domingo, 12 de abril de 2015

Las edades bisagra...


                          

Las edades fronterizas o las  indecisas transiciones autobiográficas...

       La vida está llena de edades conflictivas en las que se dilucida una transición no siempre aceptada con la serenidad que, en algunos casos la condición de la propia edad impide, como de la adolescencia a la juventud, por ejemplo; y que, en otros, las edades con sus despechadas condiciones  hacen imposible, como de la juventud a la madurez o de la madurez a la vejez. Según San Isidoro de Sevilla, el primer enciclopedista europeo -y aprovecho para recomendar con todo entusiasmo la lectura de una obra tan hermosa y divertida como sus Etimologías- son seis las edades de la persona, frente a la simplificadora división tripartita en boga: 1. Del nacimiento hasta los 7 años, la infancia. 2. De los 7 hasta los 14, la niñez. 3. Desde los 14 hasta los 28, la pubertad. 4) De los 28 a los 50, la juventud. 5)  De los 50 a los 70, la madurez. 6) De los 70 hasta la muerte, la senectud. Me imagino que, sobre todo a las posibles  lectoras de esta reflexión, les habrá encantado que el periodo de la juventud se extienda desde los 28 hasta los 50; como imagino que a todos en general les habrá parecido una impropiedad de tomo y lomo hablar de la pubertad para tan tardía edad como los 28. Bien, en cualquier caso, en lo referente a las edades, de lo que se trata es de quedarse con lo mejor de lo que se escuche,lea o piense acerca de ellas. Y no hay pensamiento más positivo que el de solo tener una edad, permanentemente, sujeta a mutaciones, degradaciones, progresos, desviaciones o cualquier maldito capricho de la teratología que nos pueda sobrevenir, y que somos nosotros, una sucesión de yoes axiales la que le da la coherencia que nos evite, en última instancia desgarros como lo que en esas transiciones podemos llegar a sufrir.
      Desde siempre he sentido una atracción intensa por aquellos rostros en los que se estaba verificando un proceso de transición entre edades fronterizas. Hay algo misterioso en esa mirada de los 13 años, por ejemplo, que ha perdido la inocencia del cordero y aún no ha llegado a la lasciva del mandril; esos rostros en los que el bozo va siendo sustituido por la hirsutez vigorosa de los primeros pelos, todo ello en el maro de una tez granujienta sobre la que se aplican emplastos que a duras penas cubren la vergüenza de quienes ya aprenden a mostrarse esquivos y hasta huraños en el rictus de la boca o en el fruncimiento del entrecejo.
      O el rostro de la mujer que abandona definitivamente la juventud para entrar en la madurez, ese momento en que las primeras arrugas convencidas se instalan como el patrimonio indeseado de acaso un matrimonio erosionado. Esos meses, y hasta años, en que el brillo de la mirada y, sobre todo, la música de la sonrisa, entran en hibernación. Hay un desasimiento evidente del mundo, del demonio y de la carne, y un enfado universal con los primeros pasos de la intolerable invisibilidad. Ya no es el rostro el espejo del alma, ni el signo de la afirmación social, sino un mapa de posibles intervenciones urgentes.
       No hay que ser un lince para descubrir en los hombres, contra la incredulidad de las mujeres, que creen que "ellos" nunca pierden la capacidad de seducción, esa transición entre la madurez rotunda del paso firme, la mandíbula prieta, la mirada desafiante, la integridad de la fuerza tensa en cada músculo y el cabello aún en su sitio y la inevitable desesperación creciente por las calvas amenazadoras, la resignación malhumorada por la torpeza corporal que castiga las lumbares incluso en los excesos sexuales,  la insoportable indiferencia con que son vistos por las mujeres, e incluso el desprecio burlón de las más jóvenes; una suma de contratiempos que minan la presencia y desalientan a quienes, ante el agresivo juez del cuarto de baño, se exploran un rostro del que ha desaparecido el yo que más querían e inician el sufrido camino de aceptar el que la tiempo y la naturaleza (y alguna ayudita autodestructiva también...) les va dejando.
       Podría decirse que estamos hechos de transiciones que, como nos muestra Boyhood, apenas son perceptibles, pero siempre obrantes. De hecho, la reacción adecuada a los cambios físicos del otro en el intercambio social, después de cierto tiempo sin tener contacto, forma parte de esa sabiduría cívica que algunos no están dispuestos a ejercitar. La larga lista de expresiones que confirman "que 'apenas' hemos cambiado en tantos años...", que "qué bien nos conservamos...", que "estamos igual que siempre..., algo más viejo, claro...", etc., son una muestra tan inequívoca como patética del repertorio de mentiras con el que hemos de convivir si queremos convivir, en efecto, porque con quien puede intercambiarse ni una palabra si tras un saludo lo primero que nos dicen es: "¡Huy, pero qué envejecido que te veo, ¿te ha pasado algo?" "¡Pues como a ti, imbécil, el tiempo por encima...!", esta uno tentado de contestar con idéntica aspereza.
           Jeanne Moreau ha sido de siempre mi actriz favorita. No se me pregunte por qué. Hace algunos años, sin embargo, le leí una frase que yo mismo había acuñado tiempo atrás y que me ha servido de guía en mi propio proceso de envejecimiento: "El tiempo no es mi enemigo, sino mi aliado". Hasta me atrevería a decir que ese es el secreto de la felicidad. No es preciso recordar que Jeanne Moreau ha impedido, con hermoso criterio moral, que el bisturí le desgracie su bellísimo y personal rostro.

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