viernes, 19 de septiembre de 2025

Dos viajes superpuestos: el familiar por las Merindades y el «Viaje por el Canal de Castilla (Hacia la pleamar de las espigas)», de Pascual Izquierdo.

        Una roca en el bosque

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

El saber y el bienestar a la orilla del camino, de tierra o de agua.

 

          Confieso que como ando siempre algo atolondrado y no tengo la condición innata del viajero: echarse afuera con el animoso sursum corda! y dejarse sorprender por el pasmo ante lo geográfico, lo cultural y lo humano, no soy un turista ejemplar y descuido aspectos esenciales de toda visita a zonas de nuestra rica geografía española, excepto el hospedaje y el itinerario básico de ida y vuelta. A ello sumo la habitual mala elección de la literatura portátil, o deficiente, porque no se puede negar que no parece lo más racional escoger como libro de viaje un libro de viajes que nada tiene que ver con el que uno se dispone a hacer. La explicación es sencilla: ya lo había empezado antes de salir, y era tal el deleite de la lectura que, aun no coincidiendo más que en un extremo de la provincia de Palencia, el libro en Alar y nosotros turisteando por Aguilar de Campóo en día de mercado semanal, no me resistí a postergarlo hasta la vuelta y conmigo que me lo llevé.

          Nosotros hemos visitado muy superficialmente las Merindades, y el libro de Pascual Izquierdo se resume en su título: Viaje por el Canal de Castilla (Hacia la pleamar de las espigas), título alto, sonoro, significativo y poético, haciendo honor a la condición del autor, que tachona texto con no pocas expresiones llenas de la poesía que inspira esa obra ilustrada de la ingeniería que funciona desde 1753 hasta 1953. Año este en el que yo nazco, aunque no se me puede achacar mal fario ninguno…El desarrollismo del régimen autocrático había de atender a compromisos periféricos que marginaron mortalmente a Castilla, cuna de España, sumiéndola en una postración de la que aún no se ha rehecho, ¡y menos aún en estos tiempos de la España despoblada!

          Fueron los buenos amigos los que nos sugirieron que las Merindades era un excelente destino. Y así nos lo ha parecido, sobre todo por sus hermosos paisajes —las hemos recorrido de extremo a extremo, desde Vitoria hasta Reinosa y desde Espinosa de los Monteros hasta Aguilar de Campóo— y por su impresionante arte románico, aunque las carreteras para llegar hasta alguno de esos templos gozosos te empujaban a dar marcha atrás y renunciar a la visita.


          Un edificio antiguo

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.                                  Imagen que contiene edificio, material de construcción, ladrillo, tabla

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.      

  

             ¡Ah, muy importante, si decide visitar estas villas, espacios, pueblos y centros culturales de las Merindades, vaya acompañado por alguien con quien turnarse para conducir!  ¡Excursiones hemos hecho de hasta doscientos setenta quilómetros…! Pongo por ejemplo la que nos llevó a encontrarnos con el Salto del Nervión en lo alto del puerto de Orduña que, por falta de planificación, hube de bajar con una niebla espesa de las de no ver nada a un metro y con unos 8º de temperatura en el exterior… De vuelta a la cumbre, y leyendo oportunamente los letreros explicativos, distinguimos que habíamos de cruzar parte del Monte Santiago hasta llegar a los aparcamientos desde donde iniciar la sufrida travesía que había de llevarnos hasta una famosa cascada de 200 metros de caída que… ¡estaba seca!, de lo cual nos enteramos al cruzarnos con otros senderistas por el estrecho y casi impracticable camino que nos permitió contemplar paisajes de esos que parecen «no hollados por el hombre», a juzgar por las serias dificultades para pasar por ellos que ofrecían.

                               Vista de una montaña

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

                 Íbamos dispuestos a hacer caminatas, por supuesto, pero no tan exigentes ni tan largas para, sobre todo, no hallar la refrescante recompensa prometida por la publicidad del lugar. La bajada y subida del Puerto de Orduña se convirtió en presagio de lo que nos esperaba. Y el fiasco de la cascada en anticipo de la nula oferta de restauración en Berberana, donde, gracias a que pregunté a un lugareño, fui informado de que a unos seis quilómetros, en el camping de Angosto, se podía comer estupendamente en la barra, si el comedor estuviera cerrado. El hambre alarga los quilómetros a millas, está claro, y Angosto, en Vizcaya, sufría la influencia inglesa tradicional del País Vasco. Llegamos con el comedor ya cerrado, pero desde la barra nos servían lo mismo que estaban sirviendo unas mesas más allá. Y allí que pedimos la reparación de nuestro esfuerzo senderista y nos fueron saciadas con creces las tres hambres que allí nos habían llevado: Angosto era el lugar; anchas nuestras tragaderas y, en un ambiente más que euskaldún, un derroche de amabilidad las restauradoras que nos atendieron. Reconocí que el camino de vuelta se hacía de distinta manera después de semejante banquete y dejamos Angosto con la intención, acaso, de volver algún día, aun sabiendo que acaso fuera la primera y la última vez que el azar nos llevaba a él.

