perdidos que andarán quienes se hayan deseducado ya en ciertas materias como la historia de las religiones, por ejemplo. El pasmo es idéntico para todos, sin embargo, porque cuesta creer que un ser tan aparentemente austero, humilde y religioso como Antonio Gaudí tuviera dentro semejante estallido de voluptuosidad, porque de ella cabe hablar cuando uno va pasando revista a los cientos de detalles que observa en un espacio tan relativamente reducido.

          Lo que está claro es que la Cripta de Gaudí es un jardín fotográfico en el que cazar detalles en cada dirección que uno gire la vista, siempre sorprendida por lo que ve. Y afecta a todo: paredes, columnas, suelo, ventanas, mobiliario, pomos, rejas… Añado una pequeña muestra de algunos de esos detalles que uno se lleva en la cámara como si nadie más los hubiera visto, aunque todos acabamos fijándonos en los mismos.

          La visita a la Colonia permite respirar un aire de tranquilidad excepcional, y, aunque la Colonia sufrió el asalto de las milicias republicanas, el conjunto no tardó en ser reconstruido y conservado como lo que es: la oportunidad única de contemplar la feliz unión del esfuerzo empresarial y el mejor arte de la época. Cataluña tuvo una industria textil que favoreció la creación de este tipo de instalaciones, algo más elaboradas, arquitectónicamente, de la que vimos en Novecento, de Bertolucci, por ejemplo, como las del curso superior del Llobregat: las colonias Rosal, Vidal y Viladomiu, cuya visita aún tengo pendiente.




         


          Y una pequeña muestra de esos edificios modernistas que han 

dado notoriedad universal a la ciudad de Barcelona:



 








viernes, 14 de febrero de 2025

Recuerdos en sepia de un profesor.

Retrato ¿anacrónico? del mester como «profesional liberal». 

No sé si se deberá a mis inclinaciones pseudoácratas, en el sentido del rechazo al poder establecido, con sus vanas pompas y sus deleznables obras,  a un acendrado individualismo nacido en Quevedo, entre otros: «Vive para ti solo, si puedes; pues solo para ti, si mueres, mueres», o a qué, pero lo cierto es que, desde que me inicié laboralmente en el mundo de la enseñanza, jamás me he sentido partícipe de una empresa colectiva y sí exclusivamente responsable de mi actividad docente individual. Durante los primeros años, en que los diferentes cursos que me tocaban me obligaban a suplir a uña de caballo todas las carencias con que había salido de la Universidad —¡alma madráster la llamó el otro!—, ni siquiera sabía que la Dirección del centro tuviera un poder que pudiera interferir en el desarrollo de mi actividad. Aunque choqué con ella por mi exigencia de que retiraran de la vitrina de información «oficial» una convocatoria relativa a la primera visita de Juan Pablo II a España, anuncio que en modo alguno tenía nada que ver con la vida oficial del instituto, (que conste, entre estos paréntesis confidenciales, que el incidente me sirvió para anudar una buena amistad con el exaltado apóstol de la supuesta buena nueva, un ejemplo de pura bondad humana y caritativa pedagogía).

Atareado en los muchos menesteres a que un profesor se ha de dedicar, y que suman horas invisibles que la sociedad ni valora ni reconoce ni agradece, contemplaba cualquier reunión como una «merma horribilis» de esa dedicación, más aún cuando cada una de las tales se revelaba una nefasta e irreparable pérdida de tiempo y un método improductivo para la mejora de la calidad general del centro, pues ésta dependía, inexcusablemente, de la de cada uno de los miembros del mismo, y ya se sabe que en la viña del Señor...

Insisto en que tal vez naciera mi concepción laboral de mi severa inclinación individualista, pero la verdadera naturaleza de aquella se me reveló como tal un buen día en que, atareado en mi dedicación profesional, aguardaba mi turno para ser recibido por el traumatólogo: éramos, los profesores, como ellos: médicos, arquitectos, abogados, etc.: «profesionales liberales». Pasábamos consulta en cada curso, cerrábamos el despacho a las visitas y seguíamos trabajando, en nuestra oficina doméstica, a nuestro aire, hasta decir basta, porque nuestra labor es como la de Sísifo, inacabable, aunque solo en parte —las exigencias de la Administración educativa  constituya una maldición insoportable.

