viernes, 19 de septiembre de 2025

Dos viajes superpuestos: el familiar por las Merindades y el «Viaje por el Canal de Castilla (Hacia la pleamar de las espigas)», de Pascual Izquierdo.

        Una roca en el bosque

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El saber y el bienestar a la orilla del camino, de tierra o de agua.

 

          Confieso que como ando siempre algo atolondrado y no tengo la condición innata del viajero: echarse afuera con el animoso sursum corda! y dejarse sorprender por el pasmo ante lo geográfico, lo cultural y lo humano, no soy un turista ejemplar y descuido aspectos esenciales de toda visita a zonas de nuestra rica geografía española, excepto el hospedaje y el itinerario básico de ida y vuelta. A ello sumo la habitual mala elección de la literatura portátil, o deficiente, porque no se puede negar que no parece lo más racional escoger como libro de viaje un libro de viajes que nada tiene que ver con el que uno se dispone a hacer. La explicación es sencilla: ya lo había empezado antes de salir, y era tal el deleite de la lectura que, aun no coincidiendo más que en un extremo de la provincia de Palencia, el libro en Alar y nosotros turisteando por Aguilar de Campóo en día de mercado semanal, no me resistí a postergarlo hasta la vuelta y conmigo que me lo llevé.

          Nosotros hemos visitado muy superficialmente las Merindades, y el libro de Pascual Izquierdo se resume en su título: Viaje por el Canal de Castilla (Hacia la pleamar de las espigas), título alto, sonoro, significativo y poético haciendo honor a la condición del autor, que descuelga en el texto no pocas expresiones llenas de la poesía que inspira esa obra ilustrada que funciona desde 1753 hasta 1953. Año este en el que yo nazco, aunque no se me puede achacar mal fario ninguno…El desarrollismo del Régimen autocrático había de atender a compromisos periféricos que marginaron mortalmente a Castilla, cuna de España, sumiéndola en una postración de la que aún no se ha rehecho, ¡y menos aún en estos tiempos de la España despoblada!

          Fueron los buenos amigos los que nos sugirieron que las Merindades era un buen destino. Y así nos lo ha parecido, sobre todo por sus hermosos paisajes —las hemos recorrido de extremo a extremo, desde Vitoria hasta Reinosa y desde Espinosa de los Monteros hasta Agilar de Campóo— y por su impresionante arte románico, aunque las carreteras para llegar hasta alguno de esos templos gozosos te empujaban a dar marcha atrás y renunciar a la visita.


          Un edificio antiguo

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             ¡Ah, muy importante, si decide visitar estas villas, espacios, pueblos y centros culturales de las Merindades, vaya acompañado por alguien con quien turnarse para conducir!  ¡Excursiones hemos hecho de hasta doscientos setenta quilómetros…! Pongo por ejemplo la que nos llevo a encontrarnos con el Salto del Nervión en lo alto del puerto de Orduña que, por falta de planificación, hube de bajar con una niebla espesa de las de no ver nada a dos metros y con unos 8º de temperatura en el exterior… De vuelta a la cumbre, y leyendo oportunamente los letreros explicativos, distinguimos que habíamos de cruzar parte del Monte Santiago hasta llegar a los aparcamientos desde donde iniciar la sufrida travesía que había de llevarnos hasta una famosa cascada de 200 metros de caída que… ¡estaba seca!, de lo cual nos enteramos al cruzarnos con otros senderistas por el estrecho y casi impracticable camino que nos permitió contemplar paisajes de esos que parecen «no hollados por el hombre», a juzgar por las serias dificultades para pasar por ellos que ofrecían.

                               Vista de una montaña

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                 Íbamos dispuestos a hacer caminatas, por supuesto, pero no tan exigentes ni tan largas para, sobre todo, no hallar la refrescante recompensa prometida por la publicidad del lugar. La bajada y subida del Puerto de Orduña se convirtió en presagio de lo que nos esperaba. Y el fiasco de la cascada en anticipo de la nula oferta de restauración en Berberana, donde, gracias a que pregunté a un lugareño, fui informado de que a unos seis quilómetros, en el camping de Angosto se podía comer estupendamente en la barra, si el comedor estuviera cerrado. El hambre alarga los quilómetros a millas, está claro, y Angosto, en Vizcaya, sufría la influencia inglesa tradicional del País Vasco. Llegamos con el comedor ya cerrado, pero desde la barra nos servían lo mismo que estaban sirviendo unas mesas más allá. Y allí que pedimos la reparación de nuestro esfuerzo senderista y nos fueron saciadas con creces las tres hambres que allí nos habían llevado: Angosto era el lugar; anchas nuestras tragaderas y, en un ambiente más que euskaldún, un derroche de amabilidad las restauradoras que nos atendieron. Reconocí que el camino de vuelta se hacía de distinta manera después de semejante banquete y dejamos Angosto con la intención, acaso, de volver algún día, aun sabiendo que acaso fuera la primera y la última vez que el azar nos llevaba a él.