          Mientras, el recogimiento de nuestro habitación en el balneario de Corconte, venerable institución precisada de una contundente regeneración mobiliaria y lumínica, me permitía seguir en contacto con los miembros de la Cofradía del Pedal o hermanos del Yelmo de Mambrino: la mejor compañía para el más antiguo impulso humano: el viaje. El autor, Pascual Izquierdo, poeta y excelente autor de guías de viaje, como la notabilísima de Segovia, sin la cual ya puede uno despedirse de conocer la vieja ciudad castellana, dice que todo cuanto cuenta es producto de la invención, excepto la de los cofrades en cuya compañía viaja: Aunque aparezcan en escenarios concretos y desempeñen funciones precisas, los personajes que desfilan a o largo de este Viaje por el Canal de Castilla son solo eso: personajes literarios y no personas concretas. Estamos, pues, más que ante un libro de viajes, ante una novela de viaje, y he de confesar que la maestría del autor nos convence de lo primero, a tenor de la verdad con que nos narra la segunda. El viaje ciclista por el Canal permite a los cofrades no solo contemplar el estado de abandono de tan magna obra hidráulica, sino un reencuentro años después —el libro narra el segundo viaje, hecho en el año 2000— con ruinas, palacios, gentes, castillos y algunas novedades que sorprenden a los viajeros. La Historia aparece de forma recurrente, tanto la de siglos remotos como la infame del franquismo, como en Herrera de Pisuerga:  Aun no habían sonado las doce campanadas en el recinto que acoge la casa donde nació José Antonio Girón de Velasco [El león de Fuengirola, por otro nombre], aguerrido prohombre del franquismo que custodió las esencias del régimen hasta el último estertor. De esas épocas es también la amabilidad que deja entrever el servilismo forzoso de aquellos tiempos: —A mandar. Que para eso estamos. Resonó  en nuestros oídos la frase como reminiscencia de un pasado no demasiado lejano, y lo hizo con una carga de resignación y vasallaje totalmente inaceptable en los actuales tiempos.  Y todos le superponemos escenas de la adaptación cinematográfica que hizo Mario Camus de Los santos inocentes, del castellanísimo Miguel Delibes, una película inmortal y un artefacto novelístico de extraordinaria innovación estilística…

          El viaje de los cofrades es un viaje a la desolación; el nuestro por las Merindades, una promesa de futuro, porque son enormes las posibilidades de desarrollo de la zona, y no solo por el turismo. ¡Jamás habíamos visto tantísimas balas de paja en los campos o en hangares de dimensiones gigantescas! Y en pocos sitios hay tanto terreno cultivado como por donde pasamos siempre con creciente admiración. Por no hablar de las explotaciones ganaderas que teníamos tan cerca como en la orilla del pantano del Ebro, junto al balneario de Corconte. Hacía siglos que no se me posaba un tábano y me largaba un mordisco que, dada mi fragilidad dermatológica, me dejó  un pequeño volcán en el codo y un escozor de mal soportar.


                          


 

           El tiempo atmosférico nos acompañó durante toda la semana norteña y nos libró del tormento climatológico que estaban viviendo familiares y amigos en Barcelona. Mi Conjunta y yo recordamos aquellos viejísimos tiempos en los que, como auxiliares administrativos de Hacienda, escogíamos el mes de setiembre para las vacaciones de verano.

          Nada que ver con el sofocante calor que  gobierna con mazo periqueño a los ciclistas que se adentran por tierras donde solo el calor sobre las tejas, inundando las calles de un fuego capaz de calcinar los pájaros y amortajar el tedio los acompaña; esas tierras en las que aparecía el canal como un puñal inmóvil hundiéndose en la tierra, y, la misma en la que el viajero descubre de repente la iglesia de Olmos, de la que nos dice el novelista viajero: mientras su pórtico de tres columnas desata fantasías en el aire, la fábrica se recrea en la contemplación de unas lomas donde crece el cereal y duermen los barbechos. Por su parte, la torre, menos esbelta de lo que aparenta en la distancia, también se ensimisma en la visión de las espigas. Hay, pues, una sensibilidad exquisita no solo en la contemplación de lo derruido, sino también de lo que queda en pie, del propio Canal y, por supuesto, del paisanaje con el que se intercambian saberes, perplejidades y noticias peregrinas o incredulidades: 

             —Una vez arrancada la  barcaza, todo era templar. Pero había que ir con cuidado, porque las mulas sabían álgebra, dice un interlocutor. 

            —Los carros materos —respondió pasando por alto las justificaciones y remarcando la separación— llevaban un segundo piso cogido con alambres, una especie de plataforma de madera en la que transportaban piedras para hacer cal, a quien los cofrades le sugieren que se dice «carromateros», como prescribe la RAE. 

                    Detrás del mostrador y sobre una crestería de botellas, un cartel proclamaba con letras de regular tamaño: «Se vende veza». —¿Eso qué es? —preguntamos al camarero. —Algo parecido a la alfalfa. Pero la RAE, voy a buscar la voz, admirado por su belleza,  nos dice que es la algarroba, lo cual no le da demasiado parecido con la alfalfa, desde luego… Y, ya que estamos, no son pocas las voces que aparecen en el texto de Pascual Izquierdo que tienen viejos ecos de las voces que rescataban los noventayochistas del uso popular perdido en los ya por entonces pequeñas y despobladas aldeas de la meseta. Muchas, es cierto, tienen que ver con la arquitectura, con la construcción, pues son muchos los hermosos puentes sobre el Canal que se describen, pero, obviando la hermosa cuérnago por «cauce», me quedo con una que me ha dejado una duda irresoluta: «pluma de lagar», y cuya explicación solo podía venirme de una fuente tan autorizada como la de Emilio Pascual, quien me confirmo mi sospecha de que se aludía con tal nombre a la viga de madera de la que pende el peso que prensa la uva, del mismo modo que se llama así, «pluma», a la grúa que se instala en el centro de una construcción para facilitar los movimientos del material que en ella se emplean.

          Esta novela de viaje tiene muchas virtudes, y la de la propia invención no deja de ser una de las principales, pero esa creación de carácter costumbrista está jalonada por tal cantidad de información histórica que el lector disfruta con conocimientos insospechados para poblaciones de tan escasos habitantes; de igual manera que, sin discriminación ninguna, se nos hace la loa de accidentes geográficos que la merecen al margen de las dimensiones de su realidad, y me da la impresión que en no pocas ocasiones por el eco antiguo de la toponimia, como ocurre con el río Ucieza: El Ucieza es un río ignoto y humilde que, tras nacer en las alturas conocidas como los Páramos del Mochuelo, se arrastra por la planicie de Campos hasta morir cerca de Monzón, o con esta obra de ingenieria: Acueducto de San Carlos de Abánades. Se construyo de 1775 a 1780, dirigida por Antonio de Ulloa y Juan Lemaur. Desde lo alto del acueducto se contempla el rastro de árboles que crecen en el cauce y, mirando hacia las aguas verdosas del Valdavia, se percibe la distancia que existe entre el pretil y el suelo. Y se siente el silencio como si fuera un espeso oleaje de ceniza sobre el campo.

