En un subtítulo elocuente y certero se condensa lo peor
que le pudo pasar a la Segunda República, tan denigrada como añorada por los
totalitarios de ambos bandos: La erosión
de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936). Payne nos sitúa en la encrucijada de los hechos irrefutables que nos condujeron al abismo de la
última guerra civil en España. Que cada cual saque sus consecuencias.
En la vida cotidiana que observo con atención, esmero y dudosos resultados también entran los libros y, sobre todo, los amigos que, de tanto en tanto, te dicen: “Tienes que…”, y rellenan los puntos suspensivos con un título que, casi siempre, porque ellos te conocen y saben cuáles son tus gustos, te sorprende. Mi amigo José Luis, de momento exJoselu, por sabia decisión reflexiva propia, quien anda escandalizado consigo mismo por el proceso de revisión crítica a que está sometiendo sus convicciones políticas, con una juventud ultraizquierdista, me recomendó un libro de Payne, ¿Por qué la República perdió la guerra?, que le había abierto una hermosa brecha de incredulidad respecto de la visión idealizada que había tenido hasta ahora de su propio republicanismo y la defensa acrítica de una República, la Segunda, de la que suele hablarse, desde la izquierda antisistema, con la misma devoción beata con que otros hablan de la Santísima Trinidad, sin ruborizarse. Fui a La Central a buscarlo, después de asegurarme de que dispusieran de ejemplares, pero al llegar allí y enfrentarme a los títulos del autor, leí un título, El camino al 18 de julio. La erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936), que respondía fielmente a lo que yo iba buscando, porque durante mucho tiempo, toda una vida laboral entre pseudoizquierdistas aburguesados de medio pelo, di por sentado que el peor mal de nuestra democracia no es otro que la ausencia de demócratas verdaderos, esto es, auténticos observantes de las leyes que permiten su existencia. El concepto de “erosión de la democracia”, en estos tiempos en que hasta se permiten desear la muerte, en Twitter, a un niño con cáncer por el solo hecho de ser un aficionado taurino o en que un asesino vasco es recibido en su pueblo con todos los honores y se le sienta, simbólicamente, en el sillón del alcalde para homenajearlo, o en que un representante de la “nueva política”, Zapata, banaliza el holocausto con un macabro y desalmado chiste sobre los hornos crematorios nazis; ese concepto de erosión de la convivencia, porque si la democracia es algo no es otra cosa que un ámbito de convivencia sujeto a las leyes, me interesó tanto que, desoyendo la recomendación de mi amigo, lo adquirí. Pensé inmediatamente, claro está, que sería una buena oportunidad para intercambiarlo por el suyo cuando lo acabase. Acabado está y ha sido tan impactante la descripción de hechos que he leído que, en realidad, en este libro se responde con toda claridad a la pregunta del libro que mi amigo José Luis me recomendaba. El historiador norteamericano se sitúa ideológicamente en el fiel de la balanza que se corresponde con la legalidad y desde ese punto seguro va haciendo un repaso de cuantas veces se conculca el Derecho y se violan las leyes para explicar el sectarismo irresponsable que condujo a un final que, como apunta desoladoramente en las conclusiones de su libro, todos deseaban: Hay que reconocer la verdad, y es que en julio de 1936 casi todo el mundo pedía un régimen autoritario para España. Es evidente que unos lo querían de una forma y otros de otra, pero que tanto en las declaraciones de Largo Caballero como en las de Quiroga o en las de Gil-Robles que Payne recoge en su libro se evidencia claramente que la Guerra Civil se contemplaba como la manera de aplastar al contrario para que no volviera a levantar cabeza, en nuestro caso nacional particular, como una manifestación del viejo cainismo que parece haber marcado a fuego nuestra realidad histórica, un cainismo que, en 2016, vuelve, desgraciadamente, a ver renuevos inquietantes en las declaraciones de las fuerxas políticas antisistema que, por esos dudosos azares de la política, no solo están en condiciones de poner o quitar gobiernos, como en Cataluña, sino de acaparar los titulares mediáticos de la actualidad, y en cuya acrítica y beata exaltación romanticoide de la Segunda República se advierte enseguida el germen de ese cainismo totalitario del que parece que no haya manera de desprendernos. Largo Caballero en Claridad, el 15 de julio: ¿No quieren este gobierno? Pues que se sustituya por un gobierno dictatorial de izquierdas, ¿No quieren el estado de alarma? Pues que haya guerra civil a fondo”. Gil Robles, consumado aquel atentado criminal contra la democracia que fue el asesinato del diputado conservador radical Calvo Sotelo: Vosotros, que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de ella. Muy vulgar, por