miércoles, 14 de diciembre de 2016
Elogio de la superficialidad
Ensayo y error...es.
A ver si lo consigo. El título ha salido solo, como si nada, coser y cantar, en un plis plas. Supongo que el recuerdo de algo leído, ¿acaso de Nietzsche?, ¿o me confundo con lo de la máscara como el mejor rostro?, me habrá impulsado hasta coronar tan breve marbete bajo el que intentar, ignoro con cuánta fortuna, dar cumplida cuenta de esa intuición: la calidad de lo superficial es algo digno de elogio. Ensayo cómo se escribe un ensayo y me acojo al método científico del "ensayo y errores..." por los que no pediré disculpas, está claro. De que es grande el atrevimiento de este observador compulsivo de la vida cotidiana no cabe la menor duda; y menos aún de que puede que me haya metido en el famoso callejón sin salida, de tan bello nombre catalán atzucac, de origen árabe, az-zuqâq, "calle estrecha", y sin salida, supongo, como la chiquillería esa del prusés. Un conocimiento etimológico, por otro lado, al alcance de una simple orden de búsqueda en Google, donde, con todo, no es tan fácil encontrar, como parece, todo cuanto se busca. Pero sigamos con la superficialidad. Tiene mala fama. A todo lo superficial le cae encima una tonelada de desprecio funeral. Sin embargo, la superficie corporal es donde recibimos las mejores estimulaciones eróticas, por ejemplo; o la superficie abrillantada, llena de reflejos inverosímiles, de un coche nos seduce para comprarlo, además de muchas otras características, está claro; ¡y lo agradecidos que les estamos a las pulimentadas superficies de los espejos de los escaparates donde confirmar nuestro mejor perfil o nuestra apostura y galanura o el perfecto corte del traje que estrenamos o el gorro que nos cobija del frío de los eneros, un mes al que la cuesta pluraliza que es un primor y un helor, del corazón y de la cartera; y en una gran superficie consolamos nuestra sed de compras los sábados por la tarde; ¡y cómo agradecemos las palabras superficiales de una conversación de compromiso, es decir, donde menos comprometidos nos sentimos! Se advierte enseguida, así pues, que lo superficial desempeña un cometido sustancial en nuestras vidas. Me atrevería a decir que la superficialidad es algo así como una manera de vivir, casi una profesión de fe, e incluso me atrevería a decir que los superficiales formamos una clase social, muy distinta de la de los "profundos", esos "fundidos en la probeta" del laboratorio de la distinción, el rigor, las alturas intelectuales, las severidades académicas, las ideas trascendentales, y el desprecio a los superficiales, está claro. La superficialidad no es atributo que pueda adquirirse, sino marca indeleble de nacimiento y de contexto, si esta palabra no fuera, per se, un término propio de los profundos, y de ahí que me arrepienta de haberla usado, así como también ese latinismo que me atrevo a usar porque incluso entre los latinismos cabe la distinción entre superficiales y profundos: todos decimos per se, casi con insultante poderío, como con beodo entusiasmo se repite a ebrio coro lo del in vino veritas, pero apenas nadie dice cálamo currente, salvo los profundos... Ser superficial hay que saber llevarlo; del mismo modo que un clásico, Zabaleta, si mal no recuerdo, decía algo así como que hay que saber saber, algo que no se nos puede imputar a los devotos de la superficialidad.Quienes estamos enamorados de la superficialidad solemos tener pocos problemas y menos controversias, y hasta podríamos ser buenos políticos, políticos "de raza", con fundamento, políticos enraizados en la maceta más plana del bosque social. Lo acostumbrado, en nuestra sociedad, es juzgar a partir de la superficie, porque son innúmeras las superficies que no admiten honduras en las que sumergirse, sencillamente porque la superficie es frontera y estado al mismo tiempo, es decir, todo lo que hay, sin más, por más que a quienes calzan coturnos en el abismo les parezca delgado terreno en el que indagar razones y reducido escenario en el que representar raciocinios o endilgar proclamas. Huy, huy, huy..., esto de las metáforas y las comparaciones me parece que tiene más de laberinto que de muleta para el discurso. De repente repto, me ha parecido, y no enmascarado... Sí, algo de reptil hay en lo superficial. El trato exige suavidad en el contacto y ausencia de garras o pezuñas, porque no todas las superficies pertenecen al reino mineral. ¿Se cae en la cuenta lo suficiente en que una prenda de ropa se aprecia mucho mejor cuando se palpa su superficie y se comprueban cualidades que la vista no sabe apreciar? ¿Y qué diríamos de los alimentos, la superficie macada de algunos de los cuales es capaz de provocarnos hasta cierta repugnancia? La textura, que nada tiene que ver con el contexto mencionado ut supra (¡he aquí una buena dosis de superficialidad tecnocrática latinizante, por cierto!), de los alimentos, ¿no es la razón de ser de una palabra tan pegada a lo superficial como "organoléptico", aunque poco sobada...? Por la superficie de las peras o de las fresas o de los melocotones, por no hablar de la cuarteada de los higos más dulces, nos paseamos con la aprensión o la confianza de quienes esperamos ver confirmadas en ella las señales de la sanidad y el placer anticipado del gusto. La tez del rostro, ¿no es acaso la culminación de los estratos orgánicos que la posibilitan? Y nadie va a discutirme que nos enamoramos de esa superficie (unida a la del resto del cuerpo, sea vea o no) cuyos propietarios tanto trabajan para acrecentar su buena presencia y su mejor cara, disimulando defectillos de trazado y realzando, si ello cabe, las perfecciones generosas de la naturaleza que da, frente a la Salamanca de la cirugía estética que presta en falso; y en modo alguno nos enamoramos de macizos músculos, de soberbios tendones, de corrientes venas, de anfractuosos huesos y de adipocitos oportunos, por más que todos ellos juntos contribuyan a los fundamentos de la superficie donde nos recreamos con delectación probada, como ocurre con las personas hermosas que suelen castigarnos las cervicales cuando con ellas nos cruzamos por la calle... La superficialidad de la Tierra, resuelta en esos paisajes de todas las formas posibles ante los que nos extasiamos, como si nuestros ojos fueran manos que nos permitieran acariciarlos, recorrerlos como los niños la superficie de los juguetes primeros de la más tierna infancia, ¿qué es sino ejemplo acabado de lo más propio de lo superficial? De alguna manera, y aquí el ensayista se lanza a la pirueta, todo lo importante en esta vida es mera superficie, y el arte de saber apreciarlas, en todos los órdenes de la vida, nos colmará de relajada felicidad. No es fácil, que conste.
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