          Todas estas noticias me llegaban bien en la habitación del húmedo y aristocrático balneario venido a los menos de la edad y la escasez de fondos reformistas bien en alguna terraza donde reposar las vueltas y revueltas por poblaciones o caminos de sirga junto al Ebro, que domina las Merindades desde su hermoso nacimiento en Fontibre, cuyos alrededores bien merecen la visita. Menos tiempo teníamos en las prolijas descripciones de los templos románicos cuyas explicaciones generosas recibíamos de guías competentes, como la de la Colegiata de  Cervatos, el famoso románico erótico, y la del muy dinámico y feminista de la Iglesia de San Cornelio y San Cipriano, en Revilla de Santullán. Obras de arte ante las que nos quedábamos con un pasmo lejano que no difiere del que nos provocan obras más complejas y perfeccionistas como las del Renacimiento y el Barroco, por ejemplo. Otro cantar era llegar a otras iglesias románicas mas retiradas, como la de San Martín de Elines, con un claustro-joya  y una planta de dimensiones, en alzada, poco románicas, pero muy impactantes. La joven guía de esta última derrochó amabilidad y buen hacer, y pudimos ver el resto de las pinturas originales que decoraban el ábside. Imagino que si se hubiera dado el prodigio de conservar una iglesia tal y como la dejaron a poco de acabarla, no sé yo si el Románico tendría el mismo prestigio, del mismo modo que los colores vivos del Partenón en su tiempo, acaso nos hubieran producido un rechazo casi frontal. Ha hecho mucho en pro de su estatus la desnudez zen del mármol, desde luego. Recuerdo la Ermita de Belén, en Liétor, como una masificación gráfica francamente difícil de digerir estilísticamente, aunque con un encanto muy peculiar, propio del abigarramiento que llegaba a lo bizarro.

                                        


          La cofradía del pedal une deporte y cultura en perfecto maridaje, y de ahí las muchísimas referencias culturales que se van deslizando a través de las etapas, unas veces a cuenta de lo que se observa; otras, derivadas de la propia experiencia de los cofrades, ¡que no es poca! Atentos al camino, al arte, a las instituciones y al placer de la mesa bien surtida y regada, no es extraño que nos lleguen noticias de libros «locales» como el de Julio Gómez Senador: Castilla en escombros, que califica como desgarrador, el ínclito y sabio «Aemilius», trasunto del célebre escritor Emilio Pascual, quien remacha: De Julio Senador dice Jiménez Lozano que cometió el error de esconder sus palabras en el lugar más oculto y seguro. —¿Puede saberse cuál es ese lugar? —Un libro. —¿Cómo que un libro? —En España, publicar un libro es certificar que nadie va a leerlo. A veces, incluso la política, que tan abandonado tiene al Canal, se filtra a través de alguna noticia que, teniendo en cuenta nuestro presente, no deja de ser llamativa: Alguien comentaba las últimas incidencias del «caso Mañueco», relacionado con ese presidente de la Diputación acusado de cometer irregularidades, porque confirma la sospecha general de que, en este país, cuanto más [y no necesariamente «mejor»…]  delinques, más lejos llegas. De hecho, una referencia al «ominoso» Fernando vii sirve para recordarnos el momento en el que, por carecer de fondos el reino para hacerse cargo de las obras del Canal, se «privatizó»: en 1828, Fernando vii visita Palencia y allí le exponen el agravio de que las obras del Canal no progresan. Como la hacienda está esquilmada, Fernando vii privatiza el Canal, que pasa a denominarse Compañía del Canal de Castilla, por un periodo de setenta años a contar tras el acabamiento de las obras.

          Son muchos los lugares y los monumentos que se visitan, propios de la Historia o relativos al Canal, pero me quedo con el referido a Belmonte, la soberbia torre del castillo de Belmonte, que lleva a Aemilius a pronunciar unas palabras que algún revuelo doméstico causarían en su día…: Este edificio perteneció a don Juan Manuel de Nájera, señor del Belmonte. Luego, en tiempos de Carlos i, pasó a los Manueles y más tarde a los Manrique. Como un belicoso torbellino, por aquí cruzó con sus mesnadas el obispo Acuña, ese clérigo de azarosa biografía que, tras sumar su arrojo y caudillaje al levantamiento comunero, puso cerco a la fortaleza de Trigueros y fue derrotado en Villalar. [Edificio que ahora pertenece a la familia Fontaneda, por cierto]. —Yo sería feliz recluido en el torreón y rodeado solo de libros —proclamo Armilius. Macizo y airoso, el Torreón del Castillo de Belmonte no desmerece, de ninguna de las maneras, de la torre de Montaigne, en quien acaso piense Aemilius cuando expresa su deseo de aislarse en él. —¿Por qué no también de mujeres? , le inquiere, con sorna otro cofrade. —Quiero decir que, a estas alturas de mi vida, yo solo necesito tiempo —continuó Aemilius—. Tiempo para leer las páginas que aún no he leído. Y tiempo para acabar de escribir los tres o cuatro libros pendientes. ¡Ah, el tiempo! ¿Quién no puede identificarse con ese casto deseo! 

Reconozco que a nuestro viaje por las Merindades me llevé no menos de tres proyectos literarios a los que quería echarles un vistazo y quién sabía si incluso darles algún empujoncillo para poder decantarme, finalmente, por uno u otro y dedicarle, entonces, todo el tiempo, del escaso de que los escritores con responsabilidades domésticas suelen disponer…, pero ¡nones! Hube de conformarme con la lectura del manual escolar, del que ya he dado razón en esta Provincia, y del hermosísimo libro de Pascual Izquierdo, cuyas ilustraciones fotográficas, ¡aún no lo había dicho!, son una maravilla, y demuestra que en el narrador y poeta anida un fotógrafo de exquisita sensibilidad. ¡Qué luz, la de esas fotos! Imagino que el autor debe de haber hecha ya alguna que otra exposición con ellas, porque, a mi juicio, lo merecen.