muy conocida, pero no menos exacta, es la frase de que las revoluciones, como Saturno, devoran a sus propios hijos. Ahora estáis muy tranquilos, porque veis que cae el adversario. Ya llegará un día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros. Me interesó el libro de Payne, con su preciso subtítulo, porque, a su manera, en este año que llevamos de gobierno en funciones, que coincide con la aparición y ascensión política de Podemos, básicamente una fuerza antisistema, se ha ido produciendo un inequívoco deterioro del sistema democrático en el plano de la agresividad ideológica y en el de la convivencia social, aunque esto último se advierta más en las redes sociales cibernéticas que propiamente en la realidad cotidiana de las calles y pueblos de España, como si hubiéramos aprendido la lección de la República y hayamos preferido disparar con fogueo, en vez de con fuego real, aunque ciertos niveles expresivos, a través del insulto y la calumnia, no anden muy lejos del fuego real. Me interesó conocer aquel periodo desde el punto de vista del funcionamiento del Congreso, sobre todo, porque, hasta que volvimos a tener democracia, a la lectura de la historia de aquel periodo le faltaba la experiencia personal, en los nacidos durante el franquismo, de ver a los partidos en su salsa parlamentaria, muy otra, está claro, de la sopa de aguachirle de las irrepresentables cortes franquistas, tercio familiar incluido. Desde esa perspectiva parlamentaria, la verdad es que cuesta no poco hacerse a la idea, viendo la urbanidad con que se comportan nuestros actuales parlamentarios, de la agitación tumultuosa que presidió entonces la vida parlamentaria. Como cuenta el socialista Antonio Ramos Oliveira: Las Cortes, desde que comenzaron a funcionar, asfixiaban al Gobierno y actuaban de caja de resonancia de la guerra civil, pues devolvían a la nación, centuplicada, su propia turbulencia. Los diputados se injuriaban y se agredían de obra; cada sesión era un tumulto continuo, y como casi todos los presentes, cabales representantes de la nación, iban armados, podía temerse cualquier tarde una catástrofe. En vista de la frecuencia con que se exhibían o insinuaban las armas de fuego, se adoptó la denigrante precaución de cachear a los legisladores a la entrada. Si a esa descripción unimos los atropellos legales que se cometieron en el ejercicio del poder a lo largo del periodo que recoge Payne en su libro, unos hechos que permiten llegar a la conclusión de que las elecciones de febrero de 1936 constituyeron un “pucherazo” clásico, porque, sin tener aún datos fiables de los resultados, el Presidente Alcalá-Zamora, aceptó la renuncia de su jefe de gobierno, Portela Valladares, y nombró a Azaña, cuyo gobierno sería el encargado de validar los resultados, quien aceptó aun a sabiendas de la irregularidad que se estaba cometiendo, como dice Payne: Ni siquiera Azaña lo deseaba, porque sabía bien que era irregular que los ganadores crearan un gobierno antes del escrutinio final y de la convocatoria de la segunda vuelta de las elecciones, hallamos que la erosión del derecho fue tan clamorosa que, por supuesto, las reticencias de Azaña a la hora de aceptar el encargo de Alcalá-Zamora, no fueron óbice para que, desde el poder, la validación de actas se hiciera ad libitum para conseguir una mayoría inequívoca. Como indica Payne, nunca se conocieron los resultados exactos de las elecciones del 36. La Junta Central del Censo indicó eventualmente que el Frente Popular había obtenido 4.363.903 votos; la derecha y el centro en listas combinadas un total de 4.155.153; y el centro en listas separadas 556.008. En cualquier caso, lo que al lector del libro de Payne le resulta meridianamente claro era que el ejercicio del poder no suponía supeditarse al cumplimiento de las leyes, y, por lo tanto, la inseguridad jurídica estaba a la orden del día. La historia de esa erosión democrática arranca de mucho antes, ciñéndonos exclusivamente al periodo republicano, claro está, desde la insurrección socialista del 34, en la que se abogaba sin ambages por una guerra civil en la que se dirimiera, “de una vez por todas” la hegemonía política y social de los trabajadores frente a los patronos, dicho en los burdos términos de la época. La derivada principal de esas intentonas totalitarias fue la instalación consuetudinaria de la violencia como forma de acción política. Gil-Robles se especializó, parlamentariamente, en leer regularmente en la cámara el estadillo de muertos, heridos y destrozos inmuebles llevados a cabo por esa violencia que condicionó de forma determinante el devenir de los acontecimientos. De hecho, el asesinato político de Calvo-Sotelo, que horrorizó a “extremistas” tan reconocidos como Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga o Felipe Sánchez Román, éste último compañero de estudios de