Del PODER a los poderes…
Todos los partidos
políticos, sin distinción, aspiran a conseguir el PODER (sic, sí, porque en el
imaginario de todos ellos siempre se ha escrito con mayúsculas, para hacerles
creer a los electores en la pervivencia de uno de los atributos de la divinidad,
instancia a la que los partidos sustituyen desde una óptica laica, la
omnipotencia), aunque, como aspiro a mostrar en esta reflexión, en la realidad
que cae fuera de los discursos, los eslóganes y las menguadas ideologías que
por él compiten, el poder se ha de escribir con las humildes minúsculas de
andar por casa.
Aún escuece entre el
electorado, creo yo, el repertorio de promesas incumplidas por el PP apenas fue
elegido, con desinformada ilusión, por once millones de votantes. El poder, del
que Podemos ha hecho recientemente “marca” electoral, no se reveló, en el caso
del PP, con suficiente fuerza como para materializarse de modo que casaran las
promesas y los hechos. La famosa derrota convertida en medalla: “Hemos hecho lo
que se tenía que hacer” (traducido: “hemos hecho lo que nos han dicho que
hagamos”), no puede ocultar el trecho inmenso que hay entre lo prometido a los
votantes y lo incumplido; entre la demagógica concepción del poder y su
discreto, banal y gris ejercicio.
El
para qué, la finalidad de ese legítimo objetivo que es la conquista del poder,
sería lo que marcaría las diferencias entre los partidos, si bien, como muestra
la presente legislatura, ni siquiera una mayoría absoluta ha sido capaz de conseguir
que viéramos la magnífica cola de pavo real de ese poder anunciado, y que se ha
venido ejerciendo de tal manera que lo único que se ha conseguido ha sido
empeorar las condiciones de vida de los votantes con menos recursos, y
manifestarse en ámbitos de la vida social en los que ninguna necesidad había de
que se ejerciera, como la ley mordaza, la de montes y costas para facilitar la
especulación o la afortunadamente fallida del aborto. Y sin que se ejerciera
para atajar el drama de los desahucios, por ejemplo.
“Cuando lleguemos al
PODER…”, anuncian y/o prometen los líderes bonanovistas de todos los partidos
con un entusiasmo solo parejo a su ingenuidad y/o a su mendacidad; pero los
electores descubrirán que aquello que Guerra
prometió con frase desgarrada: “El día en que nos vayamos, a España no la va a
conocer ni la madre que la parió”, no fue más que eso, una frase más, poco
lúcida, del repertorio de las muchas que han jalonado la historia de nuestra
democracia actual, porque la ineficacia de la acción política en España es algo
que, en efecto, se conoce desde la madre que la parió, como la Historia ha
dejado sentenciado.
Lo propio sería hablar
de “poderes”, como cuando nos referimos a la estructura del estado:
legislativo, ejecutivo y judicial. Porque lo propio del poder en este primer
tercio del siglo XXI es su atomización, su reparto, no diré que impecablemente
democrático, pero sí incontrovertiblemente real, lo cual permite un ejercicio
del mismo acorde con la creciente complejidad de nuestras sociedades, poco
hechas al ordeno y mando vertical de una mayoría parlamentaria, y menos aún si
esta es absoluta. De hecho, esta realidad: “mayoría absoluta” –que en nuestro
país ha sepultado gobiernos de González y de Aznar, y va camino de hacer lo
mismo con el de Rajoy– en modo alguno puede entenderse como “poder absoluto”,
que es lo que los usufructuarios de la misma a veces han tenido la tentación de
pensar. Y de ahí los choques ácidos, y a veces hasta virulentos, con el poder
de los administrados.
Desde esta perspectiva,
que todos somos poder, en diferente grado de intensidad, fuerza y
representatividad, resulta difícil entender el afán de algunos depositarios de
esos “poderes” en transformarse en instancias políticas que sacrifican el poder
social conseguido, a veces con loables esfuerzos, para aspirar a la conquista
de ese PODER desde el que se nos promete “cambiarnos la vida”, como si cada
cual no fuera el autor del guion de su propia vida. Hay, en el fondo, una
concepción ingenua y romántica en esa creencia transformadora del poder, una
ficción de la que, a todos los políticos, les despiertan los convenios
internacionales, la implacabilidad de las leyes (como Syriza acaba de
comprobar) y los límites de la Constitución. Claro que es cierto que escribir
los acuerdos del Consejo de Ministros en el BOE es una demostración inapelable
del ejercicio del poder, pero no siempre ese hecho implica siquiera que lo allí
escrito se cumpla, se traduzca en la observación de una conducta.
El ejemplo más patético
de la añeja concepción del poder político lo encarna el escasamente honorable
Presidente Mas y su corte de secesionistas de campanario de aldea. Ni siquiera
lo establecido con pomposa solemnidad de república bananera en el DOGC puede
tener capacidad de obligar a los ciudadanos, máxime si anda por medio un
Tribunal Constitucional que te marca los límites reales del ejercicio del
poder, como recién lo acaba de hacer el Tribunal de Garantías Estatutarias.
Perseverar en el anuncio e intento de cumplimiento de medidas anticonstitucionales
no puede llevar sino, al margen del desprecio jurídico, al más espantoso de los
ridículos. Si consideramos la proyectada DUI, deberíamos de inventar una
tercera clasificación: mayúsculas, minúsculas y ¿párvulas?, para considerar la
naturaleza de ese nuevo poder al que los defensores de la tal aspiran.
Michel Foucault fue un
brillante analista de las relaciones de poder en la sociedad occidental, y a él
se debe un concepto “la microfísica del poder” que nos es útil para entender
que las relaciones verticales de poder han sido sustituidas por relaciones
horizontales, aún escasamente comprendidas y/o valoradas por unos políticos que
viven todavia en el sueño antiguo del Príncipe maquiavélico; pero plenamente
ejercidas por la ciudadanía a través de movimientos espontáneos (o no tanto) en
defensa de bienes y/o derechos. Por todo ello es por lo que resulta
incomprensible la insistencia de actores políticos como Podemos, por ejemplo,
en un mantra, el de la “toma del PODER”, o su variante: “el asalto a los
cielos”, mediante el que se aspira a lograr la instauración de unos ideales que
chocan abiertamente con los nuevos poseedores de ese poder.
El viaje del poder
absoluto a su absoluta atomización exige que nos adaptemos a una realidad
cambiante que hace tiempo que se llevó por delante, como un tsunami, añejas
concepciones del ya inexistente PODER.
No hay comentarios:
Publicar un comentario