No quiero concluir la recensión del libro de Izquierdo sin mencionar el jocoso recurso autobiográfico en la narración, cuando un cura se queja de que poeta hubo que convirtió la visita poco menos que en una traslación erótica, según noticia que le había llegado: Un sujeto que firma como Pascual Izquierdo. ¿No lo conocerá alguno de ustedes, por casualidad? —Ninguno de nosotros ha oído antes ese nombre. Debe de ser un autor marginal. Un perfecto desconocido. El cura se refería a las fantasías narrativas que se permite el autor, con motivo de esa visita, al recogerla en un libro anterior: Viaje por tierras de Castilla (y Cantabria)

Las Merindades es una comarca de cascadas en pueblos de muy bellas hechuras, y si no las hay, pues tienen un castillo imponente, como el de Frías, una villa medieval que esta considerada como uno de los pueblos más hermosos de España, una competición reñida donde las haya.


                              Una cascada de agua

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

Aunque había relativamente pocos visitantes, sí constato que, cuando fuimos a visitar las cascadas de Tobera, tuvimos que desplazarnos hasta el desfiladero de Pancorbo para encontrar sitio donde comer. Al final, comimos de fábula, y pudimos admirar el inicio de un desfiladero en cuyo margen detuve el vehículo para fotografiar un campanario «colgado» sobre la carretera que parecía una réplica exacta del que vimos mi Conjunta y yo en Narciso negro, la extraordinaria película de Michael Powell y Emeric Presburger.

                    Una roca grande

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

Leí hace poco el Elogio de caminar, de David Le Breton, en el que echaba pestes de los conductores, y nos describía poco menos que como «depredadores» del desplazamiento, como seres insensibles a las riquísimas recompensas del caminar a campo traviesa. Y sí, está claro que las ruedas del coche no son los pies, y que conducir no es caminar, pero discrepo yo mucho de que con las manos a las diez y diez sobre el volante y a una velocidad moderada de 90 km/h seamos tan insensibles como para no disfrutar de las muchas recompensas visuales, e incluso olfativas y táctiles, merced a la imaginación, que te deparan los muchos y diferentes paisajes de las Merindades, con esa disposición como de cráter que te obliga a subir y bajar puertos de no mas de mil metros de cima.

Por lo general, las carreteras, salvo las vecinales, suelen estar bien, pero a la ida cometí el error de llegar hasta el final de la autopista y me quedé a unos veinte quilómetros de Vitoria, teniendo que desviarme a mi izquierda para ir hacia el pueblín de Corcontes, atravesando muchos caseríos vascos y otros burgaleses, en esa frontera en la que las identidades por fuerza han de constituir un flujo, no un roble arraigado, pero allá cada cual con sus identificaciones, porque es amplio el mercado y hay de todo, como en botica. Curiosamente, en ese recorrido inicial nos salió al paso una de las iglesias que al final no acabamos yendo a ver porque estaba cerrada y porque requería una caminata en ascenso algo exigente. Desde la carretera, sin embargo, el peñasco como un barco que pone proa al paisaje era tan imponente como bello. A la vuelta mejoramos el criterio y descendimos por un desfiladero bien atractivo hasta Oña y de allí a Logroño, adonde no llegamos, para coger la autopista de vuelta a Barcelona, con el corazón y los ojos henchidos de tranquilidad, de buen tiempo, de excelentes yantares y de mil detalles culturales que, unidos a los paisajísticos, nos depararon una estancia que amerita la repetición.

A menudo, las mejores explicaciones en los libros de viajes son las fotografías que los ilustran y que despiertan en sus lectores el deseo de conocer personalmente esos paisajes o monumentos. No digo que sea innecesaria la prosa con que los viajeros dan rienda suelta a su entusiasmo o su decepción, pero una buena selección de instantáneas compensan algunas expansiones literarias, ciertamente... Aquí van algunas, para hacerme perdonar tanta extensión...





 

         


 






martes, 26 de agosto de 2025

«El primer manuscrito», de José Dalmàu Carles, o el descubrimiento de la lectura y el saber.

 

Aprender a leer con la letra manuscrita: una sucinta enciclopedia  moralizante.

 

          Aunque El primer manuscrito fue publicado inicialmente en Gerona, en 1905, sus ediciones fueron adaptándose a los tiempos, de ahí que esta edición se abra con una loa A la Patria, dentro de la cual se ensalza el Glorioso Movimiento Nacional que ha devuelto a España sus esencias tradicionales, y se cierra con una paráfrasis del Todo por España en el que se incluye la petición de honda veneración y agradecimiento por el ilustre generalísimo D. Francisco Franco Bahamonde, forjador de la nueva España. Tengamos presente que esta edición que he leído es de 1944, e ignoro si en sucesivas ediciones siguió apareciendo el lametazo de rigor.

          Mi perspectiva, obviamente, dado mi historial académico como profesor, no es otra que la didáctica, mezclada, eso sí, con la evocación de mi primera infancia, esa que se refleja en la fotografía que ilustra mi bitácora, cuando me enfrenté con la lectura por primera vez con libros manuscritos y con ilustraciones en las que me llamaban muchísimo la atención los pantalones bombachos, en aquel cercano 1959 muy pasados de moda ya. Por lo demás, la misma mezcla enciclopédica de saberes, historias edificantes, fábulas aleccionadoras y dibujos de animales, profesiones, etc. que he hallado en este ejemplar y que tuvo, al parecer, cierto éxito.

