El
saber y el bienestar a la orilla del camino, de tierra o de agua.
Confieso
que como ando siempre algo atolondrado y no tengo la condición innata del
viajero: echarse afuera con el animoso sursum corda! y dejarse
sorprender por el pasmo ante lo geográfico, lo cultural y lo humano, no soy un
turista ejemplar y descuido aspectos esenciales de toda visita a zonas de
nuestra rica geografía española, excepto el hospedaje y el itinerario básico de
ida y vuelta. A ello sumo la habitual mala elección de la literatura portátil,
o deficiente, porque no se puede negar que no parece lo más racional escoger
como libro de viaje un libro de viajes que nada tiene que ver con el que uno se
dispone a hacer. La explicación es sencilla: ya lo había empezado antes de
salir, y era tal el deleite de la lectura que, aun no coincidiendo más que en
un extremo de la provincia de Palencia, el libro en Alar y nosotros turisteando
por Aguilar de Campóo en día de mercado semanal, no me resistí a postergarlo
hasta la vuelta y conmigo que me lo llevé.
Nosotros
hemos visitado muy superficialmente las Merindades, y el libro de Pascual
Izquierdo se resume en su título: Viaje por el Canal de Castilla (Hacia la
pleamar de las espigas), título alto, sonoro, significativo y poético
haciendo honor a la condición del autor, que descuelga en el texto no pocas
expresiones llenas de la poesía que inspira esa obra ilustrada que funciona
desde 1753 hasta 1953. Año este en el que yo nazco, aunque no se me puede
achacar mal fario ninguno…El desarrollismo del Régimen autocrático había de
atender a compromisos periféricos que marginaron mortalmente a Castilla, cuna
de España, sumiéndola en una postración de la que aún no se ha rehecho, ¡y
menos aún en estos tiempos de la España despoblada!
Fueron
los buenos amigos los que nos sugirieron que las Merindades era un buen
destino. Y así nos lo ha parecido, sobre todo por sus hermosos paisajes —las
hemos recorrido de extremo a extremo, desde Vitoria hasta Reinosa y desde
Espinosa de los Monteros hasta Agilar de Campóo— y por su impresionante arte
románico, aunque las carreteras para llegar hasta alguno de esos templos
gozosos te empujaban a dar marcha atrás y renunciar a la visita.
¡Ah, muy importante, si decide visitar
estas villas, espacios, pueblos y centros culturales de las Merindades, vaya
acompañado por alguien con quien turnarse para conducir! ¡Excursiones hemos hecho de hasta doscientos
setenta quilómetros…! Pongo por ejemplo la que nos llevo a encontrarnos con el
Salto del Nervión en lo alto del puerto de Orduña que, por falta de
planificación, hube de bajar con una niebla espesa de las de no ver nada a dos
metros y con unos 8º de temperatura en el exterior… De vuelta a la cumbre, y
leyendo oportunamente los letreros explicativos, distinguimos que habíamos de
cruzar parte del Monte Santiago hasta llegar a los aparcamientos desde donde
iniciar la sufrida travesía que había de llevarnos hasta una famosa cascada de
200 metros de caída que… ¡estaba seca!, de lo cual nos enteramos al cruzarnos
con otros senderistas por el estrecho y casi impracticable camino que nos
permitió contemplar paisajes de esos que parecen «no hollados por el hombre», a
juzgar por las serias dificultades para pasar por ellos que ofrecían.
Íbamos dispuestos a hacer caminatas, por
supuesto, pero no tan exigentes ni tan largas para, sobre todo, no hallar la
refrescante recompensa prometida por la publicidad del lugar. La bajada y
subida del Puerto de Orduña se convirtió en presagio de lo que nos esperaba. Y
el fiasco de la cascada en anticipo de la nula oferta de restauración en
Berberana, donde, gracias a que pregunté a un lugareño, fui informado de que a
unos seis quilómetros, en el camping de Angosto se podía comer estupendamente
en la barra, si el comedor estuviera cerrado. El hambre alarga los quilómetros
a millas, está claro, y Angosto, en Vizcaya, sufría la influencia inglesa
tradicional del País Vasco. Llegamos con el comedor ya cerrado, pero desde la
barra nos servían lo mismo que estaban sirviendo unas mesas más allá. Y allí
que pedimos la reparación de nuestro esfuerzo senderista y nos fueron saciadas
con creces las tres hambres que allí nos habían llevado: Angosto era el lugar;
anchas nuestras tragaderas y, en un ambiente más que euskaldún, un derroche de
amabilidad las restauradoras que nos atendieron. Reconocí que el camino de
vuelta se hacía de distinta manera después de semejante banquete y dejamos
Angosto con la intención, acaso, de volver algún día, aun sabiendo que acaso
fuera la primera y la última vez que el azar nos llevaba a él.
