El pensador, de Rodin, en su
contexto preciso, pero con su incierto sentido.
Soberbia exposición sobre
una aventura artística que duró 37 años, la creación de una puerta para el futuro
Museo de las Artes Decorativas que nunca llego a construirse, del mismo modo
que Rodin jamás vio la fundición de la obra, solo el molde definitivo al que
llegó tras años y años de pruebas, cambios, retoques y descartes que hoy contemplamos como obras de
arte incomparables: El beso y Adán y Eva, por ejemplo. Del mismo modo, una de las figuras de La puerta del Infierno que se emancipó
de ella fue El pensador, cuya presencia
maciza, telúrica, imponente, en una habitación del Museo Mapfre donde comparte
espacio con El beso, deja al
espectador anonadado. La exposición sigue el recorrido cronológico de la
creación de la Puerta… y nos permite disfrutar de un sinfín de motivos narrativos
que Rodin fue creando y corrigiendo hasta encontrar exactamente lo que se
compadecía con el hilo narrativo que había de tener la obra: el Infierno de Dante. Está claro que Rodin
no se ciñe al libro en todos los motivos escultóricos, porque la propia figura
del pensador que corona el tímpano de la Puerta…
nada tiene que ver con la obra literaria. Al parecer, la lectura de Las flores del mal, de Baudelaire, una
de cuyas ediciones él ilustró, influyó no poco en la elección de los motivos
para su Puerta... No hay un afán
didáctico excesivo, que es el peligro que acecha a tantas exposiciones, pero
tras haberla visto, el espectador tiene una idea clara del magnífico esfuerzo
creativo que supuso una obra de arte que, sin embargo, y por razones obvias, no
hemos podido ver en ella: el molde final de la Puerta…o una de sus fundiciones, lo que incita a cualquier que la
vea a reservar billete a París para ver una de las 8 fundiciones que existen en
el Museo Rodin o el modelo en yeso en el Museo de Orsay. La primera escultura
que vemos es La edad de bronce, que
fue acerbamente vapuleada por los críticos al denunciar que había sido
construida a partir de un molde tomado del natural, lo cual obviamente, era
falso. La gracilidad del movimiento levemente insinuado en la obra tiene un
carácter musical, porque se trata de un gesto de danza. Posteriormente, dos
figuras que fueron descartadas, y que fueron pensadas para los laterales de la
puerta, como dos cariátides, Eva y Adán, nos introducen en el genio de
Rodin: la fragilidad estilizada de Eva contrasta poderosamente con el poder
gigantesco de Adán, quien, sin embargo, está captado en un gesto que se desdice
de la rotundidez formal de su exaltada virilidad Hay una ternura ensoñadora en
su gesto que nos recuerda el David de
Miguel Ángel. Eva representa un gesto de la vergüenza que no acaba de entender
el porqué de la misma. Hay arrepentimiento, pero, también, el candor del
desconsuelo que despierta en quien la contempla la generosidad de la
protección. Entre el más del centenar de figuras que contemplamos, me ha
llamado la atención la Pequeña sombra
mirando el abismo. Un ser retenido sobre sí, atreviéndose y retrayéndose a
tiempo. Una pierna bien afincada sobre el terreno, en el espacio seguro de la
protección, y la delantera, por el contrario, tanteando la frontera del abismo
que lo atrae. ¡Qué facilidad, la de Rodin, para captar el conato de la emoción,
ese momento auroral del sentimiento en que ha de definirse hacia una u otra
manifestación! Ahí está la máscara de la llorona y los centauros. ¡Qué momento
intenso del dolor que nos gobierna y que intentamos en vano sofocar! El labio
entre tembloroso y mordido, la frente fruncida, los ojos cerrados y la mirada
abierta solo a lo que duele por dentro, a la llama que nos consume… Entre las
figuras descartadas, ¡qué delicada imaginación la de la cariátide caída que
sostiene, sin embargo, la piedra cuadrangular donde se apoyaba cuanto no ha
podido resistir! ¡Cuánta compasión en esa figura derrotada que se esfuerza por
rescatar de su propia dignidad su razón de ser! Impresionante es, también, la
versión en cobre de la cabeza cortada de Juan el Bautista, quien fija en su
expresión la intensidad fulgurante del corte que la separa definitivamente del
cuerpo. La cabeza, por su serenidad, se sabe ida más allá de la materia, pero
aún ligado a ella, camino de la oscuridad a la que abrirá los ojos cegados por
el brillo de la espada. Alguna relación hay entre ese dolor y el goce de la Cabeza de la lujuria, en forzado escorzo
lateral de la reconcentración en un placer distante que nos recorre el cuerpo
hasta la cabeza, la que, sin embargo, lo represa sin agitación, pero con la
intensidad de quien paladea todas las sensaciones que ha ido hallando a lo
largo del camino desde los puntos sensores hasta el rostro que no engaña sobre
lo que siente.
El pensador es capítulo aparte. Aunque corona La puerta del Infierno, tiene una vida
propia al margen de ella, y pocos la relacionan con dicha Puerta…, como es mi caso. De hecho, no acabo de ver con claridad el
porqué de su ubicación privilegiada en la Puerta…,
como si pudiéramos sentarnos a pensar si podemos o no podemos adentrarnos en el
infierno, caso de haber sido condenados o si, por el contrario, se trata de una
apelación moral, una admonición sobre nuestra responsabilidad individual para
evitar el hecho funesto de traspasar esa puerta que se abre bajo la piedra
sobre la que el pensador discierne cuál ha de ser el camino de la vida que ha
de escoger, según el bivio pitagórico. Este pensador gigantesco, cuyas
dimensiones por fuerza han de impresionarnos a nosotros, débiles espectadores
de su monumentalidad, piensa desnudo, sí, sentado sobre una piedra, hecho
enorme bloque de piedra esclarecida, elucidado de lo informe hasta encontrar la
dureza exacta de las proporciones aéreas, porque el pensador se lanza a un
vuelo de preguntas entre nubes de hipótesis. La boca se agrieta en un gesto
escéptico contra los nudillos esquinados de la mano y ambos brazos descansan
sobre la misma pierna, la izquierda, lugar cordial del pensar. Visto desde el
lateral son muchas las líneas creativas de la figura que se cruzan y descruzan hasta
formar, incluso, una tela de araña o un laberinto. El gesto ceñudo es el propio
el no saber, de no saber ni el qué ni el cómo ni el cuándo ni el dónde.
Abstraído está, esto es, llevado fuera de sí, de la materia, hacia un laberíntico
ecosistema de proposiciones. ¿En qué piensa El
pensador? Todo él parece formado a golpes de pellas de barro endurecido por
el dolor del pensamiento, ese “otro” parto. A su lado, qué anodino nos resulta El beso, una suerte de acuarela de la
escultura, si comparada con la obra del inmortal Bernini.
Una vez leí por parte de Taizen Deshimaru, el maestro que trajo el zen a Europa, que la postura de El pensador no era nada buena para la meditación. Pero imagino que la distancia que hay entre pensamiento en el sentido occidental y meditación oriental es todo un océano cultural.
ResponderEliminarSobre la Puerta del Infierno cualquier posición ha de ser, por fuerza, sospechosa...
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