martes, 18 de noviembre de 2025

Debate sobre la razón en «El curandero de su honra», de Pérez de Ayala.

 

Una muestra elocuente de la novela intelectual de la Generación del 14.

El presente diálogo, perteneciente a la novela El curandero de su honra, de Ramón Pérez de Ayala, uno de los tres grandes Ramones de nuestro siglo xx: Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle-Inclán y Ramón Pérez de Ayala, nos muestra de qué manera la novela española en 1926 estaba en sintonía con los esfuerzos europeos en esa dirección que se manifiestan, sobre todo, en las grandes novelas de ideas que se escriben desde aquel fructífero periodo de entreguerras en adelante, como La montaña mágica, de Thomas Mann, El hombre sin atributos, de Robert Musil o La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, a las que la presente se acerca muy tangencialmente, dada la estructura tradicional de la trama que presenta y el influjo de una tradición costumbrista y realista que late en sus páginas con viva fuerza. Igualmente, no hay que perder de vista el influjo de las Vanguardias, sobre todo por la influencia decisiva del irracionalismo que arranca con el ambiguo Futurismo de Marinetti, preludio de una decantación hacia el culto a la fuerza, la industria, el deporte y la virilidad, semillas inequívocas del fascismo que exaltarían autores como D’Annunzio o Ezra Pound, entre otros.

Colás, el interlocutor de Tigre Juan y sobrino/hijo suyo, se dirige a su padre después de haber tenido una malhadada experiencia militar tras salir de su casa para alistarse, debido a un fracaso amoroso. Enfrentado a su tío/padre, Colás le da voz a una juventud que abominaba, en aquel entonces, de los acartonados e hipócritas valores sociales y personales de una generación caduca y paralizada, incapaz de ofrecer a las nuevas generaciones un ideal de vida por el que luchar y una patria democrática donde realizarse. En la voz de este joven intuimos doctrinas filosóficas como la de Ortega y Gasset, quien defendía una concepción de la razón como «Razón vital», esto es, emanada de la vida, no impuesta a ella desde una suerte de sitial privilegiado que ahoga cuanto de natural y espontáneo hay en el ser humano. Se trata, en consecuencia, de un debate abierto y al que cada cual ha de buscarle una respuesta.

Finalmente, me gustaría destacar la poderosa intuición del «sangrador» Tigre Juan cuando compara la estructura del cerebro y la de los intestinos, como si, con infinita antelación, hubiera descubierto lo que hoy es doctrina científica corriente y moliente: la estrecha relación entre la microbiota y el cerebro, lo que confirma el también viejo dictum cervantino: «La salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago»

 

 