Mientras,
el recogimiento de nuestro habitación en el balneario de Corconte, venerable
institución precisada de una contundente regeneración mobiliaria y lumínica, me
permitía seguir en contacto con los miembros de la Cofradía del Pedal o
hermanos del Yelmo de Mambrino: la mejor compañía para el más antiguo impulso
humano: el viaje. El autor, Pascual Izquierdo, poeta y excelente autor de guías
de viaje, como la notabilísima de Segovia, sin la cual ya puede uno despedirse
de conocer la vieja ciudad castellana, dice que todos cuanto cuenta es producto
de la invención, excepto la de los cofrades en cuya compañía viaja: Aunque
aparezcan en escenarios concretos y desempeñen funciones precisas, los
personajes que desfilan a o largo de este Viaje por el Canal de Castilla son
solo eso: personajes literarios y no personas concretas. Estamos, pues, más
que ante un libro de viajes, ante una novela de viaje, y he de confesar que la
maestría del autor nos convence de lo primero, a tenor de la verdad con que nos
narra la segunda. El viaje ciclista por el Canal permite a los cofrades no solo
contemplar el estado de abandono de tan magna obra hidráulica, sino un
reencuentro años después —el libro narra el segundo viaje, hecho en el año
2000— con ruinas, palacios, gentes, castillos y algunas novedades que
sorprenden a los viajeros. La Historia aparece de forma recurrente, tanto la de
siglos remotos como la infame del franquismo, como en Herrera de Pisuerga: Aun no habían sonado las doce campanadas en
el recinto que acoge la casa donde nació José Antonio Girón de Velasco [El
león de Fuengirola, por otro nombre], aguerrido prohombre del franquismo que
custodio las esencias del régimen hasta el último estertor. De esas épocas
es también la amabilidad que deja entrever el servilismo forzoso de aquellos
tiempos: —A mandar. Que para eso estamos. Resonó en nuestros oídos la frase como reminiscencia
de un pasado no demasiado lejano, y lo hizo con una carga de resignación y
vasallaje totalmente inaceptable en los actuales tiempos. Y todos le superponemos escenas de la
adaptación cinematográfico que hizo Mario Camus de Los santos inocentes del
castellanísimo Miguel Delibes, una película inmortal y un artefacto novelístico
de extraordinaria innovación estilística…
El
viaje de los cofrades es un viaje a la desolación; el nuestro por las
Merindades, una promesa de futuro, porque son enormes las posibilidades de
desarrollo de la zona, y no solo por el turismo. ¡Jamás habíamos visto
tantísimas balas de paja en los campos o en hangares de dimensiones gigantescas!
Y en pocos sitios hay tanto terreno cultivado como por donde pasamos siempre
con un deje de admiración. Por no hablar de las explotaciones ganaderas que
teníamos tan cerca como en la orilla el pantano del Ebro junto al balneario de
Corconte. Hacía siglos que no se me posaba un tábano y me largaba un mordisco
que, dada mi fragilidad dermatológica, me dejó
un pequeño volcán en el codo y un escozor de mal soportar.
El tiempo atmosférico nos acompañó durante
toda la semana norteña y nos libró del tormento climatológico que estaban
viviendo familiares y amigos en Barcelona. Mi Conjunta y yo recordamos aquellos
viejísimos tiempos en los que, como auxiliares administrativos de Hacienda,
escogíamos el mes de setiembre para las vacaciones de verano.
Nada que ver con el sofocante calor que gobierna con mazo periqueño a los ciclistas que se adentran por tierras donde solo el calor sobre las tejas, inundando las calles de un fuego capaz de calcinar los pájaros y amortajar el tedio los acompaña; esas tierras en las que aparecía el canal como un puñal inmóvil hundiéndose en la tierra, y, la misma en la que el viajero descubre de repente la iglesia de Olmos, de la que nos dice el novelista viajero: mientras su pórtico de tres columnas desata fantasías en el aire, la fábrica se recrea en la contemplación de unas lomas donde crece el cereal y duermen los barbechos. Por su parte, la torre, menos esbelta de lo que aparenta en la distancia, también se ensimisma en la visión de las espigas. Hay, pues, una sensibilidad exquisita no solo en la contemplación de lo derruido, sino también de lo que queda en pie, del propio Canal y, por supuesto, del paisanaje con quien se intercambian saberes, perplejidades y noticias peregrinas o incredulidades:
—Una vez arrancada la barcaza, todo era templar. Pero había que ir con cuidado, porque las mulas sabían álgebra, dice un interlocutor.