          Desde esa perspectiva, y aun a pesar de haber trabajado en colaboración estrecha con no pocos colegas, se ha instalado en mí la convicción de que, con mi libertad de cátedra como patente de corso, no debo obediencia a nadie, sino escrupuloso respeto ético a mi compromiso profesional; y lo ha hecho con tal fuerza de arraigo que ahora, pasados muchos años de aquella revelación , ignoro si ha sido una virtud o una rémora.

Vienen estas reflexiones a cuento de la falta de “combatividad” de los docentes, del «aletargamiento» en que vivimos, de la supuesta «indiferencia» con que contemplamos los serios problemas que nos tienen al borde del colapso institucional; pero, a pesar de haberlo intentado, de haberme querido integrar en los esfuerzos colectivos de la comunidad educativa, sigo aún con la «costra» de profesional liberal que parece habérseme pegado como un identificador social: una licenciatura, estudios de grado, una tesis en curso y una dedicación constante a la materia, tanto en forma de estudios como de publicaciones, etc., no me hacen pensar en mi trabajo como en el de quien trabaja en una cadena, ajustado a unos ritmos, unos contenidos, un horario y unas exigencias precisas, sino como en el de quien mejorándose continuamente ofrece a sus alumnos un producto muy distinto de los que tiene a su alrededor, consciente de que en esa singularidad se cifra su valor profesional y debería, ¡ay!, cifrarse el reconocimiento social del mismo.

Nunca he aspirado a enseñar igual que mis colegas, y todo mi afán ha consistido en individualizar mi dedicación profesional, que nunca se me confundiera ni anonimizara: «el de castellano», uno más, otro pestiño... Este sincero reconocimiento de mi voluntad profesional no excluye, por supuesto, porque es su fundamento, el agradecimiento a todos aquellos colegas de quienes he aprendido tantísimo a lo largo de mi vida profesional, y de los que aún sigo aprendiendo, gracias a Hermes. Ellos fueron ejemplo para poder yo ganar la poca o mucha fama de profesor a que me hiciera acreedor mediante mi amejoramiento, en el que aún signo inmerso. Teniendo en cuenta lo anterior, ¿de dónde puedo sacar la conciencia colectiva que me impulse a bajar a una trinchera en la que me haya de batir el cobre por unas condiciones de trabajo y una organización del mismo que, más allá de mi horas de atención, de mis horas de consulta, apenas tienen interés para mí?

Son raras, sin duda, las manifestaciones de arquitectos, de abogados o de ingenieros industriales, pongamos por caso. Y si bien los recortes presupuestarios han lanzado a los médicos a la calle, por ejemplo, esas protestas adquieren una lucha de supervivencia que va más allá  de lo que podríamos entender como una huelga profesional. Sé que hay muchos aspectos de la vida profesional que exigen una defensa numantina contra la irracionalidad de quienes nos gobiernan, pero en nuestro sistema democrático, en el que el poder lo tienen los representantes del pueblo, votados en las urnas, se me antoja imposible que ese mismo pueblo empatice con nuestras reivindicaciones, puesto que está en él, en su vasta ignorancia, la fuente de la orgullosa demagogia de quienes los representan, camelándolos. Por otro lado, ¡son tantas las exigencias profesionales en cuanto a las mejoras constantes para la transmisión de los conocimientos que me afectan, que todo lo demás parece pasar a un segundo plano! Me recuerdo en la última manifestación contra los recortes, agitando la mano derecha al son de los sonsonetes combativos y sosteniendo un libro con  la izquierda, en el que ampliaba conocimientos para clases inmediatas.

La estructura horaria de nuestra semana laboral incrementa, por si lo anterior fuera poco convincente, esa «ilusión» de ser auténticos profesionales liberales. No salir ni entrar a la misma hora, disponer de «huecos» en los que dedicarse al allegamiento de material o a la evaluación individual de nuestros «pacientes», etc., son particularidades laborales que contribuyen, en mayor o menor medida, a la creación de esa conciencia de profesional liberal que bien pudiera ser la explicación de la tibia actitud reivindicativa que nos aqueja o nos distingue. No niego que la plaga de igualitarismo a ultranza con que se ha querido desfigurar nuestra profesión tenga mucho que ver con lo que aquí digo, y quizás sea la raíz cizañera de mi actitud. Con todo, y acabo, ¿no es harto frecuente en los Institutos la conciencia de que todos y cada uno de los que trabajamos en ellos «somos» algo más que «meros» profesores; que nuestra profesión no es sino un modus vivendi a la espera de que se revelen nuestras potencialidades particulares que nos permitan cumplir un destino más halagüeño e incluso más próspero?