          Mientras, el recogimiento de nuestro habitación en el balneario de Corconte, venerable institución precisada de una contundente regeneración mobiliaria y lumínica, me permitía seguir en contacto con los miembros de la Cofradía del Pedal o hermanos del Yelmo de Mambrino: la mejor compañía para el más antiguo impulso humano: el viaje. El autor, Pascual Izquierdo, poeta y excelente autor de guías de viaje, como la notabilísima de Segovia, sin la cual ya puede uno despedirse de conocer la vieja ciudad castellana, dice que todos cuanto cuenta es producto de la invención, excepto la de los cofrades en cuya compañía viaja: Aunque aparezcan en escenarios concretos y desempeñen funciones precisas, los personajes que desfilan a o largo de este Viaje por el Canal de Castilla son solo eso: personajes literarios y no personas concretas. Estamos, pues, más que ante un libro de viajes, ante una novela de viaje, y he de confesar que la maestría del autor nos convence de lo primero, a tenor de la verdad con que nos narra la segunda. El viaje ciclista por el Canal permite a los cofrades no solo contemplar el estado de abandono de tan magna obra hidráulica, sino un reencuentro años después —el libro narra el segundo viaje, hecho en el año 2000— con ruinas, palacios, gentes, castillos y algunas novedades que sorprenden a los viajeros. La Historia aparece de forma recurrente, tanto la de siglos remotos como la infame del franquismo, como en Herrera de Pisuerga:  Aun no habían sonado las doce campanadas en el recinto que acoge la casa donde nació José Antonio Girón de Velasco [El león de Fuengirola, por otro nombre], aguerrido prohombre del franquismo que custodio las esencias del régimen hasta el último estertor. De esas épocas es también la amabilidad que deja entrever el servilismo forzoso de aquellos tiempos: —A mandar. Que para eso estamos. Resonó  en nuestros oídos la frase como reminiscencia de un pasado no demasiado lejano, y lo hizo con una carga de resignación y vasallaje totalmente inaceptable en los actuales tiempos.  Y todos le superponemos escenas de la adaptación cinematográfico que hizo Mario Camus de Los santos inocentes del castellanísimo Miguel Delibes, una película inmortal y un artefacto novelístico de extraordinaria innovación estilística…

          El viaje de los cofrades es un viaje a la desolación; el nuestro por las Merindades, una promesa de futuro, porque son enormes las posibilidades de desarrollo de la zona, y no solo por el turismo. ¡Jamás habíamos visto tantísimas balas de paja en los campos o en hangares de dimensiones gigantescas! Y en pocos sitios hay tanto terreno cultivado como por donde pasamos siempre con un deje de admiración. Por no hablar de las explotaciones ganaderas que teníamos tan cerca como en la orilla el pantano del Ebro junto al balneario de Corconte. Hacía siglos que no se me posaba un tábano y me largaba un mordisco que, dada mi fragilidad dermatológica, me dejó  un pequeño volcán en el codo y un escozor de mal soportar.


                          Vista de una montaña

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           El tiempo atmosférico nos acompañó durante toda la semana norteña y nos libró del tormento climatológico que estaban viviendo familiares y amigos en Barcelona. Mi Conjunta y yo recordamos aquellos viejísimos tiempos en los que, como auxiliares administrativos de Hacienda, escogíamos el mes de setiembre para las vacaciones de verano.

          Nada que ver con el sofocante calor que  gobierna con mazo periqueño a los ciclistas que se adentran por tierras donde solo el calor sobre las tejas, inundando las calles de un fuego capaz de calcinar los pájaros y amortajar el tedio los acompaña; esas tierras en las que aparecía el canal como un puñal inmóvil hundiéndose en la tierra, y, la misma en la que el viajero descubre de repente la iglesia de Olmos, de la que nos dice el novelista viajero: mientras su pórtico de tres columnas desata fantasías en el aire, la fábrica se recrea en la contemplación de unas lomas donde crece el cereal y duermen los barbechos. Por su parte, la torre, menos esbelta de lo que aparenta en la distancia, también se ensimisma en la visión de las espigas. Hay, pues, una sensibilidad exquisita no solo en la contemplación de lo derruido, sino también de lo que queda en pie, del propio Canal y, por supuesto, del paisanaje con quien se intercambian saberes, perplejidades y noticias peregrinas o incredulidades: 

             —Una vez arrancada la  barcaza, todo era templar. Pero había que ir con cuidado, porque las mulas sabían álgebra, dice un interlocutor. 