—Los carros materos —respondió pasando por alto las justificaciones y remarcando la separación— llevaban un segundo piso cogido con alambres, una especie de plataforma de madera en la que transportaban piedras para hacer cal, a quien los cofrades le sugieren que se dice «carromateros», como prescribe la RAE.
Detrás del mostrador y sobre una crestería de botellas, un
cartel proclamaba con letras de regular tamaño: «Se vende veza». —¿Eso qué es?
—preguntamos al camarero. —Algo parecido a la alfalfa. Pero la RAE, voy a
buscar la voz, admirado por su belleza, nos dice que es la algarroba, lo cual no le da
demasiado parecido con la alfalfa, desde luego… Y, ya que estamos, no son pocas
las voces que aparecen en el texto de Pascual Izquierdo que tienen viejos ecos
de las voces que rescataban los noventayochistas del uso popular perdido en los
ya por entonces pequeñas y despobladas aldeas de la meseta. Muchas, es cierto,
tienen que ver con la arquitectura, con la construcción, pues son muchos los
hermosos puentes sobre el Canal que se describen, pero, obviando la hermosa cuérnago
por «cauce», me quedo con una que me ha dejado una duda irresoluta: «pluma de
lagar», cuya explicación solo podía venirme de una fuente tan autorizada como
la de Emilio Pascual, quien me confirmo mi sospecha de que se aludía con tal
nombre a la viga de madera de la que pende el peso que prensa la uva, del mismo
modo que se llama así, «pluma», a la grúa que se instala en el centro de una
construcción para facilitar los movimientos del material que en ella se emplean.
Esta novela de viaje tiene
muchas virtudes, y la de la propia invención no deja de ser una de las
principales, pero esa creación de carácter costumbrista está jalonada por tal
cantidad de información histórica que el lector disfruta con conocimientos insospechados
para poblaciones de tan escasos habitantes; de igual manera que, sin
discriminación ninguna, se nos hace la loa de accidentes geográficos que la
merecen al margen de las dimensiones de su realidad, y me da la impresión que
en no pocas ocasiones por el eco antiguo de la toponimia, como ocurre con el
río Ucieza: El Ucieza es un río ignoto y humilde que, tras nacer en las
alturas conocidas como los Páramos del Mochuelo, se arrastra por la planicie de
Campos hasta morir cerca de Monzón, o con esta obra de ingenieria: Acueducto
de San Carlos de Abánades. Se construyo de 1775 a 1780, dirigida por Antonio de
Ulloa y Juan Lemaur. Desde lo alto del acueducto se contempla el rastro de
árboles que crecen en el cauce y, mirando hacia las aguas verdosas del Valdavia,
se percibe la distancia que existe entre el pretil y el suelo. Y se siente el
silencio como si fuera un espeso oleaje de ceniza sobre el campo.
Todas estas noticias me
llegaban bien en la habitación del húmedo y aristocrático balneario venido a
los menos de la edad y la escasez de fondos reformistas bien en alguna terraza
donde reposar las vueltas y revueltas por poblaciones o caminos de sirga junto
al Ebro, que domina las Merindades desde su hermoso nacimiento en Fontibre,
cuyos alrededores bien merecen la visita. Menos tiempo teníamos en las prolijas
descripciones de los templos románicos cuyas explicaciones generosas recibíamos
de guías competentes, como la de la Colegiata de Cervatos, el famoso románico erótico, y la del
muy dinámico y feminista de la Iglesia de San Cornelio y San Cipriano, en
Revilla de Santullán. Obras de arte ante las que quedábamos con un pasmo lejano
que no difiere del que nos provocan obras más complejas y perfeccionistas como
las del Renacimiento y el Barroco, por ejemplo. Otro cantar era llegar a otras
iglesias románicas mas retiradas, como la de San Martín de Elines, con un
claustro-joya y una planta de
dimensiones, en alzada, poco románicas, pero muy impactantes. La joven guía de
esta última derrochó amabilidad y buen hacer, y pudimos ver el resto de las
pinturas originales que decoraban el ábside. Imagino que si se hubiera dad el
prodigio de conservar una iglesia tal y como la dejaron a poco de acabarla, no
sé yo si el Románico tendría el mismo prestigio, del mismo modo que los colores
vivos del Partenón en su tiempo, acaso nos hubieran producido un rechazo casi
frontal. Ha hecho mucho en pro de su estatus la desnudez zen del mármol, desde
luego. Recuerdo la Ermita de Belén, en Liétor, como una masificación gráfica
francamente difícil de digerir estilísticamente, aunque con un encanto muy
peculiar, propio del abigarramiento que llegaba a lo bizarro.