          No era fácil, de niño, leer estas letras manuscritas tan variadas, algunas de las cuales  habrán de parecerles casi jeroglíficos egipcios a los niños de hoy, pero recuerdo muy gratamente que fui felicitado por mi destreza en ese desentrañamiento, habilidad de la que quizá me viniera, ¡siglos después…!, mi afición hermenéutica y mi infatigable dedicación intelectora. En cualquier caso, me he dado el gustazo de recorrer todas las caligrafías, las habituales, las escandalosas y las inverosímiles, para viajar en el tiempo ya desde el sucinto prólogo dedicado a los Comprofesores, a quienes se les recuerdan verdades tan elementales como que  «es un principio pedagógico elevado a la categoría de axioma esta verdad: Solo se aprende bien lo que se hace». Y se le recuerda que prodigando el grabado y el color, exitamos [sic] la curiosidad del niño, llevándolo con deleite, a aprender y discurrir; capítulos de ciencia amable donde, huyendo de la rigidez didáctica, la inteligencia se nutre de conocimientos importantísimos, sin descuidar los relatos encaminados a la formación moral y cívica, además de brees biografías y algunas composiciones literarias.

          El capítulo de la retórica usada en las diferentes situaciones escolares y vitales no tiene desperdicio: Dame, mamá, una hoja de papel resistente, pues voy a poner cubiertas a mi Manuscrito, a fin de conservarlo mejor…, le dice Antoñito, El buen escolar, a su madre, porque va a imitar las caligrafías correspondiente al hacer los deberes que en el libro se encargan.

          La cruda realidad del mendigo que ciega a los pájaros para que canten mejor abre las historias «ejemplares», y se inicia con una reflexión sobre la caridad cristiana a la que incluso en ese mendigo que abandonó a sus hijos y que todo se lo gastaba en aguardiente obliga a los creyentes la religión católica. A cada historia sigue un apartado titulado Preceptos morales, donde se sintetizan las enseñanzas que han de extraerse de la lectura. El manual incluye una guía de conversación para que los niños hablen sobre lo que acaban de leer.

         

        Se suele usar mucho el planteamiento dicotómico: hermanos opuestos en inclinación, como Enrique y Juan Antonio: el segundo, gran lector, a quien si padre regala Corazón y Las tierras vírgenes; el primero, enemigo declarado de la lectura, a quien su padre regala Testa, y quien acaba rompiendo las páginas de Corazón de su hermano. Este librito gerundense se inspira en la tradición del Libro de la patria que arranca con  Le tour de la France par deux enfants, de G. Bruno (seudónimo de la escritora Augustine Fouillée, de soltera Tuillerie), publicado en 1877 y que se convirtió en una auténtica cartilla escolar de moralidad cívica y patriotismo. En esa línea han de considerarse las obras aquí regaladas a los hermanos: Corazón, de Edmundo de Amicis y Testa, una continuación de Corazón escrita por el amigo de Amicis, Paolo Mantegazza. El protagonista de ambas, Enrico Bottini, es un niño en Corazón y un adolescente en Testa. El desenlace de la historia sería fuertemente reprobado en nuestra amoral sociedad contemplativa de cualquier transgresión: Juan Antonio se va de vacaciones con sus padres a San Sebastián y Enrique es devuelto al colegio donde, interno, pasará las vacaciones. Y esto me trae a la memoria, ¡y ya es coincidencia!, una película reciente de Alexander Payne, Los que se quedan, sobre los hijos cuyos padres no los pueden atender durante las vacaciones de Navidad…

          El afán didáctico de la obra se esparce por toda ella, pero, como se dice, muy bien traído. Como en el caso de Adelina a quien su abuela invita a enviarle una esquela de invitación a comer con ellos a su amiga Encarnación: […] Pero… una esquela… una esquela, ¿qué es una esquela, abuelita? —Mujer —respondió la abuela—, las esquelas son a manera de cartas cortitas que se dirigen a personas amigas de la misma población, para tratar asuntos de poca importancia. Más adelante, y siguiendo el modelo practico de estas enseñanzas, se mostrará cómo se escribe una carta y cuales son las partes que la constituyen. E incluso, hacia el final, se enseñará cómo redactar un recibo, el cual, como los otros tipos de escritos se atienen a un principio hoy denostado por la desorientada pedagogía moderna: El mejor medo de aprender una cosa consiste en hacerla una y otra vez.  De la definición de recibo, retengamos ese detalle de época que consiste en que si el importe superaba las cinco pesetas, debía llevar un sello móvil, es decir los típicos timbres o las famosas pólizas que, si no ando errado (sin hache, ojo), fueron suprimidas allá hacia finales de los 80 del siglo pasado, y que constituyeron un tormento mayúsculo a la hora de hacer gestiones ante la Administración del Estado.

Hay un buen número de informaciones cuya veracidad es indiscutible, como la que dice que un hombre andando siempre en la misma dirección, necesitaría tres años para dar la vuelta al mundo, una hazaña, efectivamente, llevada a cabo por un tal Nacho Deán que ha empleado ese tiempo en recorrer 33.000 km de esa vuelta. Sin embargo, cuando explica el capitulo de los volcanes, concluye que en el mundo hay 270, cuando, en realidad, hay contabilizados unos 1.350.

          

      A mí, ya se entenderá, me ha llegado al alma la narración en que a un niño, Agustín, le dicen sus padres que le han de comprar unos zapatos nuevos —es cierto que, de niños, se nos renovaba el calzado cuando el otro era ya prácticamente inutilizable— y pregunta su precio, no bajará de ocho pesetas, y el de los zuecos, unas dos pesetas. Escoge que le compren los zuecos para, con la diferencia, poder comprar ¡un Diccionario de la Lengua Castellana! Y añade: ¡Qué bien estudiaría si lo poseyera y cuántas cosas nuevas aprendería todos los días! Es un libro que contiene la significación de todas las palabras. Y lo curioso es que el corolario moral no apunta muy alto, dado el carácter universal de esta enseñanza: Años después no había en todo el pueblo un obrero tan instruido como Agustín. Querido de todos y por todos considerado, llegó a formarse una envidiable posición.