Vale.

viernes, 31 de enero de 2025

La Vida Clínica

 

El doliente «lugar común» por excelencia…

 

¡Cuánto nos hemos acabado pareciendo a los coches! Probablemente como antes acababan pareciéndose a las caballerías. A determinada edad, la del medio siglo para arriba, que es un caer continuo hacia la hoya, las visitas al médico acaban sustituyendo nuestra usualmente escasa vida social por una maraña —cada día que pasa más intrincada—, de análisis, pruebas, regímenes, hospitalizaciones, pequeñas intervenciones, curas de reposo, medicaciones ultimísimas, más análisis y, como soberana compensación, la conversación monotemática que nos permite adquirir un rango de protagonismo solo comparable al que adquiríamos en el seno de la familia cuando, siendo niños, habíamos de sufrir alguna intervención menor, como la de apendicitis, por ejemplo.
                      A veces todo empieza como los famosos ruiditos del automóvil, esos que sólo oye el conductor, quien se las ve y se las desea para persuadir al sordo mecánico displicente de que son indicio real de un peligro futuro o de una avería que espera no sea de mayor consideración presupuestaria, que es lo que siempre acaba sucediendo. Ignaros del arte de Esculapio, acudimos al médico de cabecera, punto de partida de un camino que no pocas veces acaba entre las estrechas paredes de un nicho o la inhóspita frialdad del ánfora que acoge las cenizas, con el rutinario «no sé qué me pasa doctor, pero tengo un dolor en tal o cual parte que me martiriza, día y noche…». Enseguida somos sometidos a una exploración rutinaria de los puntos estratégicos: frenos, embrague, luces, radiador, encendido, tubo de escape, etc., y, a partir de lo auscultado y lo palpado, se inicia el bonito juego de las especulaciones, en el que participamos como un arúspice más, el ciego, aunque sin voto.