Calvo Sotelo, abogado defensor de Largo Caballero y de quien Azaña dijo: Sánchez Román está ahora en auge entre la gente de oposición. Como tiene más entendimiento y más habilidad que casi todos los diputados adversos al gobierno, cada vez que habla lo escuchan con arrobamiento, porque les provee de lo que más falta hace: ideas y argumentos. En opinión de Payne, Felipe Sánchez Román elaboró la propuesta más sensata para superar el fracaso del gobierno del Frente Popular, como lo reconoció Azaña. En calidad de miembro fundador y representante del exiguo Partido Nacional Republicano, trasladó el 25 de mayo a la ciudadanía el acuerdo político de su partido, entre cuyas medidas indispensables para la formación de un gobierno constitucionalista fuerte podemos leer: a) reprimir severamente la incitación a la violencia revolucionaria como forma de contienda civil o política; b) desarme general; c) disolución de las organizaciones económicas, profesionales, políticas o confesionales cuya actuación amenace gravemente la independencia, la unidad constitucional, la forma democrático-republicana o la seguridad de la República española; d) prohibición del funcionamiento de sociedades uniformadas o militarizadas; e)se exigirá responsabilidad a las autoridades por las infracciones de las leyes cometidas en el ejercicio de sus funciones. Se podrá probar, en donde las circunstancias lo exijan, a los alcaldes del ejercicio de la política de orden público, transfiriéndola a otras autoridades, institutos o delegados especiales; f) se reformará el reglamento de la Cámara, modificando la estructura y funciones de las comisiones parlamentarias, para que con el auxilio de los organismos técnicos rindan eficacia y rapidez en el trámite formativo de las leyes. Y en las consideraciones generales, después de ofrecerse a Izquierda Republicana y a Unión Republicana para concertarse, añadían: Una vez concertados, los republicanos invitarán públicamente al Partido Socialista Obrero a compartir con los republicanos las funciones de gobierno para realizar los objetivos del plan político aprobado. Como ha sido frecuente en este país, los intentos de la racionalidad por abrirse paso en la vida política y en las relaciones sociales no fueron acompañados por la fortuna. No tenemos más que pensar en el rechazo que por ambos extremos del arco parlamentario sufrió el sensato intento de Pedro Sánchez de formar un gobierno de centro-izquierda con Ciudadanos para intentar regenerar la política española. Ese fracaso se entiende menos en la Segunda República si tenemos en cuenta, como señala Payne, que una característica fundamental de todos los Gobiernos republicanos de izquierda o de derecha era su insistencia en el equilibrio presupuestario y su gran aversión a los déficits, una coincidencia que, en 2016, separa radicalmente a los “nuevos” partidos, porque mientras Podemos es partidaria del imposible que sugería la ignorancia del hermano de Alberto Garzón, Eduardo, de darle “a la máquina de hacer billetes” para asegurar la riqueza nacional, en Ciudadanos son partidarios, como los republicanos, de controlar el déficit y que no se nos vaya de las manos y con él la posible riqueza del país. El libro de Payne es una colección de hechos, no de opiniones, como buen libro de historiador, y es el lector el que ha de hacerse una composición de lugar de qué fue la Segunda República y, concretamente, el periodo final de la misma que condujo a la Guerra Civil. Es política ficción saber cómo hubiera reaccionado uno en momentos históricos ya pasados, pero no olvidemos que Gil-Robles, jefe máximo de la CEDA, acabó siendo defensor de CCOO en el proceso político-sindical más famoso del franquismo, el 1001, y conjurado contra Franco en el no menos famoso Contubernio de Múnich; pero leyendo en profundidad ese proceso de erosión democrática, lo que tengo claro es que buena parte de los emocionados y líricos defensores del Frente Popular del 36 con quienes convivo en la España de hoy representan una opción totalitaria y violenta, acrítica, que, caso de llegar al poder, abocaría a la sociedad a una radicalización en la que no tardaría en aparecer la violencia, esa por la que tanta afinidad política siente Pablo Manuel Iglesias al defender a quienes como Otegui quisieron hacer de ella el único instrumento de acción política. En fin, dejo de referir anécdotas tan graciosas como la de que los conjurados militares rebeldes del 36 llamaran a Franco Miss Canarias de 1936, ante su coqueta indecisión a la hora de adherirse al Movimiento del que, irónicamente, desaparecido Mola, acabaría apoderándose en beneficio propio, pero no ignoro que la paciencia de los lectores es escasa y mi propensión a la grafomanía excesiva. Ahí está el libro, con todo, que no me dejará por mentiroso respecto de su notabilísimo interés. Una auténtica lección de Historia.
