Entre Chiquito de la Calzada y un decorado para West Side
Story: la decepción inmensa de La
Celestina, de José Luis Gómez.
Por esas casualidades de la vida, en poco tiempo he ido al teatro -y aún me queda por ver, el próximo Marzo, El tío Vania…- más veces que en los últimos tres años. Va como va. Vaya esta devoción a Talía por la que, por razones que no vienen al caso, no he podido dedicar a Euterpe… en el Liceo. El año que viene lo repararé. No voy a hacer una comparación entre la obra de Pasqual y la adaptación de Gómez, pero, teatralmente, sale ganando la obra del reusense. El respeto que debería inspirar un clásico como La Celestina hubiera debido bastar para disuadir a José Luis Gómez, a pesar de su infinita sabiduría teatral y su magnífica trayectoria, nunca lo suficientemente ponderada, de llevar a las tablas con tantas carencias una obra divina en la que ni siquiera la exhibición de lo humano, aun a fuer de pudorosa, logra trasladar al espectador ni una diezmillonésima parte del interés que la obra sí logra transmitir al lector valiente que en ella se interna. La más que discutible adaptación de las escenas, que es una suerte de inevitable reescritura de la obra, deja al espectador devoto de la obra de Rojas con la sensación de haber visto el esqueleto, y no completo, de una de las muchas obras cumbres de la literatura española. No soy un meapilas de los clásicos, y del mismo modo que el Renacimiento adaptó al escenario y las costumbres de su tiempo la pintura religiosa, aún recuerdo que una versión de Boulez y Chéreau de la tetralogía wagneriana ambientada en el siglo XIX fue lo que me convirtió en operófilo de por vida, por ejemplo. Lo que quiero dejar claro es que La Celestina, que pertenece al género de la llamada comedia humanística, para ser degustada en morosa lectura entre personas “al cabo de la calle” de las infinitas referencias cultas y populares que en ella se dan cita perfecta, puede que no sea el mejor texto al que acudir para hacer una versión teatral que tan coja se nos ofrece, tan plana, tan irrelevante, tan escasa de la verdadera pasión que advertimos en la obra de Rojas. Y no se trata de que, salvo excepciones, los actores y actrices no hayan sabido hacer su trabajo, sino de que ese trabajo les venía, acaso, demasiado grande, comenzando por el propio Gómez y su caracterización transgresora del personaje inmortal. No acabo de entender, sinceramente, el porqué de la opción andaluza de una Celestina nacida en Castilla, y menos aún una gesticulación que, como dejo, con tristeza, reflejado en el título de esta crítica, me recuerda más a Chiquito de la Calzada que a la sabia vieja puta dominadora de todos los registros de la persuasión, los cuales se supone que debería haber exhibido sobrada e inequívocamente a través de la obra. He de reconocer que cuando Gómez parece olvidarse del deje andaluz entra mucho más en el personaje de la alcahueta, aunque en modo alguno logra ni hacerle sombra al imborrable recuerdo de la gran interpretación que de Celestina hizo Amelia de la Torre, en la versión cinematográfica de Fernández Ardavín (cuya adaptación de otro de nuestros grandes clásicos, El Lazarillo de Tormes, fue nada menos que Oso de oro en el famoso festival de Berlín), una gran actriz, dueña de una dicción espectacular contra la que poco puede, ¡y hablo de uno de los grandes de nuestro teatro por méritos más que reconocidos!, José Luis Gómez, cuya voz en no pocas ocasiones, sobre todo hablando de espaldas al público, se pierde y lo deja un poco a oscuras, cuando tan luminoso es, en general y en particular, el discurso de Rojas, sea cual sea, el personaje a través del cual lo vehicula. Es absurdo, ante una versión teatral de un texto que, aparentemente, por su complejidad espacial, y su desmesurada retórica, es irreductible a su escenificación, pedir una fidelidad que ni puede ni debe mantenerse; pero una cosa es la infidelidad necesaria y otra muy distinta no haber sabido llevar a las tablas la esencia transgresora de la obra, teniendo la necesidad, además, de subrayarlo a través de la brocha gorda de los símbolos judíos para “orientar” al espectador acerca de esa transgresión, cuando el propio texto de Rojas, sobre todo en el hermosísimo, a fuer de emocionantemente retórico, plancto de Pleberio, perfectamente dicho por Chete Lera, quien es capaz, a pesar de tan breve intervención, de transmitir la pérdida del padre que ha convertido a su hija en “su obra” vital a la que, de ningún modo, esperaba sobrevivir, y de ahí el drama; cuando ese texto, decía, se basta y se sobra para descubrir aquel pensamiento que iba más allá de la ortodoxia cristiana católica. En términos generales, la obra se ve, a pesar de sus defectos, con agradable comodidad, más por lo que el espectador redondea, en calidad de conocedor individual del texto, que por lo que se le ofrece. No son personajes, ninguno de ellos, de grito y gesto fácil, sino de ingenio vivo y actuación interesada, de ahí que, en numerosas ocasiones, se eche de menos más sutiliza, más fineza, más “retórica”, en el sentido de la persuasión obrante por medio de las razones engañosas que propiamente la burda manifestación de los deseos o las necesidades. Pongamos por ejemplo la noche de amor entre los amantes, que, en escena, se resuelve poco menos que en una violación, para desconcierto de cualquiera que sepa que la tensión entre franqueza y encubrimiento retórico es una de las bazas fundamentales de la obra de Rojas. Desde ese punto de vista, queda muy sepultada la dimensión paródica que se encarna en la pobre y desgarrada Celestina, respecto de la burguesa y educada madre de Melibea, en Calisto, respecto del ideal del amor cortés; en la propia Melibea respecto del mismo ideal que el de Calisto, en los criados respecto del amo herido de amor, del Macías redivivo, de quien se burlan y de quien esperan sacar el máximo provecho material posible… Hay buenas intenciones en el montaje, sin duda, y, a pesar de la pobreza escenográfica, demasiado chata y, en parte, la de las calles, mal resuelta verticalmente, se aspira a transmitir con la mayor pureza posible, en conveniente adaptación al castellano estándar de nuestros días, la obra de Rojas, lo que solo se consigue en parte, como que he querido mostrar. José Luis Gómez ha pretendido emular al Ismael Merlo de La casa de Bernarda Alba, tan en su papel de mujer-verdadero hombre de la casa de la obra lorquiana, pero le ha salido más el Tootsie, versión pobretona, de Dustin Hoffman que la verdadera Amelia de la Torre que todos, con cierta edad, atesoramos en el recuerdo. He de reconocer que me duele haber salido decepcionado del faraónico templo teatral del imposible nuevo estado catalán, a pesar de haber acudido lleno de ilusión y esperanza a lo que había imaginado como una suerte de apoteosis teatral alrededor de uno de nuestros mejores clásicos. Otra vez será, supongo.
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