La cofradía del pedal une
deporte y cultura en perfecto maridaje, y de ahí las muchísimas referencias
culturales que se van deslizando a través de las etapas, unas veces a cuenta de
lo que se observa, otras como derivadas de la propia experiencia de los cofrades,
¡que no es poca! Atentos al camino, al arte, a las instituciones y al placer de
la mesa bien surtida y regada, no es extraño que nos lleguen noticias de libros
«locales» como el de Julio Gómez Senador: Castilla en escombros, que
califica como desgarrador, el ínclito y sabio «Aemilius», trasunto del
célebre escrito Emilio Pascual, quien remacha: De Julio Senador dice Jiménez
Lozano que cometió el error de esconder sus palabras en el lugar más oculto y
seguro. —¿Puede saberse cuál es ese lugar? —Un libro. —¿Cómo que un libro? —En
España, publicar un libro es certificar que nadie va a leerlo. A veces,
incluso la política, que tan abandonado tiene al Canal, se filtra a través de
alguna noticia que, teniendo en cuenta nuestro presente, no deja de ser
llamativa: Alguien comentaba las últimas incidencias del «caso Mañueco»,
relacionado con ese presidente de la Diputación acusado de cometer
irregularidades, porque confirma la sospecha general de que, en este país,
cuanto más [y no necesariamente «mejor»…]
delinques, más lejos llegas. De hecho, una referencia al «ominoso»
Fernando vii sirve para
recordarnos el momento en el que, por carecer de fondos el reino para hacerse
cargo de las obras del Canal, se «privatizó»: en 1828, Fernando vii visita Palencia y allí le exponen el
agravio de que las obras del Canal no progresan. Como la hacienda está
esquilmada, Fernando vii privatiza
el Canal, que pasa a denominarse Compañía del Canal de Castilla, por un periodo
de setenta años a contar tras el acabamiento de las obras.
Son muchos los lugares y los
monumentos que se visitan, propios de la Historia o relativos al Canal, pero me
quedo con el referido a Belmonte, la soberbia torre del castillo de Belmonte,
que lleva a Aemilius a pronunciar unas palabras que algún revuelo doméstico
causarían en su día…: Este edificio perteneció a don Juan Manuel de Nájera,
señor del Belmonte. Luego, en tiempos de Carlos i,
pasó a los Manueles y más tarde a los Manrique. Como un belicoso torbellino,
por aquí cruzó con sus mesnadas el obispo Acuña, ese clérigo de azarosa
biografía que, tras sumar su arrojo y caudillaje al levantamiento comunero,
puso cerco a la fortaleza de Trigueros y fue derrotado en Villalar.
[Edificio que ahora pertenece a la familia Fontaneda, por cierto]. —Yo sería
feliz recluido en el torreón y rodeado solo de libros —proclamo Armilius.
Macizo y airoso, el Torreón del Castillo de Belmonte no desmerece, de ninguna
de las maneras, de la torre de Montaigne, en quien acaso piense Aemilius cuando
expresa su deseo de aislarse en él. —¿Por qué no también de mujeres? ,
le inquiere, con sorna otro cofrade. —Quiero decir que, a estas alturas de
mi vida, yo solo necesito tiempo —continuó Aemilius—. Tiempo para leer las
páginas que aún no he leído. Y tiempo para acabar de escribir los tres o cuatro
libros pendientes. ¡Ah, el tiempo! ¿Quién no puede identificarse con ese
casto deseo!
Reconozco que a nuestro viaje por las Merindades me llevé no menos de tres
proyectos literarios a los que quería echarles un vistazo y quién sabía si
incluso darles algún empujoncillo para poder decantarme, finalmente, por uno u
otro y dedicarle, entonces, todo el tiempo, del escaso de que los escritores
con responsabilidades domésticas suelen disponer…, pero ¡nones! Hube de
conformarme con la lectura del manual escolar, del que ya e dado razón en esta Provincia,
y del hermosísimo libro de Pascual Izquierdo, cuyas ilustraciones fotográficas,
¡aún no lo había dicho!, son una maravilla, y demuestra que en el narrador y
poeta anida un fotógrafo de exquisita sensibilidad. ¡Qué luz, la de esas fotos!
