
En un subtítulo elocuente y certero se condensa lo peor
que le pudo pasar a la Segunda República, tan denigrada como añorada por los
totalitarios de ambos bandos: La erosión
de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936). Payne nos sitúa en la encrucijada de los hechos irrefutables que nos condujeron al abismo de la
última guerra civil en España. Que cada cual saque sus consecuencias.
En la vida cotidiana que observo con atención, esmero
y dudosos resultados también entran los libros y, sobre todo, los amigos que,
de tanto en tanto, te dicen: “Tienes que…”, y rellenan los puntos suspensivos
con un título que, casi siempre, porque ellos te conocen y saben cuáles son tus
gustos, te sorprende. Mi amigo José Luis, de momento exJoselu, por sabia decisión
reflexiva propia, quien anda escandalizado consigo mismo por el proceso de
revisión crítica a que está sometiendo sus convicciones políticas, con una
juventud ultraizquierdista, me recomendó un libro de Payne, ¿Por qué la República perdió la guerra?,
que le había abierto una hermosa brecha de incredulidad respecto de la visión
idealizada que había tenido hasta ahora de su propio republicanismo y la
defensa acrítica de una República, la Segunda, de la que suele hablarse, desde la
izquierda antisistema, con la misma devoción beata con que otros hablan de la
Santísima Trinidad, sin ruborizarse. Fui a La Central a buscarlo, después de
asegurarme de que dispusieran de ejemplares, pero al llegar allí y enfrentarme
a los títulos del autor, leí un título, El
camino al 18 de julio. La erosión de la democracia en España (diciembre de
1935-julio de 1936), que respondía fielmente a lo que yo iba buscando,
porque durante mucho tiempo, toda una vida laboral entre pseudoizquierdistas
aburguesados de medio pelo, di por sentado que el peor mal de nuestra
democracia no es otro que la ausencia de demócratas verdaderos, esto es,
auténticos observantes de las leyes que permiten su existencia. El concepto de “erosión
de la democracia”, en estos tiempos en que hasta se permiten desear la muerte,
en Twitter, a un niño con cáncer por el solo hecho de ser un aficionado taurino
o en que un asesino vasco es recibido en su pueblo con todos los honores y se
le sienta, simbólicamente, en el sillón del alcalde para homenajearlo, o en que
un representante de la “nueva política”, Zapata, banaliza el holocausto con un macabro
y desalmado chiste sobre los hornos crematorios nazis; ese concepto de erosión
de la convivencia, porque si la democracia es algo no es otra cosa que un
ámbito de convivencia sujeto a las leyes, me interesó tanto que, desoyendo la
recomendación de mi amigo, lo adquirí. Pensé inmediatamente, claro está, que
sería una buena oportunidad para intercambiarlo por el suyo cuando lo acabase.
Acabado está y ha sido tan impactante la descripción de hechos que he leído
que, en realidad, en este libro se responde con toda claridad a la pregunta del
libro que mi amigo José Luis me recomendaba. El historiador norteamericano se
sitúa ideológicamente en el fiel de la balanza que se corresponde con la
legalidad y desde ese punto seguro va haciendo un repaso de cuantas veces se
conculca el Derecho y se violan las leyes para explicar el sectarismo
irresponsable que condujo a un final que, como apunta desoladoramente en las
conclusiones de su libro, todos deseaban: Hay
que reconocer la verdad, y es que en julio de 1936 casi todo el mundo pedía un
régimen autoritario para España. Es evidente que unos lo querían de una
forma y otros de otra, pero que tanto en las declaraciones de Largo Caballero
como en las de Quiroga o en las de Gil-Robles que Payne recoge en su libro se
evidencia claramente que la Guerra Civil se contemplaba como la manera de
aplastar al contrario para que no volviera a levantar cabeza, en nuestro caso
nacional particular, como una manifestación del viejo cainismo que parece haber
marcado a fuego nuestra realidad histórica, un cainismo que, en 2016, vuelve,
desgraciadamente, a ver renuevos inquietantes en las declaraciones de las
fuerxas políticas antisistema que, por esos dudosos azares de la política, no
solo están en condiciones de poner o quitar gobiernos, como en Cataluña, sino
de acaparar los titulares mediáticos de la actualidad, y en cuya acrítica y
beata exaltación romanticoide de la Segunda República se advierte enseguida el
germen de ese cainismo totalitario del que parece que no haya manera de
desprendernos. Largo
Caballero en Claridad, el 15 de julio: ¿No
quieren este gobierno? Pues que se sustituya por un gobierno dictatorial de
izquierdas, ¿No quieren el estado de alarma? Pues que haya guerra civil a
fondo”. Gil Robles, consumado aquel atentado criminal contra la democracia
que fue el asesinato del diputado conservador radical Calvo Sotelo: Vosotros, que estáis fraguando la violencia,
seréis las primeras víctimas de ella. Muy vulgar, por muy conocida, pero no
menos exacta, es la frase de que las revoluciones, como Saturno, devoran a sus
propios hijos. Ahora estáis muy tranquilos, porque veis que cae el adversario.
