domingo, 10 de febrero de 2013

Extravagancia, locura, sabiduría...


Seres marcados, territorio hóspito.

De buena mañana, cuando marcho lleno de energía al trabajo, gracias a las gachas de avena con leche de soja con que me desayuno, suelo tropezarme a menudo con una persona que desafía al frío vestido con una liviana chaqueta y con unos pantalones que le llegan apenas por encima del tobillo. Tiene una tontuna expresión beatífica que indica bien a las claras que habita un mundo distinto del de la mayoría de los mortales, entre los que me encuentro. Lleva siempre una bolsa de plástico colgando del antebrazo, pero ignoro qué guarda en ella, aunque bien pudiera ser comida para las palomas o para los gatos callejeros. Lo esencial, para mí, de esta persona es la costumbre que tiene, cada día, de recorrer la avenida arbolada por donde llego al trabajo, besando el tronco de cada árbol, agradeciéndole que estén allí, preservando la naturaleza, recordando que todo el terreno era suyo hasta que lo ocupamos con casas y calles, dejándoles el exiguo del alcorque, algunos de ellos llenos de colillas desde la prohibición de fumar en el interior de los edificios. El hombre sonriente los besa sin excesivos aspavientos, un beso cálido y breve, al que sigue  un abrazo mediante el que arrima su cuerpo al tronco para establecer un contacto íntimo, mas no turbador. Besándolos uno por uno recorre la vía como si fuera una vía gloriosa en vez de un vía crucis. Algunos ciudadanos que lo miran, como yo lo hago, no pueden reprimir la sonrisa de superioridad de quienes se deben decir que están cómodamente instalados en la razón frente al desamparo de la locura ajena. El mundo al revés, me digo. Y sigo mi camino.  Cuando me acerco a los árboles, saco la mano del bolsillo del abrigo y rozo la corteza de los plátanos majestuosos de piel lechosa. Y me siento otro.

1 comentario:

  1. También a mí me ha dado deseo de besar los árboles, rozarlos tal vez, al leer este hermoso texto lleno de calidad literaria y sugerencia.

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