          Esa voluntad edificante de la personalidad ajustada a unos patrones de conducta intachable y provechosa aparecen en casi todos los relatos, y no puedo dejar de citar el  titulado El ahorro y la lotería, en la que dos hermanas de opuesta naturaleza, Marcela y Dolores, aprenden el oficio de modista y corsetera, respectivamente. A ambas sus pares les inculcan el espíritu de ahorro: Guardaos vuestras ganancias que no las necesitamos, y quizás ellas s permitan trocar, algún día, la condición de obreras por la de dueñas de taller, que es a lo que debéis aspirar constantemente. Y así ocurre con la ahorradora Marcela, mientras que Dolores, que lo ha «invertido» todo en el azar de la lotería, sigue trabajando como jornalera y continúa esperando en vano… el premio gordo de la lotería.

          Son abundantes las informaciones de carácter científico, desde la biología hasta la astronomía, pasando por la física o la geología: La luna, los volcanes, las bombas hidráulicas, el barómetro, etc. son conocimientos, todos ellos enfocados desde un punto de vista práctico al alcance del entendimiento de los niños, que permiten concluir con una de esas verdades de manual: La naturaleza es un libro abierto, en el cual el hombre observador puede leer las verdades más sublimes. Tomemos, por ejemplo, la explicación del barómetro: El aire atmosférico, naturalmente, solo pesa sobre el mercurio por la parte de abajo, al contrario por la arriba el mercurio no halla obstáculo alguno que le impida el paso, y puede subir con facilidad. Cuanto más pesado es el aire, tanto mayor es la presión que ejerce sobre el mercurio, y tanto más sube este por la rama delgada del tubo. A medida que el aire se vuelve más ligero, el mercurio desciendo, ¿comprendes? […] Por regla general, cuanto más frío está, tanto más pesa el aire y entonces el mercurio sube algunos milímetros; cuanto más caliente está, tanto menos pesa y, por consiguiente, entones el mercurio baja.

          La selección de biografías está marcada por el afán de reivindicación de las glorias de la patria, por eso incluye las de Cervantes,  Santa Teresa, Jaime Balmes,  Zorrilla —nacido, curiosamente en Balladolid, del mismo modo que se escribió, en su día, Cerbantes— y el Padre Mariana. Y entre los textos literarios, destacaré la décima de Samaniego:

La paloma

Un pozo pintado vio

una paloma sedienta;

tirose a él tan violenta

que contra la tabla dio.

Del golpe al suelo cayo

y allí muere de contado.

De su apetito guiado

por no consultar al juicio,

así rueda al precipicio

el hombre desenfrenado.

       Y cierro con un jocoso epigrama atribuido por Dalmàu a un enigmático G. ¡Y no poco esfuerzo indagatorio me ha llevado concluir que el tal G ha de identificarse, al parecer, con Gianfrancesco Straparola da Caravaggio, (Caravaggio, Lombardía, hacia 1480 - después de 1557) autor de Las noches agradables, un conjunto de novelitas a imitación del Decamerón de Boccaccio que contiene, al parecer, la primera versión de La bella y la bestia. El epigrama fue traducido por Francisco Truchado, traductor de parte del libro  de Straparola, con el título de Honesto y agradable entretenimiento de damas y galanes, publicado en 1578.

Epigrama

De no sé qué enfermedad

cegó de un ojo un avaro,

y al médico el caso raro

fue a contar con ansiedad.

Cien ducados el galeno

por la cura le pidió…

«¡Cien ducados!» respondió;

                                                        «a este precio os vendo el bueno».

 

          Como se advierte, parece que ha dado de sí una antigualla pedagógica que con tan modesto título como El primer manuscrito, atesora una perspectiva enciclopédica muy digna de elogio. Supongo que una indagación exhaustiva habría de buscar ediciones de este libro desde principio del siglo XX para ir comparando las diversas adaptaciones a los tiempos políticos reinantes en cada momento, pero mi trabajo cesa aquí, entre la nostalgia de la niñez y el recuerdo de aquellas exaltaciones patrióticas que tan poco poso parece que en mí dejaron, aunque no la afición por el conocimiento y la curiosidad, que este libro exitaba… como cualquier otro, incluido el hermoso capítulo de los animales prehistóricos, que tanto nos llamaba la atención de niños.






sábado, 9 de agosto de 2025

«Dime cómo andas…», de Juan Poz, o el ejercicio de la mirada. I.

La anatomía del paso; la psicología del andar.

 

Preámbulo.

El breviario de David Le Breton sobre las virtudes del caminar, tan provechoso como sugerente, me ha traído a la memoria una reflexión que inicié hace muchos años, pero que, por muy diversas razones, todas ellas de orden exotérico, no había tenido tiempo de desarrollar como la idea merece. No es este el lugar para hacerlo, sino para, tras esbozarla, comprometerme conmigo mismo para dedicarle la infinita paciencia, el grano de sal y el tiempo que ella merece.

Si a andar se aprende andando, tras los inevitables batacazos de rigor, y nadie, por lo tanto, puede reclamarse de poseer el título de maestro, queda claro que nuestro modo de caminar, como el timbre de voz, la manera de hablar o nuestra retina son rasgos definitorios de nuestra singularidad como individuos, frente a los demás que no somos nosotros. No me atrevería a decir que son rasgos de «personalidad», porque esta es un conjunto muy extenso en el que entran otros rasgos que, junto a los mencionados, nos permiten acercarnos a una posible definición de concepto tan lábil, tan escurridizo. Se parece, la «personalidad», al «yo»: nunca estamos seguros de su extensión; jamás de cuántos ingredientes la o lo conforman bastan para sentirnos absolutamente «identificados» con lo que me temo que siempre va a parecernos una «prisión» que deja fuera lo esencial de nosotros.