Ya llegará un día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá
contra vosotros. Me interesó el libro de Payne, con su preciso subtítulo, porque, a su manera, en este año que llevamos
de gobierno en funciones, que coincide con la aparición y ascensión política de
Podemos, básicamente una fuerza antisistema, se ha ido produciendo un inequívoco
deterioro del sistema democrático en el plano de la agresividad ideológica y en
el de la convivencia social, aunque esto último se advierta más en las redes
sociales cibernéticas que propiamente en la realidad cotidiana de las calles y
pueblos de España, como si hubiéramos aprendido la lección de la República y
hayamos preferido disparar con fogueo, en vez de con fuego real, aunque ciertos
niveles expresivos, a través del insulto y la calumnia, no anden muy lejos del
fuego real. Me interesó conocer aquel periodo desde el punto de vista del
funcionamiento del Congreso, sobre todo, porque, hasta que volvimos a tener
democracia, a la lectura de la historia de aquel periodo le faltaba la
experiencia personal, en los nacidos durante el franquismo, de ver a los
partidos en su salsa parlamentaria, muy otra, está claro, de la sopa de
aguachirle de las irrepresentables cortes franquistas, tercio familiar
incluido. Desde esa perspectiva parlamentaria, la verdad es que cuesta no poco hacerse
a la idea, viendo la urbanidad con que se comportan nuestros actuales
parlamentarios, de la agitación tumultuosa que presidió entonces la vida
parlamentaria. Como cuenta el socialista Antonio Ramos Oliveira: Las Cortes, desde que comenzaron a
funcionar, asfixiaban al Gobierno y actuaban de caja de resonancia de la guerra
civil, pues devolvían a la nación, centuplicada, su propia turbulencia. Los
diputados se injuriaban y se agredían de obra; cada sesión era un tumulto
continuo, y como casi todos los presentes, cabales representantes de la nación,
iban armados, podía temerse cualquier tarde una catástrofe. En vista de la
frecuencia con que se exhibían o insinuaban las armas de fuego, se adoptó la
denigrante precaución de cachear a los legisladores a la entrada. Si a esa
descripción unimos los atropellos legales que se cometieron en el ejercicio del
poder a lo largo del periodo que recoge Payne en su libro, unos hechos que
permiten llegar a la conclusión de que las elecciones de febrero de 1936
constituyeron un “pucherazo” clásico, porque, sin tener aún datos fiables de
los resultados, el Presidente Alcalá-Zamora, aceptó la renuncia de su jefe de
gobierno, Portela Valladares, y nombró a Azaña, cuyo gobierno sería el
encargado de validar los resultados, quien aceptó aun a sabiendas de la
irregularidad que se estaba cometiendo, como dice Payne: Ni siquiera Azaña lo deseaba, porque sabía bien que era irregular que
los ganadores crearan un gobierno antes del escrutinio final y de la
convocatoria de la segunda vuelta de las elecciones, hallamos que la
erosión del derecho fue tan clamorosa que, por supuesto, las reticencias de
Azaña a la hora de aceptar el encargo de Alcalá-Zamora, no fueron óbice para
que, desde el poder, la validación de actas se hiciera ad libitum para conseguir una mayoría inequívoca. Como indica
Payne, nunca se conocieron los resultados
exactos de las elecciones del 36. La Junta Central del Censo indicó
eventualmente que el Frente Popular había obtenido 4.363.903 votos; la derecha
y el centro en listas combinadas un total de 4.155.153; y el centro en listas
separadas 556.008. En cualquier
caso, lo que al lector del libro de Payne le resulta meridianamente claro era que
el ejercicio del poder no suponía supeditarse al cumplimiento de las leyes, y,
por lo tanto, la inseguridad jurídica estaba a la orden del día. La historia de
esa erosión democrática arranca de mucho antes, ciñéndonos exclusivamente al
periodo republicano, claro está, desde la insurrección socialista del 34, en la
que se abogaba sin ambages por una guerra civil en la que se dirimiera, “de una
vez por todas” la hegemonía política y social de los trabajadores frente a los
patronos, dicho en los burdos términos de la época. La derivada principal de
esas intentonas totalitarias fue la instalación consuetudinaria de la violencia
como forma de acción política. Gil-Robles se especializó, parlamentariamente,
en leer regularmente en la cámara el estadillo de muertos, heridos y destrozos
inmuebles llevados a cabo por esa violencia que condicionó de forma determinante
el devenir de los acontecimientos. De hecho, el asesinato político de
Calvo-Sotelo, que horrorizó a “extremistas” tan reconocidos como Gregorio
Marañón, Salvador de Madariaga o Felipe Sánchez Román, éste último compañero de
estudios de Calvo Sotelo, abogado defensor de Largo Caballero y de quien Azaña
dijo: Sánchez Román está ahora en auge