En la vida cotidiana que observo con atención, esmero y dudosos resultados también entran los libros y, sobre todo, los amigos que, de tanto en tanto, te dicen: “Tienes que…”, y rellenan los puntos suspensivos con un título que, casi siempre, porque ellos te conocen y saben cuáles son tus gustos, te sorprende. Mi amigo José Luis, de momento exJoselu, por sabia decisión reflexiva propia, quien anda escandalizado consigo mismo por el proceso de revisión crítica a que está sometiendo sus convicciones políticas, con una juventud ultraizquierdista, me recomendó un libro de Payne, ¿Por qué la República perdió la guerra?, que le había abierto una hermosa brecha de incredulidad respecto de la visión idealizada que había tenido hasta ahora de su propio republicanismo y la defensa acrítica de una República, la Segunda, de la que suele hablarse, desde la izquierda antisistema, con la misma devoción beata con que otros hablan de la Santísima Trinidad, sin ruborizarse. Fui a La Central a buscarlo, después de asegurarme de que dispusieran de ejemplares, pero al llegar allí y enfrentarme a los títulos del autor, leí un título, El camino al 18 de julio. La erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936), que respondía fielmente a lo que yo iba buscando, porque durante mucho tiempo, toda una vida laboral entre pseudoizquierdistas aburguesados de medio pelo, di por sentado que el peor mal de nuestra democracia no es otro que la ausencia de demócratas verdaderos, esto es, auténticos observantes de las leyes que permiten su existencia. El concepto de “erosión de la democracia”, en estos tiempos en que hasta se permiten desear la muerte, en Twitter, a un niño con cáncer por el solo hecho de ser un aficionado taurino o en que un asesino vasco es recibido en su pueblo con todos los honores y se le sienta, simbólicamente, en el sillón del alcalde para homenajearlo, o en que un representante de la “nueva política”, Zapata, banaliza el holocausto con un macabro y desalmado chiste sobre los hornos crematorios nazis; ese concepto de erosión de la convivencia, porque si la democracia es algo no es otra cosa que un ámbito de convivencia sujeto a las leyes, me interesó tanto que, desoyendo la recomendación de mi amigo, lo adquirí. Pensé inmediatamente, claro está, que sería una buena oportunidad para intercambiarlo por el suyo cuando lo acabase. Acabado está y ha sido tan impactante la descripción de hechos que he leído que, en realidad, en este libro se responde con toda claridad a la pregunta del libro que mi amigo José Luis me recomendaba. El historiador norteamericano se sitúa ideológicamente en el fiel de la balanza que se corresponde con la legalidad y desde ese punto seguro va haciendo un repaso de cuantas veces se conculca el Derecho y se violan las leyes para explicar el sectarismo irresponsable que condujo a un final que, como apunta desoladoramente en las conclusiones de su libro, todos deseaban: Hay que reconocer la verdad, y es que en julio de 1936 casi todo el mundo pedía un régimen autoritario para España. Es evidente que unos lo querían de una forma y otros de otra, pero que tanto en las declaraciones de Largo Caballero como en las de Quiroga o en las de Gil-Robles que Payne recoge en su libro se evidencia claramente que la Guerra Civil se contemplaba como la manera de aplastar al contrario para que no volviera a levantar cabeza, en nuestro caso nacional particular, como una manifestación del viejo cainismo que parece haber marcado a fuego nuestra realidad histórica, un cainismo que, en 2016, vuelve, desgraciadamente, a ver renuevos inquietantes en las declaraciones de las fuerxas políticas antisistema que, por esos dudosos azares de la política, no solo están en condiciones de poner o quitar gobiernos, como en Cataluña, sino de acaparar los titulares mediáticos de la actualidad, y en cuya acrítica y beata exaltación romanticoide de la Segunda República se advierte enseguida el germen de ese cainismo totalitario del que parece que no haya manera de desprendernos. Largo Caballero en Claridad, el 15 de julio: ¿No quieren este gobierno? Pues que se sustituya por un gobierno dictatorial de izquierdas, ¿No quieren el estado de alarma? Pues que haya guerra civil a fondo”. Gil Robles, consumado aquel atentado criminal contra la democracia que fue el asesinato del diputado conservador radical Calvo Sotelo: Vosotros, que estáis fraguando la violencia, seréis las primeras víctimas de ella. Muy vulgar, por muy conocida, pero no menos exacta, es la frase de que las revoluciones, como Saturno, devoran a sus propios hijos. Ahora estáis muy tranquilos, porque veis que cae el adversario. Ya llegará un día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros. Me interesó el libro de Payne, con su preciso subtítulo, porque, a su manera, en este año que llevamos de gobierno en funciones, que coincide con la aparición y ascensión política de Podemos, básicamente una fuerza antisistema, se ha ido produciendo un inequívoco deterioro del sistema democrático en el plano de la agresividad ideológica y en el de la convivencia social, aunque esto último se advierta más en las redes sociales cibernéticas que propiamente en la realidad cotidiana de las calles y pueblos de España, como si hubiéramos aprendido la lección de la República y hayamos preferido disparar con fogueo, en vez de con fuego real, aunque ciertos niveles expresivos, a través del insulto y la calumnia, no anden muy lejos del fuego real. Me interesó conocer aquel periodo desde