—¡Quiá! Si el matrimonio fuera lo razonable, no me hubiera casado. Sigo juzgando el matrimonio como el mayor disparate. Por eso me he casado. No puedo resistir el hechizo que sobre mí ejerce todo lo irrazonable y disparatado. Un hombre estúpido se casa creyendo realizar un acto razonable y natural, Cuando ya no hay remedio, se le abren los ojos; y es un desesperado. Yo no soy de esos. Me place, me fascina lo absurdo, y hacia ello voy, pero a sabiendas. La vida es un absurdo delicioso. Y lo más absurdo de la vida consiste en que llevamos dentro de la cabeza un aparato geométrico y lógico, la inteligencia, que no tiene otra función que la de registrar y poner en evidencia ese absurdo radical de la vida. Sin ese aparato registrador, viviríamos del todo como los irracionales, sintiéndonos vivir, pero sin saber que vivimos, lo cual no es vivir, ciertamente. Somos irracionales y racionales a la vez. ¡Qué contradicción! ¡Qué absurdo! Irracionales, en cuanto somos seres vivos, pues el vivir es una actividad irracional. Racionales, en cuanto sabemos que vivimos y que no podemos por menos de vivir irracionalmente. Razonamos sobre lo pasado, y aun sobre lo presente, bien entendido que el presente vivo no existe sino como forma próxima y umbral del pasado; pero no es posible razonar sobre el porvenir. Digo, los hombres inteligentes. El porvenir es siempre irracional. Si no lo fuese, tampoco sería porvenir, ni llegaría a cobrar vida. Dos y dos son cuatro. Lo han sido en el pasado. Lo serán en el porvenir. Solo que esto de que dos y dos son cuatro nada tiene que ver con la vida; pertenece a la razón y a la matemática. La razón será lo permanente, si usté quiere. Y la vida es lo mudable; por eso es irracional. La vida, lo que vive, no obedece en cada caso a otra razón que su razón de ser; y esta razón de ser es en cada caso la razón de la sinrazón. Solo el error es vida. El conocimiento es la muerte. Yo, por fortuna, he acertado a distinguir entre la Razón, con mayúscula, que es simplemente la inteligencia, o aparato registrador de la realidad, el cual llevamos dentro de la cabeza; y, de otra parte, la razón de ser de cada criatura viva y cada movimiento de la vida, la razón de la sinrazón. La realidad tiene dos mitades: una, la que no vive; otra, la que vive. Se conoce lo que no vive. Lo que es vivo se vive. Aplicada a lo que no vive, la Razón propende a proclamarse soberana, y así se suele decir que el hombre es el rey de la Naturaleza; porque, como quiera que lo que vive no muda de condición, o si cambia es conforme a modificaciones regulares y siempre idénticas, la Razón atenta echa de ver ciertas pautas o leyes fijas, permanentes, cuyo conjunto se distribuyen las ciencias naturales, de donde se deduce, con aturdimiento orgulloso y pueril, que la Razón del hombre señorea la materia y es, en algún modo, árbitro del futuro de las cosas sin vida. Gran simpleza. El hombre es un simio atacado de megalomanía. Si la piedra cae, no es porque se doblegue a una ley, la de la gravedad, dictada por la Razón, sino que la Razón, a fin de explicarse este fenómeno, lo registra con una fórmula que ha llamado gravedad. Lo mismo que si la Razón vaticina que, dentro de un milenio, dos y dos serán cuatro, no se debe a que la Razón penetre o determine el futuro, sino porque lo que no vive carece de pasado y futuro y es siempre en el mismo estado. Ahora, la vida se define por su potencialidad, por su futuro. La vida pasada ya no es vida. Pero el futuro de la vida es necesariamente irracional, y la Razón no puede anticiparlo, ni, mucho menos, regirlo. La función de la Razón, respecto a la vida, está limitada a actuar sobre el pasado, o sea, sobre lo inmóvil; esto es, la vida que ya no es vida. Como que la Razón es lo contrario de la vida. La vida es lo que muere, porque la vida es lo individual. La Razón es genérica, y no muere. La vida no se puede partir ni repartir. Se dice da la vida por la patria, o por una mujer; mas no se dice dar la vida a. Dar la vida significa que uno la pierde, sin que otro la reciba; por lo tanto, no es en rigor una donación, antes bien un sacrificio, palabra que literalmente quiere decir ejecutar un acto sagrado, o lo que es lo mismo, misterioso, irracional en suma. Solo hay una forma de dar la vida a otro: engendrar. En cambio, la Razón es mostrenca, de todos y de nadie, de suerte que no perece con el individuo; se da y se comunica, sin que por eso padezca merma el donante. Yo no puedo transferir a la vida individual de ninguna otra persona ninguno de los inseparables componentes de mi vida; mis miembros, mi pulso, mis emociones, mi perfil, el color de mis ojos. Pero sí puedo compartir con otros muchos individuos mis principios de Razón y mis ideas, sin que dejen de subsistir en su integridad ideas y principios, para ellos y para mí. Como que mi Razón no es mía, sino que pertenece a la especie, al hombre  en general, pro indiviso. Lo único que es mío, inalienable e intransferible, es mi razón de ser, la razón de mi sinrazón. Si hay algunas ideas mías que los demás no comprenden ni sienten en su plenitud (digo sentir, adrede), y que, en consecuencia, no comparten, esas tales no son ideas de Razón, sino ideas vivas; mi arquetipo congénito, la idea original, el ideal, de mi existencia, mi irracionalidad, mi vida. Pues bien, la Razón superior está para eso; para admirar, para admitir humildemente y con reverencia lo irracional. El hombre es tanto más inteligente en la medida que acierta a justificar fuera de sí, en los demás hombres, el mayor número de vidas individuales, el mayor repertorio de razones de la sinrazón, la cantidad más extensa de irracionalidades; así como el hombre es más artista en la medida que acierta a sentir y hacer sentir, o sea, expresar, con la mayor intensidad, su irracionalidad su vida propia, y otras irracionalidades y vidas ajenas, cuantas más mejor, que viene a ser como multiplicar para los demás hombres las dimensiones y goce de su respectiva vida la de cada cual. He dicho, también adrede, justificar el mayor número de vidas individuales. Justificar: reconocer la justicia que a la vida le asiste, en cada caso y momento, para ser como es, infinitamente diversa en su irracionalidad. Repito que lo irrazonable y en apariencia absurdo me fascina. Por eso, además de haberme casado, he decidido concluir este invierno mi carrera de Derecho, o de Leyes, como dicen otros. ¿Hay algo más absurdo que la profesión de abogado, o jurisconsulto? Todo hecho consumado ha obedecido a una razón suficiente; encerraba, pues, un derecho a la existencia, una ley fatal e intrínseca. Lo que llamamos ley es la explicación inteligible de que un hecho se haya producido. Las leyes han nacido de los hechos, de la vida. Las leyes van a retaguardia, a remolque de la vida y de los hechos. Esto es archievidente. Y, sin embargo, se entiende por lo común (los abogados son los primeros en intoxicarse de esta ilusión), que las leyes son imperativos para lo futuro, en cuya racionalidad inanimada y geométrica (la de las leyes) deberán encuadrarse por fuerza la fluyente irracionalidad de la vida por venir. Pero la vida es vida porque está de continuo engendrando nuevos hechos que a posteriori se explicarán conforme nuevas leyes. Conque, como no sea como curiosidad superflua, ¿para qué sirve el estudio de la carrera de leyes? ¿Me lo quiere usté decir?

          —Te he estado escuchando, Colás, como quien oye llover; y no es burla ni desdén, sino encarecimiento. […] Si te asegurase que he comprendido tu doctrina, faltaría a la verdad. No he comprendido cabalmente, pero he adivinado. En las estampas de los libros de medicina he advertido siempre una gran analogía entre el burujo y revoltiño que hacen los sesos y los que hacen las tripas. […] Me parece también que en sus operaciones guardan estrecha semejanza el vientre y la cabeza. Sobrio y nutritivo alimento garantizan la sanidad, así del uno como de la otra. Caso de empacho, conviene acudir presto a la vía catártica o purgativa. Temo, Colás, que sufres una gran indigestión de la cabeza. Barre y limpia tu cabeza, Colás.[…] Es harto corriente que el huérfano de razón anda sobrado de razones. Quien mucho aspira a demostrar, solo una cosa demuestra: que no sabe a qué carta quedarse.

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