entre la gente de oposición. Como tiene más entendimiento y más habilidad que
casi todos los diputados adversos al gobierno, cada vez que habla lo escuchan
con arrobamiento, porque les provee de lo que más falta hace: ideas y
argumentos. En opinión de Payne, Felipe
Sánchez Román elaboró la propuesta más sensata para superar el fracaso del
gobierno del Frente Popular, como lo reconoció Azaña. En calidad de miembro
fundador y representante del exiguo Partido Nacional Republicano, trasladó el
25 de mayo a la ciudadanía el acuerdo político de su partido, entre cuyas
medidas indispensables para la formación de un gobierno constitucionalista
fuerte podemos leer: a) reprimir
severamente la incitación a la violencia revolucionaria como forma de contienda
civil o política; b) desarme general; c) disolución de las organizaciones
económicas, profesionales, políticas o confesionales cuya actuación amenace
gravemente la independencia, la unidad constitucional, la forma
democrático-republicana o la seguridad de la República española; d) prohibición
del funcionamiento de sociedades uniformadas o militarizadas; e)se exigirá
responsabilidad a las autoridades por las infracciones de las leyes cometidas
en el ejercicio de sus funciones. Se podrá probar, en donde las circunstancias
lo exijan, a los alcaldes del ejercicio de la política de orden público,
transfiriéndola a otras autoridades, institutos o delegados especiales; f) se
reformará el reglamento de la Cámara, modificando la estructura y funciones de
las comisiones parlamentarias, para que con el auxilio de los organismos
técnicos rindan eficacia y rapidez en el trámite formativo de las leyes. Y
en las consideraciones generales, después de ofrecerse a Izquierda Republicana
y a Unión Republicana para concertarse, añadían: Una vez
concertados, los republicanos invitarán públicamente al Partido Socialista
Obrero a compartir con los republicanos las funciones de gobierno para realizar
los objetivos del plan político aprobado. Como ha sido frecuente en este
país, los intentos de la racionalidad por abrirse paso en la vida política y en
las relaciones sociales no fueron acompañados por la fortuna. No tenemos más
que pensar en el rechazo que por ambos extremos del arco parlamentario sufrió
el sensato intento de Pedro Sánchez de
formar un gobierno de centro-izquierda con Ciudadanos para intentar regenerar
la política española. Ese fracaso se entiende menos en la Segunda República si
tenemos en cuenta, como señala Payne, que una
característica fundamental de todos los Gobiernos republicanos de izquierda o
de derecha era su insistencia en el equilibrio presupuestario y su gran
aversión a los déficits, una coincidencia que, en 2016, separa radicalmente
a los “nuevos” partidos, porque mientras Podemos es partidaria del imposible
que sugería la ignorancia del hermano de Alberto Garzón, Eduardo, de darle “a
la máquina de hacer billetes” para asegurar la riqueza nacional, en Ciudadanos
son partidarios, como los republicanos, de controlar el déficit y que no se nos
vaya de las manos y con él la posible riqueza del país. El libro de Payne es
una colección de hechos, no de opiniones, como buen libro de historiador, y es
el lector el que ha de hacerse una composición de lugar de qué fue la Segunda
República y, concretamente, el periodo final de la misma que condujo a la Guerra
Civil. Es política ficción saber cómo hubiera reaccionado uno en momentos
históricos ya pasados, pero no olvidemos que Gil-Robles, jefe máximo de la
CEDA, acabó siendo defensor de CCOO en el proceso político-sindical más famoso
del franquismo, el 1001, y conjurado contra Franco en el no menos famoso
Contubernio de Múnich; pero leyendo en profundidad ese proceso de erosión
democrática, lo que tengo claro es que buena parte de los emocionados y líricos
defensores del Frente Popular del 36 con quienes convivo en la España de hoy
representan una opción totalitaria y violenta, acrítica, que, caso de llegar al
poder, abocaría a la sociedad a una radicalización en la que no tardaría en
aparecer la violencia, esa por la que tanta afinidad política siente Pablo
Manuel Iglesias al defender a quienes como Otegui quisieron hacer de ella el
único instrumento de acción política. En fin, dejo de referir anécdotas tan
graciosas como la de que los conjurados militares rebeldes del 36 llamaran a
Franco Miss Canarias de 1936, ante su
coqueta indecisión a la hora de adherirse al Movimiento del que, irónicamente, desaparecido
Mola, acabaría apoderándose en beneficio propio, pero no ignoro que la
paciencia de los lectores es escasa y mi propensión a la grafomanía excesiva.
Ahí está el libro, con todo, que no me dejará por mentiroso respecto de su notabilísimo
interés. Una auténtica lección de Historia.