De esa primera visita salimos con una analítica de sangre y orina para empezar; luego vienen las radiografías y, al poco, la resonancia magnética, un tormento tan refinado como imposible de cumplir, en algunos casos, sin anestesia, porque ninguna experiencia más cercana al terrorífico enterramiento en vida del que son muestra las tapas arañadas de los ataúdes, por la parte de dentro, obviamente. Por fuera son pocas las muestras de duelo que llevan a esa acción rasgadora para rescatar, con imposible vida, al ser querido. Más adelante, porque en la vida clínica hay siempre un crescendo paulatino llegamos ya a los dictámenes de los especialistas. De cada una de las visitas a las eminencias —todos nos son recomendados como el mejor de su especialidad: un sabio, unas manos mágicas, un número uno, un lince, el acabóse, etc.— salimos con el correspondiente:  «Está claro como el agua. Lo que tenemos que hacer es…», que nos deja sumidos en un piélago de contradicciones en el que nos agitamos, náufragos doloridos, sin saber a qué tablón agarrarnos y con la intuición de que no tardaremos mucho en empezar a embuchar un final la mar de salado. Lo que no desaparece nunca es el dolor martirizador que paseamos escrito en el rictus dramático de la boca. No estamos orgullosos de exhibir el estandarte de nuestra íntima dolencia, usualmente visceral, pero sí. Y si alguien no reconoce la señal inequívoca de nuestro auténtico dolor, lo consideramos una ofensa imperdonable, una agresión incalificable. Somos la encarnación del dolor y se nos ha de rendir la pleitesía de la compasión y, sobre todo, la del interés «hasta el último detalle», explicación que solemos dar con los famosos pelos y señales, todos, con generosa sobreabundancia y altísima exigencia, porque a la que nuestra audiencia se despista en alguna de las infinitas transiciones entre nuestros estados, una aureólica espiral hacia el martirologio, les fulminamos con el anatema del desprecio más profundo:  retirarles la credencial con que accedían a nuestra intimidad, por más que situar ésta en un hígado cirrótico, unos sombríos pulmones de bronquios obturados, unas arterias escleróticas o  un corazón desvalvulado nos devuelva a los primeros tiempos de los escarceos racionales, excesivamente próximos al chamanismo, a la superstición, al reino de los prodigios.
             Cuando llega la decisión final, «hay que operar de urgencia», y nos encargan el preoperatorio de rigor, nos despiden, resuelto el trámite,  con la cita temida: preséntese mañana a las 8 de la mañana, en ayunas. Se inicia, a partir de ese momento, el calvario del hambre, de la incomodidad, de los trastornos, del miedo, de la inquietud, del desasosiego, del tembleque, del agorerismo, de la hipocondría, del misterio, y, sobre todo, del deseo de que todo acabe cuanto antes y podamos regresar a casa para restablecernos en un ambiente acogedor y grato (si el enfermo de él disfruta, por supuesto…). La llegada no tiene más protocolo que ponernos en mano de quien nos instala en una habitación compartida y nos dice que nos revistamos con una bata que nada tapa y que vendrán a buscarnos enseguida. Protegido por la cortina corrida que nos aísla del vecino, procedemos al desvestido y revestido, dejamos nuestras cosas en la taquilla, cerramos con llave y guardamos (es un decir…) la llave en el cajón de la mesilla. Protestamos enérgicamente de que hayan de llevarnos en una silla de ruedas, pero comulgamos con el protocolo y, a posteriori, después de haber sentido el frío del escay de la silla en las nalgas desnudas, agradecemos no ir exhibiendo las posaderas por medio hospital, para escándalo de nadie y mucha vergüenza propia.
               De vuelta en la habitación, dormido como un ladrillo, amanece uno a la luz de las primeras horas de la tarde con cierta náusea y aun con cierta hambrecilla que, sin embargo, no solo no será saciada, sino siquiera entretenida, a pesar de las protestas. Más protocolo que echarse al coleto. Atontado sí que lo está uno, e imposibilitado de mantener más que con asentimientos escuetos al intento de conversación del vecino de la cama de al lado, locuacísimo sujeto dispuesto a remontarse tres generaciones para explicar el porqué de la isquemia que ha dado con sus huesos en la habitación que compartimos. Poco a poco, superando el aturdimiento, ve el paciente con ilusión que se acerca la hora de la cena, y cree que en la cocina le están preparando poco menos que un banquete de bienvenida, a cuenta de la comida que se han ahorrado. La llegada de un consomé clarito y un yogur descremado lo devuelven a la parva realidad. Habrá que esperar incluso los tiempos mejores de los que hablaba su padre poco antes de morir: «Cuando el hombre está deseando que le traigan el café con las galletas a media tarde, está perdido». Así se siente, por momentos, con un desconsuelo gástrico que el árbol del suero no palia.
             A medida que la anestesia va quedando atrás, emergen los dolores del postoperatorio y el dedo se vuelve loco en la pera de la cama pidiendo a enfermería el auxilio de los analgésicos que se los ahorren, pero no llegan ni unas ni otros. A ciertas horas de la noche, llega a la conclusión de que en la garita de los de guardia desconectan la entrada de los timbres para poder disfrutar de unas horitas de asueto acompañado, ¡y aun a saber si en ellas no se habrán fraguado más de tres divorcios! Si el enfermo es del viejo estilo de varón sufrido-recio, no habrá consentido, por rancio amor materno, que ningún familiar le acompañe nocturnamente instalado en la dureza inhóspita de un sillón reclinable del que se levantan cagándose en la madre que parió al enfermo. Total, hasta el baño son dos pasos que, sujetándose la parte dolorida, por la superstición de que hayan de caérsele los intestinos (¡los traviesos instentinos de la niñez…!) al suelo, el enfermo recorre apoyado en el gotero, como si de un sereno estrafalario se tratase, con cierto garbo que nadie, a esas horas, es capaz de apreciar.
                    La vida en los hospitales ya no es lo que era, aunque lo que él tiene idealizada es la vida en el sanatorio, como las estancias del poeta de Moguer en el psiquiátrico Castell d’Andorte de Le Bouscat, próximo a Burdeos, una vida de “retiro” en la que la neurastenia no impide el comercio intelectual ni ciertos deseos. Con todo, no le molesta este sucedáneo de la vida clínica con su régimen militar, cuando a las 5’30 de la mañana, con una desconsideración total te abren la luz del cabezal, la intensa, y te chequean las constantes vitales por si tu intenso sueño acongojado es una imitación rigurosa del último sueño. “Ya puede asearse, si quiere” es el consejo para ir entreteniendo la espera del desayuno con cuyos ingredientes se han tenido dos sueños dulces y tres pesadillas amargas. Si no quiere hacerlo…, es evidente que ninguna gentil miembro del glorioso cuerpo de la santa enfermería se va a dignar a convalidar su pereza hediente. Todo parece que se conjure para ir empujándolo a la petición, aunque sea irresponsable, de que le concedan el alta misericordiosa para poder ser tratado como un ser humano en la propia casa, si el paciente tiene quien de ello se encargue. Aun solo y sin perrito que le ladre, siempre estará mejor en su propia casa, si el posoperatorio no necesita curas complicadas que exijan escorzos que la afección le impida hacer para llegar hasta la fuente del mal y dragarla para dejarla como los chorros del oro, claro está. Ser enfermo solitario no es plato de gusto de nadie, salvo de los misántropos y los narcisos.
                      La vida hospitalaria tiene, pues, sus rutinas exigentes, pero también sus oasis de descuido, durante los cuales hasta pueden los amos de los goteros salir a los descansillos de la escalera para atiborrarse de nicotina, e incluso darse un garbeo por otras plantas y, según con qué dolencias, hasta por los jardines del hospital o por el aparcamiento que hace las veces de tales. La vida de habitación con un compañero que tenga familia numerosa o pesada, o ambas cosas, es insufrible, ciertamente; pero ocasiones hay en que se coincide con la flor y nata de la Lacedemonia y  se ahorra uno cualquier conversación que exceda los buenos días, tardes o noches correspondiente, y, con mayor alivio aún, de sufrir algún horrible y popularísimo programa de televisión que nos obligue a pedirle a quien practique la caridad de la visita al enfermo, unos tapones para los oídos, aun a riesgo de que sea mal interpretada, la petición, por nuestro caritativo visitante: «Encima de que voy y…, va y se enjareta unos tapones…, pues vaya que…», un equívoco del que pronto se sale cuando, vivo el paciente para colocárselos antes de entrar en el cuarto, queda la visita de nuestro bando expuesta a la infatigable y deletérea locuacidad desbordante del vecino de habitación.
                     La vida clínica es un atiborrado lugar común y todos llevamos el historial sabido de coro, ¡y ay de quienes, torpes o tardos, no hayan sabido frenar en seco la húmeda e incendien la yesca con su: ¿qué tal de achaques?! Puede ser el inicio de un gran rencor, esto es, la perdida de una antigua amistad…