            —Los carros materos —respondió pasando por alto las justificaciones y remarcando la separación— llevaban un segundo piso cogido con alambres, una especie de plataforma de madera en la que transportaban piedras para hacer cal, a quien los cofrades le sugieren que se dice «carromateros», como prescribe la RAE. 

                    Detrás del mostrador y sobre una crestería de botellas, un cartel proclamaba con letras de regular tamaño: «Se vende veza». —¿Eso qué es? —preguntamos al camarero. —Algo parecido a la alfalfa. Pero la RAE, voy a buscar la voz, admirado por su belleza,  nos dice que es la algarroba, lo cual no le da demasiado parecido con la alfalfa, desde luego… Y, ya que estamos, no son pocas las voces que aparecen en el texto de Pascual Izquierdo que tienen viejos ecos de las voces que rescataban los noventayochistas del uso popular perdido en los ya por entonces pequeñas y despobladas aldeas de la meseta. Muchas, es cierto, tienen que ver con la arquitectura, con la construcción, pues son muchos los hermosos puentes sobre el Canal que se describen, pero, obviando la hermosa cuérnago por «cauce», me quedo con una que me ha dejado una duda irresoluta: «pluma de lagar», cuya explicación solo podía venirme de una fuente tan autorizada como la de Emilio Pascual, quien me confirmo mi sospecha de que se aludía con tal nombre a la viga de madera de la que pende el peso que prensa la uva, del mismo modo que se llama así, «pluma», a la grúa que se instala en el centro de una construcción para facilitar los movimientos del material que en ella se emplean.

          Esta novela de viaje tiene muchas virtudes, y la de la propia invención no deja de ser una de las principales, pero esa creación de carácter costumbrista está jalonada por tal cantidad de información histórica que el lector disfruta con conocimientos insospechados para poblaciones de tan escasos habitantes; de igual manera que, sin discriminación ninguna, se nos hace la loa de accidentes geográficos que la merecen al margen de las dimensiones de su realidad, y me da la impresión que en no pocas ocasiones por el eco antiguo de la toponimia, como ocurre con el río Ucieza: El Ucieza es un río ignoto y humilde que, tras nacer en las alturas conocidas como los Páramos del Mochuelo, se arrastra por la planicie de Campos hasta morir cerca de Monzón, o con esta obra de ingenieria: Acueducto de San Carlos de Abánades. Se construyo de 1775 a 1780, dirigida por Antonio de Ulloa y Juan Lemaur. Desde lo alto del acueducto se contempla el rastro de árboles que crecen en el cauce y, mirando hacia las aguas verdosas del Valdavia, se percibe la distancia que existe entre el pretil y el suelo. Y se siente el silencio como si fuera un espeso oleaje de ceniza sobre el campo.

          Todas estas noticias me llegaban bien en la habitación del húmedo y aristocrático balneario venido a los menos de la edad y la escasez de fondos reformistas bien en alguna terraza donde reposar las vueltas y revueltas por poblaciones o caminos de sirga junto al Ebro, que domina las Merindades desde su hermoso nacimiento en Fontibre, cuyos alrededores bien merecen la visita. Menos tiempo teníamos en las prolijas descripciones de los templos románicos cuyas explicaciones generosas recibíamos de guías competentes, como la de la Colegiata de  Cervatos, el famoso románico erótico, y la del muy dinámico y feminista de la Iglesia de San Cornelio y San Cipriano, en Revilla de Santullán. Obras de arte ante las que quedábamos con un pasmo lejano que no difiere del que nos provocan obras más complejas y perfeccionistas como las del Renacimiento y el Barroco, por ejemplo. Otro cantar era llegar a otras iglesias románicas mas retiradas, como la de San Martín de Elines, con un claustro-joya  y una planta de dimensiones, en alzada, poco románicas, pero muy impactantes. La joven guía de esta última derrochó amabilidad y buen hacer, y pudimos ver el resto de las pinturas originales que decoraban el ábside. Imagino que si se hubiera dad el prodigio de conservar una iglesia tal y como la dejaron a poco de acabarla, no sé yo si el Románico tendría el mismo prestigio, del mismo modo que los colores vivos del Partenón en su tiempo, acaso nos hubieran producido un rechazo casi frontal. Ha hecho mucho en pro de su estatus la desnudez zen del mármol, desde luego. Recuerdo la Ermita de Belén, en Liétor, como una masificación gráfica francamente difícil de digerir estilísticamente, aunque con un encanto muy peculiar, propio del abigarramiento que llegaba a lo bizarro.