el punto de vista del funcionamiento del Congreso, sobre todo, porque, hasta que volvimos a tener democracia, a la lectura de la historia de aquel periodo le faltaba la experiencia personal, en los nacidos durante el franquismo, de ver a los partidos en su salsa parlamentaria, muy otra, está claro, de la sopa de aguachirle de las irrepresentables cortes franquistas, tercio familiar incluido. Desde esa perspectiva parlamentaria, la verdad es que cuesta no poco hacerse a la idea, viendo la urbanidad con que se comportan nuestros actuales parlamentarios, de la agitación tumultuosa que presidió entonces la vida parlamentaria. Como cuenta el socialista Antonio Ramos Oliveira: Las Cortes, desde que comenzaron a funcionar, asfixiaban al Gobierno y actuaban de caja de resonancia de la guerra civil, pues devolvían a la nación, centuplicada, su propia turbulencia. Los diputados se injuriaban y se agredían de obra; cada sesión era un tumulto continuo, y como casi todos los presentes, cabales representantes de la nación, iban armados, podía temerse cualquier tarde una catástrofe. En vista de la frecuencia con que se exhibían o insinuaban las armas de fuego, se adoptó la denigrante precaución de cachear a los legisladores a la entrada. Si a esa descripción unimos los atropellos legales que se cometieron en el ejercicio del poder a lo largo del periodo que recoge Payne en su libro, unos hechos que permiten llegar a la conclusión de que las elecciones de febrero de 1936 constituyeron un “pucherazo” clásico, porque, sin tener aún datos fiables de los resultados, el Presidente Alcalá-Zamora, aceptó la renuncia de su jefe de gobierno, Portela Valladares, y nombró a Azaña, cuyo gobierno sería el encargado de validar los resultados, quien aceptó aun a sabiendas de la irregularidad que se estaba cometiendo, como dice Payne: Ni siquiera Azaña lo deseaba, porque sabía bien que era irregular que los ganadores crearan un gobierno antes del escrutinio final y de la convocatoria de la segunda vuelta de las elecciones, hallamos que la erosión del derecho fue tan clamorosa que, por supuesto, las reticencias de Azaña a la hora de aceptar el encargo de Alcalá-Zamora, no fueron óbice para que, desde el poder, la validación de actas se hiciera ad libitum para conseguir una mayoría inequívoca. Como indica Payne, nunca se conocieron los resultados exactos de las elecciones del 36. La Junta Central del Censo indicó eventualmente que el Frente Popular había obtenido 4.363.903 votos; la derecha y el centro en listas combinadas un total de 4.155.153; y el centro en listas separadas 556.008. En cualquier caso, lo que al lector del libro de Payne le resulta meridianamente claro era que el ejercicio del poder no suponía supeditarse al cumplimiento de las leyes, y, por lo tanto, la inseguridad jurídica estaba a la orden del día. La historia de esa erosión democrática arranca de mucho antes, ciñéndonos exclusivamente al periodo republicano, claro está, desde la insurrección socialista del 34, en la que se abogaba sin ambages por una guerra civil en la que se dirimiera, “de una vez por todas” la hegemonía política y social de los trabajadores frente a los patronos, dicho en los burdos términos de la época. La derivada principal de esas intentonas totalitarias fue la instalación consuetudinaria de la violencia como forma de acción política. Gil-Robles se especializó, parlamentariamente, en leer regularmente en la cámara el estadillo de muertos, heridos y destrozos inmuebles llevados a cabo por esa violencia que condicionó de forma determinante el devenir de los acontecimientos. De hecho, el asesinato político de Calvo-Sotelo, que horrorizó a “extremistas” tan reconocidos como Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga o Felipe Sánchez Román, éste último compañero de estudios de Calvo Sotelo, abogado defensor de Largo Caballero y de quien Azaña dijo: Sánchez Román está ahora en auge entre la gente de oposición. Como tiene más entendimiento y más habilidad que casi todos los diputados adversos al gobierno, cada vez que habla lo escuchan con arrobamiento, porque les provee de lo que más falta hace: ideas y argumentos. En opinión de Payne, Felipe Sánchez Román elaboró la propuesta más sensata para superar el fracaso del gobierno del Frente Popular, como lo reconoció Azaña. En calidad de miembro fundador y representante del exiguo Partido Nacional Republicano, trasladó el 25 de mayo a la ciudadanía el acuerdo político de su partido, entre cuyas medidas indispensables para la formación de un gobierno constitucionalista fuerte podemos leer: a) reprimir severamente la incitación a la violencia revolucionaria como forma de contienda civil o política; b) desarme general; c) disolución de las organizaciones económicas, profesionales, políticas o confesionales cuya actuación amenace gravemente la independencia, la unidad constitucional, la forma democrático-republicana o la seguridad de la República española; d) prohibición del funcionamiento de sociedades uniformadas o militarizadas; e)se exigirá responsabilidad a las autoridades por las infracciones de las leyes cometidas en el ejercicio de sus funciones. Se podrá probar, en donde las circunstancias lo exijan, a los alcaldes del ejercicio de la política de orden público, transfiriéndola a otras autoridades, institutos o delegados especiales; f) se reformará el reglamento de la Cámara, modificando la estructura y funciones de las comisiones parlamentarias, para que con el auxilio de los organismos técnicos