Una muestra elocuente de la novela intelectual de la Generación del 14.
El presente diálogo, perteneciente a la
novela El curandero de su honra, de Ramón Pérez de Ayala, uno de los
tres grandes Ramones de nuestro siglo xx:
Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle-Inclán y Ramón Pérez de Ayala,
nos muestra de qué manera la novela española en 1926 estaba en sintonía con los
esfuerzos europeos en esa dirección que se manifiestan, sobre todo, en las grandes
novelas de ideas que se escriben desde aquel fructífero periodo de entreguerras
en adelante, como La montaña mágica, de Thomas Mann, El hombre sin
atributos, de Robert Musil o La muerte de Virgilio, de Hermann Broch,
a las que la presente se acerca muy tangencialmente, dada la estructura
tradicional de la trama que presenta y el influjo de una tradición costumbrista y realista que late en sus páginas con viva fuerza. Igualmente, no hay que perder de vista el
influjo de las Vanguardias, sobre todo por la influencia decisiva del
irracionalismo que arranca con el ambiguo Futurismo de Marinetti, preludio de
una decantación hacia el culto a la fuerza, la industria, el deporte y la
virilidad, semillas inequívocas del fascismo que exaltarían autores como D’Annunzio
o Ezra Pound, entre otros.
Colás, el interlocutor de Tigre Juan y
sobrino/hijo suyo, se dirige a su padre después de haber tenido una malhadada
experiencia militar tras salir de su casa para alistarse, debido a un fracaso
amoroso. Enfrentado a su tío/padre, Colás le da voz a una juventud que
abominaba, en aquel entonces, de los acartonados e hipócritas valores sociales
y personales de una generación caduca y paralizada, incapaz de ofrecer a las nuevas
generaciones un ideal de vida por el que luchar y una patria democrática donde
realizarse. En la voz de este joven intuimos doctrinas filosóficas como la de Ortega
y Gasset, quien defendía una concepción de la razón como «Razón vital», esto
es, emanada de la vida, no impuesta a ella desde una suerte de sitial
privilegiado que ahoga cuanto de natural y espontáneo hay en el ser humano. Se
trata, en consecuencia, de un debate abierto y al que cada cual ha de buscarle
una respuesta.
Finalmente, me gustaría destacar la poderosa
intuición del «sangrador» Tigre Juan cuando compara la estructura del cerebro y
la de los intestinos, como si, con infinita antelación, hubiera descubierto lo
que hoy es doctrina científica corriente y moliente: la estrecha relación entre
la microbiota y el cerebro, lo que confirma el también viejo dictum
cervantino: «La salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago»
—¡Quiá! Si el matrimonio fuera lo
razonable, no me hubiera casado. Sigo juzgando el matrimonio como el mayor
disparate. Por eso me he casado. No puedo resistir el hechizo que sobre mí
ejerce todo lo irrazonable y disparatado. Un hombre estúpido se casa creyendo
realizar un acto razonable y natural, Cuando ya no hay remedio, se le abren los
ojos; y es un desesperado. Yo no soy de esos. Me place, me fascina lo absurdo, y
hacia ello voy, pero a sabiendas. La vida es un absurdo delicioso. Y lo más
absurdo de la vida consiste en que llevamos dentro de la cabeza un aparato
geométrico y lógico, la inteligencia, que no tiene otra función que la de
registrar y poner en evidencia ese absurdo radical de la vida. Sin ese aparato
registrador, viviríamos del todo como los irracionales, sintiéndonos vivir,
pero sin saber que vivimos, lo cual no es vivir, ciertamente. Somos
irracionales y racionales a la vez. ¡Qué contradicción! ¡Qué absurdo!
Irracionales, en cuanto somos seres vivos, pues el vivir es una actividad irracional.
Racionales, en cuanto sabemos que vivimos y que no podemos por menos de vivir
irracionalmente. Razonamos sobre lo pasado, y aun sobre lo presente, bien
entendido que el presente vivo no existe sino como forma próxima y umbral del
pasado; pero no es posible razonar sobre el porvenir. Digo, los hombres
inteligentes. El porvenir es siempre irracional. Si no lo fuese, tampoco sería
porvenir, ni llegaría a cobrar vida. Dos y dos son cuatro. Lo han sido en el
pasado. Lo serán en el porvenir. Solo que esto de que dos y dos son cuatro nada
tiene que ver con la vida; pertenece a la razón y a la matemática. La razón
será lo permanente, si usté quiere. Y la vida es lo mudable; por eso es
irracional. La vida, lo que vive, no obedece en cada caso a otra razón que su
razón de ser; y esta razón de ser es en cada caso la razón de la sinrazón. Solo
el error es vida. El conocimiento es la muerte. Yo, por fortuna, he acertado a
distinguir entre la Razón, con mayúscula, que es simplemente la inteligencia, o
aparato registrador de la realidad, el cual llevamos dentro de la cabeza; y, de
otra parte, la razón de ser de cada criatura viva y cada movimiento de la vida,
la razón de la sinrazón. La realidad tiene dos mitades: una, la que no vive;
otra, la que vive. Se conoce lo que no vive. Lo que es vivo se vive. Aplicada a
lo que no vive, la Razón propende a proclamarse soberana, y así se suele decir
que el hombre es el rey de la Naturaleza; porque, como quiera que lo que vive
no muda de condición, o si cambia es conforme a modificaciones regulares y
siempre idénticas, la Razón atenta echa de ver ciertas pautas o leyes fijas,
permanentes, cuyo conjunto se distribuyen las ciencias naturales, de donde se
deduce, con aturdimiento orgulloso y pueril, que la Razón del hombre señorea la
materia y es, en algún modo, árbitro del futuro de las cosas sin vida. Gran
simpleza. El hombre es un simio atacado de megalomanía. Si la piedra cae, no es
porque se doblegue a una ley, la de la gravedad, dictada por la Razón, sino
que la Razón, a fin de explicarse este fenómeno, lo registra con una fórmula
que ha llamado gravedad. Lo mismo que si la Razón vaticina que, dentro de un
milenio, dos y dos serán cuatro, no se debe a que la Razón penetre o determine
el futuro, sino porque lo que no vive carece de pasado y futuro y es siempre en
el mismo estado. Ahora, la vida se define por su potencialidad, por su futuro.