          La cofradía del pedal une deporte y cultura en perfecto maridaje, y de ahí las muchísimas referencias culturales que se van deslizando a través de las etapas, unas veces a cuenta de lo que se observa, otras como derivadas de la propia experiencia de los cofrades, ¡que no es poca! Atentos al camino, al arte, a las instituciones y al placer de la mesa bien surtida y regada, no es extraño que nos lleguen noticias de libros «locales» como el de Julio Gómez Senador: Castilla en escombros, que califica como desgarrador, el ínclito y sabio «Aemilius», trasunto del célebre escrito Emilio Pascual, quien remacha: De Julio Senador dice Jiménez Lozano que cometió el error de esconder sus palabras en el lugar más oculto y seguro. —¿Puede saberse cuál es ese lugar? —Un libro. —¿Cómo que un libro? —En España, publicar un libro es certificar que nadie va a leerlo. A veces, incluso la política, que tan abandonado tiene al Canal, se filtra a través de alguna noticia que, teniendo en cuenta nuestro presente, no deja de ser llamativa: Alguien comentaba las últimas incidencias del «caso Mañueco», relacionado con ese presidente de la Diputación acusado de cometer irregularidades, porque confirma la sospecha general de que, en este país, cuanto más [y no necesariamente «mejor»…]  delinques, más lejos llegas. De hecho, una referencia al «ominoso» Fernando vii sirve para recordarnos el momento en el que, por carecer de fondos el reino para hacerse cargo de las obras del Canal, se «privatizó»: en 1828, Fernando vii visita Palencia y allí le exponen el agravio de que las obras del Canal no progresan. Como la hacienda está esquilmada, Fernando vii privatiza el Canal, que pasa a denominarse Compañía del Canal de Castilla, por un periodo de setenta años a contar tras el acabamiento de las obras.

          Son muchos los lugares y los monumentos que se visitan, propios de la Historia o relativos al Canal, pero me quedo con el referido a Belmonte, la soberbia torre del castillo de Belmonte, que lleva a Aemilius a pronunciar unas palabras que algún revuelo doméstico causarían en su día…: Este edificio perteneció a don Juan Manuel de Nájera, señor del Belmonte. Luego, en tiempos de Carlos i, pasó a los Manueles y más tarde a los Manrique. Como un belicoso torbellino, por aquí cruzó con sus mesnadas el obispo Acuña, ese clérigo de azarosa biografía que, tras sumar su arrojo y caudillaje al levantamiento comunero, puso cerco a la fortaleza de Trigueros y fue derrotado en Villalar. [Edificio que ahora pertenece a la familia Fontaneda, por cierto]. —Yo sería feliz recluido en el torreón y rodeado solo de libros —proclamo Armilius. Macizo y airoso, el Torreón del Castillo de Belmonte no desmerece, de ninguna de las maneras, de la torre de Montaigne, en quien acaso piense Aemilius cuando expresa su deseo de aislarse en él. —¿Por qué no también de mujeres? , le inquiere, con sorna otro cofrade. —Quiero decir que, a estas alturas de mi vida, yo solo necesito tiempo —continuó Aemilius—. Tiempo para leer las páginas que aún no he leído. Y tiempo para acabar de escribir los tres o cuatro libros pendientes. ¡Ah, el tiempo! ¿Quién no puede identificarse con ese casto deseo! 

Reconozco que a nuestro viaje por las Merindades me llevé no menos de tres proyectos literarios a los que quería echarles un vistazo y quién sabía si incluso darles algún empujoncillo para poder decantarme, finalmente, por uno u otro y dedicarle, entonces, todo el tiempo, del escaso de que los escritores con responsabilidades domésticas suelen disponer…, pero ¡nones! Hube de conformarme con la lectura del manual escolar, del que ya e dado razón en esta Provincia, y del hermosísimo libro de Pascual Izquierdo, cuyas ilustraciones fotográficas, ¡aún no lo había dicho!, son una maravilla, y demuestra que en el narrador y poeta anida un fotógrafo de exquisita sensibilidad. ¡Qué luz, la de esas fotos! Imagino que el autor debe de haber hecha ya alguna que otra exposición con ellas, porque, aconvirti mi juicio, lo merecen.