rindan eficacia y rapidez en el trámite formativo de las leyes. Y en las consideraciones generales, después de ofrecerse a Izquierda Republicana y a Unión Republicana para concertarse, añadían: Una vez concertados, los republicanos invitarán públicamente al Partido Socialista Obrero a compartir con los republicanos las funciones de gobierno para realizar los objetivos del plan político aprobado. Como ha sido frecuente en este país, los intentos de la racionalidad por abrirse paso en la vida política y en las relaciones sociales no fueron acompañados por la fortuna. No tenemos más que pensar en el rechazo que por ambos extremos del arco parlamentario sufrió el sensato intento de Pedro Sánchez de formar un gobierno de centro-izquierda con Ciudadanos para intentar regenerar la política española. Ese fracaso se entiende menos en la Segunda República si tenemos en cuenta, como señala Payne, que una característica fundamental de todos los Gobiernos republicanos de izquierda o de derecha era su insistencia en el equilibrio presupuestario y su gran aversión a los déficits, una coincidencia que, en 2016, separa radicalmente a los “nuevos” partidos, porque mientras Podemos es partidaria del imposible que sugería la ignorancia del hermano de Alberto Garzón, Eduardo, de darle “a la máquina de hacer billetes” para asegurar la riqueza nacional, en Ciudadanos son partidarios, como los republicanos, de controlar el déficit y que no se nos vaya de las manos y con él la posible riqueza del país. El libro de Payne es una colección de hechos, no de opiniones, como buen libro de historiador, y es el lector el que ha de hacerse una composición de lugar de qué fue la Segunda República y, concretamente, el periodo final de la misma que condujo a la Guerra Civil. Es política ficción saber cómo hubiera reaccionado uno en momentos históricos ya pasados, pero no olvidemos que Gil-Robles, jefe máximo de la CEDA, acabó siendo defensor de CCOO en el proceso político-sindical más famoso del franquismo, el 1001, y conjurado contra Franco en el no menos famoso Contubernio de Múnich; pero leyendo en profundidad ese proceso de erosión democrática, lo que tengo claro es que buena parte de los emocionados y líricos defensores del Frente Popular del 36 con quienes convivo en la España de hoy representan una opción totalitaria y violenta, acrítica, que, caso de llegar al poder, abocaría a la sociedad a una radicalización en la que no tardaría en aparecer la violencia, esa por la que tanta afinidad política siente Pablo Manuel Iglesias al defender a quienes como Otegui quisieron hacer de ella el único instrumento de acción política. En fin, dejo de referir anécdotas tan graciosas como la de que los conjurados militares rebeldes del 36 llamaran a Franco Miss Canarias de 1936, ante su coqueta indecisión a la hora de adherirse al Movimiento del que, irónicamente, desaparecido Mola, acabaría apoderándose en beneficio propio, pero no ignoro que la paciencia de los lectores es escasa y mi propensión a la grafomanía excesiva. Ahí está el libro, con todo, que no me dejará por mentiroso respecto de su notabilísimo interés. Una auténtica lección de Historia.
Entre 1973-1975 -no tengo claras las fechas- llegó hasta mí un libro clandestino por medio de una novia de aquel entonces. El autor era Salvador de Madariaga pero el título lo desconozco. Creía recordar que era Corazón de piedra verde, pero he mirado en la wikipedia y esta obra era una novela sobre la conquista del Nuevo Mundo (1942), pero estoy seguro que el libro que leí y que no tenía nada que ver con este contenido tenía esa portada. Madariaga fue embajador en Estados Unidos y Francia durante el periodo republicano, así como ministro de Justicia, e Instrucción pública en el llamado por los izquierdistas "bienio negro" (algo que claramente denota una concepción totalitaria). Fue ministro de Instrucción pública en 1934 en el gobierno de Alejandro Lerroux e incluso fue propuesto en dos ocasiones para el premio Nobel de Literatura. Fue un hombre conservador digno que luego fue crítico con el régimen franquista y participó en el llamado Contubernio de Munich. Pues bien, el ensayo histórico sobre la república que leí de forma clandestina (tal vez con otra tapa para disimular) era un tremendo aldabonazo sobre el funcionamiento de la misma y el sectarismo de la izquierda que la quiso utilizar como instrumento de su ansia de revolución. Una de las ideas que recuerdo fue la de lamentar que España no hubiera tenido un senado para atemperar la tensión entre las perspectivas políticas enfrentadas de modo brutal. Fue de lo mejor que leí y he leído pero no encuentro qué ensayo pudo ser. Luego me nutrí de los historiadores izquierdistas que abundaban y que mitificaron el periodo republicano, víctima del revanchismo y el odio de la derecha que querían hundirla. Me hice otra idea totalmente distinta de lo que allí pasó. Los libros de Payne son clarividentes. Expones muy bien las ideas fundamentales. La izquierda revolucionaria odiaba la república burguesa y querían convertirla en otra cosa a imitación, algunos como Largo Caballero de la URSS, y otros de utopías anarquistas, o en búsqueda de repúblicas populares totalmente en manos de los obreros y en la que la derecha estaría totalmente anulada políticamente. Y anhelaban una guerra civil, un enfrentamiento que preveían fácil en que las masas obreras armadas lograrían imponer esta visión y así eliminarían totalmente a la derecha y los fascistas, así como a la Iglesia y demás.
