Arquitectura y
sexualidad o el abismo entre la carne y el dibujo…
Con la misma curiosidad
de siempre y el ánimo abierto para dejarme instruir, subí a la encumbrada
exposición del CCCB -todas lo son, y quienes acceden por la empinadísima
escalera mecánica lo saben- que tiene por titulo ¡nada menos que 100m2 deseo. Aruitectura y
sexualidad. Lo anticipo: deseo, menos del deseable, y propiamente ninguno;
metros, muchos, sí, y tan mal iluminados que se convertía en un tormento la
lectura de los paneles y las fichas identificadoras de las piezas; arquitectura,
mucha y excelente, tanto la clásica como la dieciochesca como la actual; y
sexualidad, pues… la representación más común, y en parte muy cutre, de lo que
entendemos por tal. ¿Visitantes? Un grupo compacto de 20 unidades que seguían
con frialdad glacial las tópicas explicaciones del guía, tres mujeres que
entraron delante de nosotros, y mi Conjunta, mi hija y yo. Y ahí se acabó lo que
se daba, aunque, a mitad de visita advertí la presencia de otra mujer y un
hombre, solos. El silencio, solo roto por el guía, de tono homilético y poco
congruente con el tema de la exposición, hablaba de la sexualidad y del espacio
y uno, yo, creía que hablaba del proceso de confección de las velas de cera o
de la cría del gusano de seda. En cualquier caso, una exposición muy moderna,
propia del museo que la acoge, pero que
se quiebra de sutil. He de reconocer que la muestra contenía no pocos vídeos de
interés documental, y como del Panóptico de Bentham se ha de hablar cuando se habla
de arquitectura y poder, y ya advierto que ahí se incluye la sexualidad, me
atrajo mucho una secuencia que se proyectaba de Call Northside 777 (Yo creo en ti), en el interior de una prisión,
lugar por excelencia de aplicación de la arquitectura panóptica. De uno de los
paneles explicativos recogí un fragmento que ilustrará elocuentemente esa fría
abstracción desde la que está concebida una muestra en la que la palabra
sexualidad adquiere connotaciones tan gélidas como la impotencia de los
eunucos: Los proyectos expuestos muestran
el papel de la arquitectura como experiencia sensorial en las estrategias de
seducción y cómo la sofisticación en el diseño de artilugios constructivos y
mecánicos disparan la imaginación erótica. ¡Ay, lo que va de la realidad al
deseo, y viceversa! Es cierto que la Maison de plaisir, de Claude-Nicolas
Ledoux, un burdel, tiene una graciosa disposición fálica, y que el edificio que
Adolf Loos, el arquitecto de Hitler, proyectó como casa para Josephine Baker es
de una modernidad tipo Bauhaus, con techo plano, que resulta muy atractivo,
pero he de reconocer que algunas “instalaciones” en el interior de la
exposición, supuestamente evocadoras de la relación entre espacio, construcción
y sexualidad, me parecieron propiamente una tomadura de pelo, o lo que en los
años de la adolescencia denostábamos con la etiqueta más que sexualizada de “paja
mental”. Es cierto que hay una reproducción de la cama redonda del creador de
Play Boy, e incluso una secuencia de la lucha de James Bond contra dos
marciales muchachas, que evocan un mundo de sexualidad tópica y machista que ha
dominado nuestra sociedad durante mucho tiempo. De todo el material expuesto,
me quedé con una referencia que promete: L’art de joüir, de Julien Offray de La
Mettrie, un ejemplar del cual se exponía en una vitrina que no facilitaba en verdad
la lectura de su primera página. Mientras iba caminando por tan siniestra
exposición, en una penumbra vaga, en silencio de claustro monacal, iba pensando
en todos esos lugares donde las relaciones sexuales han buscado cobijo o
discreción, y de mi adolescencia llegaba lo que aún conocí: la fila de las
pajilleras del cine, y me extrañó que no hubiera entre tantos espacios alusivos
al sexo, una fila de butacas expuesta, por ejemplo; y pensé, entre tanta
arquitectura, en el edificio Agbar, un falo potente y descomunal levantado
junto a la amenaza de una grapadora en una plaza que se llama de las Glorias
(le quito el apellido porque me jode el relato); y luego me dije que no
necesariamente el espacio condiciona la aparición del deseo y que, a menudo, ni
siquiera lo potencia, y menos aún un edificio. Está claro que los lupanares -de
lupa, loba- han existido siempre, que el descubrimiento de Pompeya revivió el
culto fálico, y que el acondicionamiento de los espacios dedicados
exclusivamente al sexo ha buscado una iconografía que, supuestamente,
favoreciera esos intercambios de fluidos. Otra cosa es que, en ese terreno, los
hortera se haya maridado con lo kitsch y que lo supuestamente excitante lo sea
menos que un alioli sin ajo, como el interior de locales no necesariamente
dedicados a la burdelería, aunque sí a la seducción. En fin, que entré con curiosidad y salí
totalmente enervado. Amante como soy de todo lo relacionado con la sexualidad,
me pareció que esa exposición homilética en la que la teoría se divorcia de la
sensación y de la excitación es un fracaso monumental. Con todo, para el adicto
a las visitas museísticas, siempre hay, incluso en lo errado, mucho material de
interés, como el teatrillo de William Kentridge, titulado Right
Into Her Arms , relacionado con su puesta en escena de la Lulú, de Alban Berg, esa otra
estilización abstracta del deseo.
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