 

 

jueves, 16 de enero de 2025

El papel de los periódicos en nuestra vida.



Un aliado indispensable de la vida doméstica y social.

     

No recuerdo si era o no regalo de Reyes, pero hace pocos días llegó a casa el paquete con los dieciocho platos de loza hiperresistente que mi Conjunta compró a una empresa almeriense. Ahora que caigo sí que debió de ser «regalo», porque fui llamado para compartir la solemne apertura del envío. No daba crédito a la chapuza que veía: los hermosos y duraderos platos venían envueltos en decenas y decenas de ejemplares de La Voz de Almería, lo que no había impedido, sin embargo, que uno de ellos, sopero, llegara roto.

Sí, es cierto que a nivel doméstico el papel del diario tiene las virtudes amortiguadoras y protectoras que caso todos le concedemos al papel de diario; pero que en estos tiempos de embalajes sofisticados en un sector en constante renovación y expansión, como es el de la logística, reconozco que no me esperaba lo que vimos.

Como soy de los tiempos en que antes de tener partidos políticos tuvimos Asociaciones, así que desembalamos la mercancía, la lavamos, retiramos la vieja y colocamos en su lugar la nueva, no me llevó mediación alguna que la memoria iniciara un viaje en el tiempo para marcar los hitos de mi trato con el papel de diario que, fundamentalmente, entraba en casa de mis padres en forma de ABC y Ya, para luego ir cambiando con el tiempo y ver Pueblo, aunque nunca faltase la inseparable presencia del ABC, que mi padre, muchos años después, aún leía cuando mi Conjunta y yo nos «raptamos» de común acuerdo y, al revés de los flujos migratorios tradicionales, nos montamos en el «sevillano» e iniciamos nuestra desvalida independencia.