La vida pasada ya no es vida. Pero el futuro de la vida es necesariamente
irracional, y la Razón no puede anticiparlo, ni, mucho menos, regirlo. La
función de la Razón, respecto a la vida, está limitada a actuar sobre el
pasado, o sea, sobre lo inmóvil; esto es, la vida que ya no es vida. Como que
la Razón es lo contrario de la vida. La vida es lo que muere, porque la vida
es lo individual. La Razón es genérica, y no muere. La vida no se puede partir
ni repartir. Se dice da la vida por la patria, o por una mujer; mas no se dice
dar la vida a. Dar la vida significa que uno la pierde, sin que otro la reciba; por
lo tanto, no es en rigor una donación, antes bien un sacrificio, palabra que
literalmente quiere decir ejecutar un acto sagrado, o lo que es lo mismo,
misterioso, irracional en suma. Solo hay una forma de dar la vida a otro:
engendrar. En cambio, la Razón es mostrenca, de todos y de nadie, de suerte
que no perece con el individuo; se da y se comunica, sin que por eso padezca
merma el donante. Yo no puedo transferir a la vida individual de ninguna otra
persona ninguno de los inseparables componentes de mi vida; mis miembros, mi
pulso, mis emociones, mi perfil, el color de mis ojos. Pero sí puedo compartir
con otros muchos individuos mis principios de Razón y mis ideas, sin que dejen
de subsistir en su integridad ideas y principios, para ellos y para mí. Como
que mi Razón no es mía, sino que pertenece a la especie, al hombre en general, pro indiviso. Lo único que es
mío, inalienable e intransferible, es mi razón de ser, la razón de mi sinrazón.
Si hay algunas ideas mías que los demás no comprenden ni sienten en su plenitud
(digo sentir, adrede), y que, en consecuencia, no comparten, esas tales no son
ideas de Razón, sino ideas vivas; mi arquetipo congénito, la idea original, el
ideal, de mi existencia, mi irracionalidad, mi vida. Pues bien, la Razón
superior está para eso; para admirar, para admitir humildemente y con
reverencia lo irracional. El hombre es tanto más inteligente en la medida que
acierta a justificar fuera de sí, en los demás hombres, el mayor número de
vidas individuales, el mayor repertorio de razones de la sinrazón, la cantidad
más extensa de irracionalidades; así como el hombre es más artista en la medida
que acierta a sentir y hacer sentir, o sea, expresar, con la mayor intensidad,
su irracionalidad su vida propia, y otras irracionalidades y vidas ajenas,
cuantas más mejor, que viene a ser como multiplicar para los demás hombres las
dimensiones y goce de su respectiva vida la de cada cual. He dicho, también
adrede, justificar el mayor número de vidas individuales. Justificar:
reconocer la justicia que a la vida le asiste, en cada caso y momento, para ser
como es, infinitamente diversa en su irracionalidad. Repito que lo irrazonable
y en apariencia absurdo me fascina. Por eso, además de haberme casado, he
decidido concluir este invierno mi carrera de Derecho, o de Leyes, como dicen
otros. ¿Hay algo más absurdo que la profesión de abogado, o jurisconsulto? Todo
hecho consumado ha obedecido a una razón suficiente; encerraba, pues, un
derecho a la existencia, una ley fatal e intrínseca. Lo que llamamos ley es la
explicación inteligible de que un hecho se haya producido. Las leyes han nacido
de los hechos, de la vida. Las leyes van a retaguardia, a remolque de la vida y
de los hechos. Esto es archievidente. Y, sin embargo, se entiende por lo común
(los abogados son los primeros en intoxicarse de esta ilusión), que las leyes
son imperativos para lo futuro, en cuya racionalidad inanimada y geométrica (la
de las leyes) deberán encuadrarse por fuerza la fluyente irracionalidad de la
vida por venir. Pero la vida es vida porque está de continuo engendrando nuevos
hechos que a posteriori se explicarán conforme nuevas leyes. Conque, como no
sea como curiosidad superflua, ¿para qué sirve el estudio de la carrera de
leyes? ¿Me lo quiere usté decir?
—Te he estado
escuchando, Colás, como quien oye llover; y no es burla ni desdén, sino encarecimiento. […] Si te asegurase que he comprendido tu doctrina, faltaría a
la verdad. No he comprendido cabalmente, pero he adivinado. En las estampas de
los libros de medicina he advertido siempre una gran analogía entre el burujo y
revoltiño que hacen los sesos y los que hacen las tripas. […] Me parece también
que en sus operaciones guardan estrecha semejanza el vientre y la cabeza.
Sobrio y nutritivo alimento garantizan la sanidad, así del uno como de la otra.
Caso de empacho, conviene acudir presto a la vía catártica o purgativa. Temo,
Colás, que sufres una gran indigestión de la cabeza. Barre y limpia tu cabeza,
Colás.[…] Es harto corriente que el huérfano de razón anda sobrado de razones.
Quien mucho aspira a demostrar, solo una cosa demuestra: que no sabe a qué
carta quedarse.

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