ResponderEliminarTodo esto se desconoce, igual que el resultado de febrero del 36 fue muy incierto y hubo que repetir elecciones en diversas provincias española, una de ellas Cuenca, no sé si Granada, pero fue imposible por el clima de violencia revolucionaria desatada. No estuvo clara la victoria del Frente Popular pero fue dada por un hecho incontrovertible.
Otro libro que me ha conmocionado ha sido "Franco" de Paul Preston. En él no se sitúa a Franco como un conspirador nato contra la república sino como militar extremadamente profesional que fue fiel a la misma hara el último momento (por eso lo de Miss Canarias) y que solo tras el asesinato del Jefe de la oposición por la Guardia de Asalto, José Calvo Sotelo, se decidió a intervenir activamente, contrariando sus posiciones anteriores. El número de víctimas de la represión derechista fue elevado pero también fue elevado el de la represión izquierdista (el terrror rojo), y luego fue la represión de la posguerra ciertamente pero uno se pregunta qué hubiera pasado en el caso de ganar la causa revolucionaria. ¿Hubieran sido más clementes? ¿O terriblemente más sanguinarios?
Uno cuando sabe estas cosas, siente náuseas y preferiría no haber sabido, como ahora no sé (o casi no sé) de la actualidad política española.
Un abrazo, y, perdón por mi desconexión de internet, que es total. Solo me dedico a la lectura de literatura y a la elaboración apasionada de diarios.
Reflexionando sobre tu texto y mi comentario durante una caminata que he hecho, he pensado repetidamente en la Transición, la aprobación de la Constitución, la Amnistía general de octubre de 1977... y la actitud de ETA y otros grupos terroristas con centenares de asesinatos vistos con enorme simpatía por izquierdistas y nacionalistas varios. Los presos de ETA estaban en la calle, se aprobó un estatuto de autonomía, hubo elecciones con todos los partidos incluido Herri Batasuna... ¿Qué pretendían los ideólogos de ETA en 1980ss? Sin duda un golpe de estado militar. Querían provocar los resortes del estado, residuales del franquismo para que diera un golpe de estado. Supongo que para propiciar una insurrección revolucionaria del pueblo vasco y el desarrollo de una nueva guerra civil en que ellos conquistarían la independencia y lo que consideraban "las libertades". En 1980 fueron asesinados un centenar de personas. Hay un documental estremecedor que se llama precisamente 1980 de Iñaki Arteta que yo compré para contribuir a eso que llaman "memoria histórica" y que es vomitivo en su concepción zapateril sesgada y manipuladora. ETA quería un golpe de estado y trabajó con ahínco para ello. Tenían su santuario en el País Vasco francés. Asesinaban aquí y se iban de potes allí. Pero si lo piensas, es la misma actitud de buena parte de la izquierda revolucionaria de 1936. Querían un golpe de estado del ejército y el 18 de julio fue para ellos una ocasión que vieron con entusiasmo pues se pasó a repartir armas a las masas populares, sindicatos, partidos de izquierda... que deberían aplastar la insurrección y pasar a crear un nuevo estado revolucionario. No previeron la dimensión de lo que iba a venir o erraron totalmente en sus cálculos. Pensaban en un alzamiento como el de Sanjurjo y lo presentían muy débil. El pueblo en armas se enfrentaría a él y lo derrotaría. Eso permitiría la depuración del ejército totalmente, la eliminación de leyes "burguesas" y llevar a la república al ámbito de una nueva revolución histórica como la de 1917. El funcionamiento pueril de la izquierda se repitió con ETA en la transición y durante más de treinta años de "lucha armada" para provocar un enfrentamiento total con el estado. Josu Ternera una vez definió (antes de la caída del muro de Berlín) cuál era el tipo de estado y sociedad que quería para Euskadi y dijo con mucha claridad que le atraía la Albania de Enver Hoxa.