Que las hojas de los diarios cubrían el suelo de la cocina después de ser fregada, la zona de los fogones, cuando se freía, o parte de la mesa para recoger las pelas de las patatas y de la verdura era experiencia cotidiana, pero imagino a mi padre en dura competición con otros comisionados para hacerse con los ejemplares del club de oficiales, de modo que pudiera satisfacer la poderosa demanda de ese bien tan precioso para las amas de casa. De su uso para limpiar las ventanas solo cabe informar de que acabo de ver una película, No te preocupes, querida, de Olivia Wilde, en una de cuyas escenas la protagonista limpia los cristales con el clásico papel de periódico.

De un modo bastante rústico, las bolas de papel de diario eran usadas en los zapatos de mis padres para que no se hundiera el empeine por el desuso al cambiar de temporada. También se cubría la mesa con ellos cuando se limpiaba lo que de forma eufemística, imagino, se llamaba «la plata», un trabajazo que rebajó radicalmente a mis ojos el posible valor de esos objetos.

Durante bastantes años, los diarios fueron usados indistintamente para envolver el bocadillo del recreo y para proteger el suelo durante la limpieza con betún del calzado. Eso sí, doy fe de que durante la larga infancia de mi sólida ignorancia ni una sola vez tuve conciencia de que en aquellas hojas hubiera un retrato, más o menos contrahecho, de la realidad. Como soy de las primeras generaciones «televidentes», reconozco que, desde los 9 años, daba más crédito a los bustos parlantes de los telediarios que a esas hojas para todo y de tan escasísimo valor de un día para otro.

Cuando comencé a viajar solo, a los 14 años, no era infrecuente que en muchos váteres de recónditas estaciones ferroviarias o en tascuchas algo escasas de higiene el papel (no) higiénico fueran cuartillas de papel de periódico colgadas en una alcayata o de una cuerda, como si fueran surrealistas «pliegos de cordel», porque, arrancadas para retirar los «excedentes» de la deposición, era imposible, recortadas al azar, leer algo con pies y cabeza. En el capítulo de la crueldad apicarada, propia del país, ha de figurar la mala leche de quienes en vez del absorbente papel impreso de los diarios, recortaban las revistas semanales, un papel satinado que, una vez aplicado al ojo anal, provocaba la extensión de los restos excrementicios como si de un ungüento hediondo se tratase…

Durante mucho tiempo, el papel del diario ha sido usado por hueveros, afiladores, merceras, ferreteros, castañeras y un largo etcétera, para entregarle la mercancía al cliente, quién sabe si creyendo que ofrecían opacidad valorada, en vez de vulgar chapuza. En cambios así, de ayer a hoy, sí que observamos la transformación social y valoramos el «refinamiento» del que disfrutamos.

Desde que hice mío el hábito de la compra y lectura diaria de la prensa escrita, siempre ha habido un rincón en nuestra casa habilitado para que creciera el pilón de ejemplares atrasados, y aunque no soy muy partidario de su uso en las labores domésticas, advierto que nos hemos convertido en suministradores hasta para cinco hogares, en los que parece ser que no entra más prensa escrita que la anacrónica nuestra. ¡Cómo nos lo agradecía mi madre cuando vivía y en un solo fin de semana le dejábamos hasta siete diarios, y alguno tan generoso con el papel como La Vanguardia. Ahora, sin embargo, mi Conjunta y yo tememos siempre el día del anuncio del fin de las ediciones impresas. Para nosotros sería una mutilación absoluta en nuestros hábitos de más de cincuenta años. Piénsese que, cuando viajamos, lo primero que busco, antes que los monumentos de visita obligada, es un quiosco donde comprar la prensa de cada día y la «local», esos diarios que casi solo informan de la pequeña o magna vida local llena de peculiaridades, y a la que me asomo con simpatía y curiosidad. ¡Cuántas hojas de esos modestos diarios no les habrán servido de abrigo para el pecho a los ciclistas que suben cimas imposibles para descenderlas «a tumba abierta», pero con el pecho bien empapelado, protegido, quién sabe si por la crónica de la Fiesta Mayor, el asfaltado de un barrio, dejado de la mano del Presupuesto o la importantísima ferias de ganado comarcal!

¡Cómo no se le va a tener cariño a un papel prensa que nos ha tiznado la vida!