Mi interés no cae del lado de la psicología, sino del de la motricidad, porque lo que a mí me ha llamado siempre la atención es, digámoslo así, la mecánica del paso, el modo torpe, grácil, desangelado o cinematográfico como resolvemos lo que nace como dificultad máxima, mantener la bipedestación, y se consolida como la indiferencia más absoluta respecto de la expresión más natural de una de las grandes habilidades de la especie: desplazarnos a pie por todos los terrenos físicos imaginables, aunque algunos, los terrenos, ríos y lagos helados o las rocas playeras tapizadas con una fina capa de algas adherida a su superficie pulimentada constituyan un reto que solo la industria del calzado ha contribuido a superar, y no siempre con éxito…

Han sido muchos años los dedicados, de forma intermitente, a fijarme en cómo caminan los demás, y creo que estoy en condiciones de lanzarme a la aventura de escribir esa suerte de ensayo descriptivo que, siguiendo el ejemplo de la grafología, se atreva a extraer con suma prudencia algunas conclusiones «psicológicas» del modo como cada cual camina, porque eso es lo que tiene la observación de algo tan peculiar como el modo de caminar, que enseguida nos tienta la idea de asociar con él ciertos rasgos psicológicos que permiten, con todas las salvedades de rigor, «definir» a la persona, caracterizarla en el seno de los límites que su andar circunscribe.

Andar no es actividad que consienta engaño ni artificio: andamos como andamos, usualmente sin haber reparado nunca en cómo lo hacemos, y ahí se acaba la historia, o debería…. La invención de Tespis, sin embargo, ya nos sentó a contemplar ciertos andares que se «singularizaron» pronto, porque los andares comunes, de sirvientes, esclavos y gente común no eran los mismos que los de los nobles, reyes, héroes y dioses que compartían la escena en las representaciones teatrales. Demos un salto de veintiséis siglos para asistir al nacimiento del séptimo arte que le ha disputado la primacía y el favor del público a los otros seis: el cinematógrafo, espejo donde hemos aspirado a vernos reflejados en las estrellas que nos han deslumbrado desde la pantalla.

Dado ese salto, con las botas de siete leguas luz…, detengámonos, en los comienzos de ese arte, en un personaje con bombín, bastón, enormes zapatos, amplísimos pantalones y raída chaqueta… En efecto, estamos hablando de The Tramp (En Francia, España y otros países Charlot), el personaje creado por uno de los primeros genios el cine: Charles Chaplin. Si descontamos su indumentaria y obviamos un bigote que era común en aquellos años, Oliver Hardy, el gordo de El gordo y el Flaco, también lo usaba —un estilo de bigote llamado «cepillo de dientes», que fue introducido en Alemania por los visitantes usamericanos, por cierto—; hechos los descuentos, decía, lo que nos queda de más significativo del personaje es su estrafalario modo de caminar, un poco al estilo «pato», con los pies girados de modo divergente hacia extremos opuestos y encogiendo levemente hacia arriba la rodilla para acompañar el paso. He ahí, pues, un «modelo» de andar totalmente singular que enamoró a todos los públicos y que, sin embargo, nadie hizo suyo, salvo para bromear con los amigos o la familia o demostrar cierta pericia en el arte de la imitación.

Va de cómicos, parece, porque nadie que los haya vista habrá olvidado jamás los andares de los personajes de Jacques Tati, Monsieur Hulot, que aparece en cuatro de sus escasos seis largos, que bien pueden ser consideradas seis obras maestras. Sí, también en este caso se necesitó el concurso de un vestuario ad hoc que, sucediéndose en las películas, acabó identificando a su personaje, que no era otro que él mismo, Jacques Tati, disfrazado: sombrero vagamente tirolés con la parte trasera chata y levantada, gabardina de amplio vuelo, pantalones por encima del tobillo, calcetines de rayas horizontales, pipa, pajarita y paraguas cerrado. Así revestido, enseguida nos llamará la atención el modo saltarín, casi como si anduviera con zancos minúsculos y flexible, como si siguiera el ritmo de una danza, Es, a medias, un caminar intrépido y un caminar cauto, porque de él suele derivarse un sinfín de torpezas y contratiempos que convierten una pacífica escena en un campo de Agramante…

Y como no hay dos cómicos sin tres, cerremos la triada con los celebérrimos andares del gran cómico universal, Groucho Marx, no menos disfrazado que los dos anteriores y cuyas zancadas de siete leguas recorriendo cualquier espacio mínimo en el que se hallara lo hicieron famoso e imitable para cualquier baile de disfraces o verbena de enmascarados. El hecho de vestir  levita añadía un revuelo textil inconfundible a sus piernas flexionadas que se extendían hasta hincar el talón y propulsarse con el ánimo de girar enseguida para volver sobre sus propios pasos mientras nos regalaba sus magnificas salidas llenas de humor absurdo.

Se advierte, pues, que si los artistas necesitan inventar un modo de caminar, ello se debe, a mi semoviente juicio, al pleno convencimiento de que, por un lado, el caminar nos distingue frente a los demás, y, por otro, en que el propio modo de caminar, sin ningún artificio, le resta personalidad al personaje, individualidad. La razón de sentir esa necesidad caracterizadora no es otra que el convencimiento de que nuestro andar propio es demasiado «común», intercambiable con el de los demás y, por consiguiente, «inexpresivo»; pero eso en modo alguno es así, y estas líneas pretenden mostrar que no es justa esa «invisibilidad», a poco que uno contemple con ciertos ojos escrutadores el modo como nuestros semejantes caminan.

Estas paginas no han necesitado otro método de trabajo que la paciente observación en todo momento y lugar, aunque para no ser tachado de mirón, fisgón o impertinente, nada como sentarse en un banco de la vía pública y seguir discretamente los andares no condicionados de cuantos transeúntes regalan generosamente su particularidad cinética para construir un archivo del que en estas páginas se singularizarán algunos estilos cuya repetición permita incluso definir ciertos «tipos» fácilmente reconocibles por todos en la vida cotidiana de cada cual. No olvidaremos, sin embargo, aquellos modelos que los medios de comunicación, la televisión o el cine han popularizado. Si todos recuerdan los andares de Charlot y Monsieur Hulot, ¿habrá alguien que no recuerde aquellos pasos sobre muelles de Tony Manero, interpretado por John Travolta en Fiebre del sábado noche, de John Badham? La espalda rectísima, la barbilla alta y esas leves flexiones que daban la impresión de andar sobre muelles, con el consiguiente movimiento de tiovivo. Fueron legión, sus imitadores, por lamentables que resultaran, pero el simulacro, como bien lo vio Baudrillard, es el nervio de nuestros tiempos clónicos ad náuseam.