ResponderEliminarHay un librito magnífico de Alvaro Vargas Llosa y otros dos autores que se titula "El manual del perfecto idiota hispanoamericano". Digno de leerse y mirar el cerebro de los admiradores (legión) de ese idiota en plenitud que fue Eduardo Galeano que reconoció posteriormente que cuando escribió su famoso panfleto "Las vena abiertas de América Latina", no tenía repajolera idea de economía. Pero ha sido y es el libro de cabecera de muchedumbres de izquierdistas latinoamericanos y españoles. Y por supuesto de Hugo Chávez y demás. Había que crear cien Vietnam decían entonces...
Desolación.
Jose, me resulta difícil meter baza en declaraciones como esas dos con las que estoy totalmente de acuerdo. De lo que tú dices, de lo que ambos hemos leído y de nuestra larga dedicación laboral, la verdad es que podríamos deducir que si hay algún concepto izquierdista que necesite revisión, ese no sería otro que el de "progreso", para empezar. Luego, en este siglo XXI de la psicopolítica de Han, pasaríamos al concepto de clase, y por ahí seguiríamos ad náuseam, porque el andamio conceptual de la pseudoizquierda de escaparate que amenaza con gobernarnos se ha desmoronado hace milenios, y sus restos, lo que vemos y oímos a diario, en los medios, en el Congreso y en la calle, dan grima, pero del grimorio que se gastan para pintar de rosa cálido la realidad pura y dura.Cualquier cosa antes que reconocer que para nada ha acabado imponiéndose en la sociedad el espíritu crítico y el pensar por uno mismo, que es una noble tarea a la que le hemos dedicado una vida, pero sin éxito, advierto.No soy muy amigo, tú lo sabes, de las lecturas históricas. Tengo la convicción de que siempre se mezclan intereses espurios en su narración, sean de orden ideológico o pasional, y la prueba inequívoca de ese recelo ante la Historia es ver cómo se escribe día a día en los medios de comunicación, en los círculos de amigos, en el seno de las familias, etc. Por eso la lectura del libro de Payne me ha interesado tanto, porque yo no iba buscando grandes gestas ni análisis definitivos de aquella tragedia colectiva que fue la última Guerra Civil española, sino el día a día de comportamientos y medidas que pudiera calibrar desde mi experiencia democrática de 39 años, de la que carecía cuando el corazón generoso e ignaro de la juventud poco estudiosa se inflamaba con el "adverso destino de la 'gloriosa República' vencida por el fascismo, etc." Sigue sin gustarme, como tal disciplina, la Historia, porque, como dice Gómez Dávila, en ella encontramos argumentos tanto para defender como para refutar unos mismos hechos históricos. Entiendo a la perfección el distanciamiento del escaparate social que suponen las plataformas digitales. Si yo sigo publicando en ellas es porque, por razones que no vienen al caso, estoy en el dique seco de la creación, espero que temporalmente. Conoco el libro del hijo de Vargas Llosa de oídas, y entiendo que su postura, cercana al liberalismo, por lo que he leído, debe de tener su fundamento en ideólogos como Ayn Rand o Leo Strauss, ambos de agradable lectura siquiera sea por la inteligencia que destilan sus escritos, aunque resulte duro aceptar según qué postulados. Confieso que el humanitarismo socialista sigue teniendo su rincón en mi corazón, aunque puedo confesar, igualmente, que esa postura es un resabio del despotismo ilustrado, sin duda. Soy viejo. No sé si cambiaré. En todo caso, no estoy en la pelea ideológica, sino en el disfrute de los frutos de la inteligencia y de la emoción allá donde los halle, y no me conformo ni con la política basura ni con la literatura despojo ni con el arte acomodaticio.
EliminarLa verdad es que tener como referente a Albania, Rumanía o Bulgaria tenía su mérito, entonces; no muy distinto del que pueda tener hoy tener a Cuba o Venezuela hoy, como los paleocomunistas de Podemos.
Si estás en esos afanes tan propios de quien entiende lo que sea la verdadera vida, me imagino que ya habrás leído Patria, de Aramburu. No la he leído aún, y me interesa mucho, cuando hablemos, si me empujas o me disuades...
¡Qué lujazo que me concedas el privilegio de asomarte por esta Provincia, Jose!
Un abrazo.
Que grandísimo texto, Juan, y que buenos comentarios, Joselu. Tendré que volver a leerlos.
ResponderEliminarMuchas gracias por el cumplido. Tanto Joselu como yo nos limitamos a expresar nuestras dudas, que perviven por encima de las certezas, siempre fungibles.
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