No quiero concluir la recensión del libro de Izquierdo sin mencionar el jocoso recurso autobiográfico en la narración, cuando un cura se queja de que poeta hubo que convirtió la visita poco menos que en una traslación erótica, según noticia que le había llegado: Un sujeto que firma como Pascual Izquierdo. ¿No lo conocerá alguno de ustedes, por casualidad? —Ninguno de nosotros ha oído antes ese nombre. Debe de ser un autor marginal. Un perfecto desconocido. El cura se refería a las fantasías narrativas que se permite el autor, con motivo de esa visita, al recogerla en un libro anterior: Viaje por tierras de Castilla (y Cantabria)

Las Merindades es una comarca de cascadas en pueblos de muy bella factura, y si no las hay, pues tienen un castillo imponente, como el de Frías, una villa medieval que esta considerada como uno de los pueblos más hermosos de España, una competición reñida donde las haya.


                              Una cascada de agua

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Aunque había relativamente pocos visitantes, sí constato que, cuando fuimos a visitar las cascadas de Tobera, tuvimos que desplazarnos hasta el desfiladero de Pancorbo para encontrar sitio donde comer. Al final, comimos de fábula, y pudimos admirar el inicio de un desfiladero en cuyo margen detuve el vehículo para fotografiar un campanario «colgado» sobre la carretera que parecía una réplica exacta del que vimos mi Conjunta y yo en Narciso negro, la extraordinaria película de Michael Powell y Emeric Presburger.

                    Una roca grande

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Leí hace poco el Elogio de caminar, de David Le Breton, en el que echaba pestes de los conductores, y nos describía poco menos que como «depredadores» del desplazamiento, como seres insensibles a las riquísimas recompensas del caminar a campo traviesa. Y sí, está claro que las ruedas del coche no son los pies, y que conducir no es caminar, pero discrepo yo mucho de que con las manos a las diez y diez sobre el volante y a una velocidad moderada de 90 km/h seamos tan insensibles como para no disfrutar de las muchas recompensas visuales, e incluso olfativas y táctiles, merced a la imaginación, que te deparan los muchas y diferentes paisajes de las Merindades, con esa disposición como de cráter que te obliga a subir y bajar puertos de no mas de mil metros de cima.

Por lo general, las carreteras, salvo las vecinales, suelen estar bien, pero a la ida cometí el error de llegar hasta el final de la autopista y me quedé a unos veinte quilómetros de Vitoria, teniendo que desviarme a mi izquierda para ir hacia el pueblín de Corcontes, atravesando muchos caseríos vascos y otros burgaleses, en esa frontera en la que las identidades por fuerza han de constituir un flujo, no un roble arraigado, pero allá cada cual con sus identificaciones, porque es amplio el mercado y hay de todo, como en botica. Curiosamente, en ese recorrido inicial nos salió al paso una de las iglesias que al final no acabamos yendo a ver porque estaba cerrada y porque requería una caminata en ascenso algo exigente. Desde la carretera, sin embargo, el peñasco como un barco que pone proa al paisaje era tan imponente como bello. A la vuelta mejoramos el criterio y descendimos por un desfiladero bien atractivo hasta Oña y de allí a Logroño, adonde no llegamos, para coger la autopista de vuelta a Barcelona, con el corazón y los ojos henchidos de tranquilidad, de buen tiempo, de excelentes yantares y de mil detalles culturales que, unidos a los paisajísticos, nos depararon una estancia que amerita la repetición.

A menudo, las mejores explicaciones en los libros de viajes son las fotografías que los ilustran y que despiertan en sus lectores el deseo de conocer personalmente esos paisajes o monumentos. No digo que sea innecesaria la prosa con que los viajeros dan rienda suelta a su entusiasmo o su decepción, pero una buena selección de instantáneas compensan algunas expansiones literarias, ciertamente... Aquí van algunas, para hacernos perdonar tanta extensión...





 

         


 






1 comentario:

  1. Un destino que solo tangencialmente he visitado. Me he reído con varias de esas observaciones que haces como casi sin querer, sobre la comida, las identidades, y las distancias...un doble viaje, literarios y biográfico...¡Qué luego dicen que uno no puede estar en dos sitios a la vez!😄...¿Milagros de la internet? No, de la letra impresa...

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