Los traigo, estos ejemplos, a modo de recordatorio de cómo ciertas invenciones acaban instalándose en el imaginario colectivo, de modo que, pasado un par de generaciones, alguien creerá que «su niño» anda como sobre muelles de forma «natural», cuando se trata de algo aprendido a través de la imitación en el amplio bazar de lo vintage o la proscrita *memorabilia

Casos distintos son los andares propios, no inventados, de actores tan personales que, sin proponérselo, acabaron conformando un modo propio de caminar. Pienso ahora, entre tantos, en el inconfundible Robert Mitchum: el cuerpo levísimamente ladeado hacia la izquierda, creando un mínimo desnivel en la línea de los hombros, parecido al de quien realiza un gesto de recoger fuerzas para lanzar un directo de derecha que dé con el desafiante de turno en el suelo, o como si sufriera una ligera descompensación pélvica. Si a ello sumamos un acentuado encogimiento del estómago, que tensa los pectorales, la figura final, dadas las anchas espaldas del actor, es la de un rígido armario con un deje chulesco en la pose: toda una declaración de intenciones para reafirmar la suprema ambigüedad: con idénticos andares se te aproxima para la seducción amorosa que para la venganza mamporrera.

La variedad de andares «de pantalla» —y es raro que quien haya evocado, al hilo de mis palabras, el andar de Mitchum, no haya hecho lo propio con el de ese centauro de los westerns que fue John Wayne…— es de tan sorprendente variedad, que incluso un actor que perdió una pierna en la Primera Guerra Mundial, Herbert Marshall, construyó sobre su particular forma de desplazarse una brillante y exitosa carrera que no excluyó ni siquiera los papeles de galán. ¿Y qué decir del más famoso «contoneo» femenino del séptimo arte, el de Mae West, maestra de tanta sicalíptica aficionada, cuyos algo estudiados golpes de cadera, manteniendo uno de los brazos en jarra, suponía un dominio tan aguerrido del espacio y la situación que incluso galanes en cierne, como Cary Grant, flaqueaban ante ella? La otra variante del andar westiano consistía en el acompañamiento rítmico de todo el brazo acompañando el golpe de cadera, al modo ordinario de una modelo aficionada en una pasarela, y que, en España, hizo suyo, desde los inicios de su carrera, el cantante Raphael. Algo, además, de ese leve trote de la West hay en el andar de Tony Manero, creo advertir.

Si salimos de la pantalla y nos acercamos a la política, para ampliar el abanico de andares conocidos, supongo que para nadie es un secreto el rítmico caminar del cuadragésimo cuarto presidente de Usamérica, Barack Obama, sobre todo en el momento de subir o bajar escaleras, movimientos que realizaba con elegantes maneras de sencillas coreografías. A mi Conjunta esas maneras le han traído siempre a la memoria el inevitable modelo cinematográfico de Obama: Sidney Poitier: la elegancia cinética hecha actor, y cuyas maneras de bajar escaleras, un poco de lado y rebotando en cada escalón como si estos fueran de material elástico, han hecho historia.

Desde el modesto banco de una avenida o de un parque, ¡qué enorme es la pantalla por donde desfilan tantísimos modelos inverosímiles de caminar, y sobre cuya existencia cabe incluso dudar, a juzgar por el punto de extravagancia sobre el que algunos pueden pensar que son tan inventados como los de los cómicos de los que hemos hablado. Nadie dude, sin embargo, de mi fidelidad a lo real y de mi compromiso con la verdad. Mis ojos los han visto; mi mano los reproduce, con mayor o menor fortuna. No hay más.

Cabe advertir al cándido lector que en modo alguno es mi intención provocar una suerte de videoreflexión sobre el andar propio de cada cual, porque ello podría llevarnos a un pequeño o gran conflicto ontológico, si comenzamos a dudar de nuestros andares y queremos escoger otros que nos parezcan más apropiados para la verdadera imagen de nosotros mismos que estamos convenidos de tener… Se empieza así, ¡y quién sabe si se acaba en posición sedente o yacente para huir de cualquier posible impostura....! 

De mí sé decir que, aficionado a la carrera, como buen fondista fondón que siempre he sido, he tenido que ir modificando la manera de correr —¡y hasta leí un libro titulado El correr Chi!—, pero, como en la paremiología, la cabra siempre tira al monte, y sigo corriendo sin pararme a pensar si lo hago de la mejor manera posible… Pues lo mismo sucede con el andar. Adviértase, no obstante, que ciertas aficiones o profesiones son capaces de desfigurar nuestro andar de nacimiento para sustituirlo por otro «profesional», y pienso ahora en los bailarines de ballet, por ejemplo; o en las mujeres policía que creen más «profesional» imitar los andares de sus compañeros…

A medida que voy completando este prólogo deambulante, no dejan de venírseme a la memoria todos esos andares a los que el cine, sin ser propios de nadie, les ha conferido un estatus de referentes imposibles de obviar. Estoy a punto de acabar esta introducción y de repente me llega el andar titubeante del Nosferatu de Murnau, el vacilante de los cadáveres de La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero o el nada analgésico de las tumultuosas posaderas de la Monroe en Con fadas y a lo loco, de Wilder… No excluyo, pues, que al hilo de los modelos reales que mi memoria ha retenido, se me vayan cruzando esos otros andares del celuloide que han dejado huella en generaciones y generaciones de espectadores que nunca se han parado a pensar cómo caminan ellos.

Pues eso. (¿Continuará?)