Imagino que el autor debe de haber hecha ya alguna que otra exposición con
ellas, porque, aconvirti mi juicio, lo merecen.
No quiero concluir la recensión del libro de Izquierdo sin mencionar el
jocoso recurso autobiográfico en la narración, cuando un cura se queja de que
poeta hubo que convirtió la visita poco menos que en una traslación erótica,
según noticia que le había llegado: Un sujeto que firma como Pascual
Izquierdo. ¿No lo conocerá alguno de ustedes, por casualidad? —Ninguno de
nosotros ha oído antes ese nombre. Debe de ser un autor marginal. Un perfecto
desconocido. El cura se refería a las fantasías narrativas que se permite
el autor, con motivo de esa visita, al recogerla en un libro anterior: Viaje
por tierras de Castilla (y Cantabria)…
Las Merindades es una comarca de cascadas en pueblos de muy bella factura,
y si no las hay, pues tienen un castillo imponente, como el de Frías, una villa
medieval que esta considerada como uno de los pueblos más hermosos de España,
una competición reñida donde las haya.
Aunque había relativamente pocos visitantes, sí constato que, cuando fuimos
a visitar las cascadas de Tobera, tuvimos que desplazarnos hasta el desfiladero
de Pancorbo para encontrar sitio donde comer. Al final, comimos de fábula, y
pudimos admirar el inicio de un desfiladero en cuyo margen detuve el vehículo
para fotografiar un campanario «colgado» sobre la carretera que parecía una
réplica exacta del que vimos mi Conjunta y yo en Narciso negro, la
extraordinaria película de Michael Powell y Emeric Presburger.
Leí hace poco el Elogio de caminar, de David Le Breton, en el que
echaba pestes de los conductores, y nos describía poco menos que como
«depredadores» del desplazamiento, como seres insensibles a las riquísimas
recompensas del caminar a campo traviesa. Y sí, está claro que las ruedas del
coche no son los pies, y que conducir no es caminar, pero discrepo yo mucho de
que con las manos a las diez y diez sobre el volante y a una velocidad moderada
de 90 km/h seamos tan insensibles como para no disfrutar de las muchas
recompensas visuales, e incluso olfativas y táctiles, merced a la imaginación,
que te deparan los muchas y diferentes paisajes de las Merindades, con esa
disposición como de cráter que te obliga a subir y bajar puertos de no mas de
mil metros de cima.
Por lo general, las carreteras, salvo las vecinales, suelen estar bien,
pero a la ida cometí el error de llegar hasta el final de la autopista y me
quedé a unos veinte quilómetros de Vitoria, teniendo que desviarme a mi
izquierda para ir hacia el pueblín de Corcontes, atravesando muchos caseríos
vascos y otros burgaleses, en esa frontera en la que las identidades por fuerza
han de constituir un flujo, no un roble arraigado, pero allá cada cual con sus
identificaciones, porque es amplio el mercado y hay de todo, como en botica.
Curiosamente, en ese recorrido inicial nos salió al paso una de las iglesias
que al final no acabamos yendo a ver porque estaba cerrada y porque requería
una caminata en ascenso algo exigente. Desde la carretera, sin embargo, el peñasco
como un barco que pone proa al paisaje era tan imponente como bello. A la
vuelta mejoramos el criterio y descendimos por un desfiladero bien atractivo
hasta Oña y de allí a Logroño, adonde no llegamos, para coger la autopista de
vuelta a Barcelona, con el corazón y los ojos henchidos de tranquilidad, de
buen tiempo, de excelentes yantares y de mil detalles culturales que, unidos a
los paisajísticos, nos depararon una estancia que amerita la repetición.
A menudo, las mejores explicaciones en los libros de viajes son las fotografías que los ilustran y que despiertan en sus lectores el deseo de conocer personalmente esos paisajes o monumentos. No digo que sea innecesaria la prosa con que los viajeros dan rienda suelta a su entusiasmo o su decepción, pero una buena selección de instantáneas compensan algunas expansiones literarias, ciertamente... Aquí van algunas, para hacernos perdonar tanta extensión...
Un destino que solo tangencialmente he visitado. Me he reído con varias de esas observaciones que haces como casi sin querer, sobre la comida, las identidades, y las distancias...un doble viaje, literarios y biográfico...¡Qué luego dicen que uno no puede estar en dos sitios a la vez!😄...¿Milagros de la internet? No, de la letra impresa...
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