El ataúd de las fotografías íntimas.
A las 7'30 de la mañana
de un viernes santo, sin un alma por la calle, salvo la perdida mía, con el 59
que inicia su perezosa andadura a las 8'45, me llego a titubeante pie ayuno hasta
el Hospital Clínico para someterme a la tortura de una resonancia magnética de
la próstata, como manda la edad y, sobre todo, el 28 de PSA que tiene a mi
urólogo entre desconcertado, alarmado y desconsolado, no sé si a partes
iguales. Me citan por la entrada de Córcega, pero, como es festivo, está
cerrada. He de entrar por Villarroel. Pido información de la ubicación del
sótano al de seguridad y me remite al mostrador de información. De camino, un
médico me dirige hacia “entre las escaleras 3, 5 y 7”, indicándome que baje por
ahí al sótano, que no hay pérdida. Pero la hay. A través de pasillos vacíos,
excepción hecha de mi alma perdida, llego a lo que parece la sala de espera
principal. Paso la tarjeta por el código de barras del dispensador de citas y
me sale el papelito por el que me citarán. Me siento a leer. Con Platón entre
las manos, la aparición de una cucaracha -segunda alma en la sala- gigantesca
que se dirige a mí con la velocidad de quien aún no ha desayunado, aunque no
creo que haya sido paciente del tubo de resonancias- consigue que me desvíe del
mundo ideal hacia el material para percartarme de que mi presencia no la
intimida, antes al contrario, va lanzada, como si pretendiera remontar vuelo al
llegar a mis zapatos y deslizarse por el interior de mi pantalón. Antes de que
tal cosa suceda, me levanto de un salto grotesco y me sitúo a espaldas de la
invasora en un espacio en el que se supone que no debería estar. En vez de
pisarla, la debilidad compasiva del ayuna me mueve a espantarla, aunque casi he
de llegar a tocarla para que la cucaracha rubia, pero poco seductora, agite rítmicamente
los élitros coriáceos y acelere su paso hacia el zócalo por el que se desliza
hacia el final de la amplia sala de espera. Después aparecen dos mujeres arregladísimas
que se acomodan unos asientos más allá de donde estoy. Como me ven leyendo, y
después de cruzar un saludo breve, hablan con voz de iglesia. No tardan en
avisarme. Primer pasillo, la enfermera que me abre una vía en la vena. Vuelvo a
la sala. No tardan en volver a avisarme. Segundo pasillo. Entro en la sala de
la resonancia, pero aparece, ignoro por dónde, la enfermera con un chute de
Buscapina Compositum que me va a fastidiar el día, porque ya sé que me provoca
reacción alérgica, como el Nolotil o el Ibuprofeno, entre centenas de medicamentos
más. Me desnudo, me pongo la bata y me hacen pasar al ataúd cilíndrico. Me atan
a la altura de la cintura el dispositivo que me fotografiará laminarmente la
próstata para saber si ha hecho nido o no algún tumor cancerígeno, que es el
temor del urólogo y el mío propio, claro está. De paso, los brazos, que caen
dentro del dispositivo, han de restar inmóviles. El joven técnico, amable y
sonriente, a pesar del día y de la hora, me pone en la mano izquierda una pera
que he de apretar con insitencia si “la cosa” va mal, me veo imposibilitado de “soportarlo”
y quiero que me saque de “allí”, lo que él hará “inmediatamente” -¡qué
consoladora una palabra acabada en mente, con lo que afean y degradan las
narraciones, aun a pesar de que, a veces, sean inexcusables!-. “Media horita y
listo”, me dice para animarme. “¿Todo bien? ¿Vamos allá?” El enérgico “Allá” no
es una dirección, como todo el mundo sabe, sino el espacio adverso de un túnel
en el que apenas se cabe y cuyo techo dista milímetros de la punta del apéndice
nasal. La imagen recurrente es la del enterrado en vida que despierta del
estado cataléptico y descubre, para su horror, que no solo está vivo en el
féretro de la muerte, sino que, detrás de la tapa que no va a poder abrir, hay
su buen quintal métrico de tierra, por lo menos. Mi suerte fue que, al centrar
el aparato en la próstata, la cabeza estaba tan cerca del final de túnel que
mirando hacia arriba distinguía no solo la luz sino algo del resto de la
habitación. Con todo, hube de recurrir al poder de concentración más intenso de
que soy capaz para relajarme, cerrar los ojos y apartar el pensamiento del
tiempo, de mi incomodidad, de los conatos de comezón que me aparecían por todo
el cuerpo, etc., y respirar acompasadamente. Eran las 8’30h de la mañana y no
había dormido ni medio bien, una hora y media en vela, haciendo un crucigrama,
pero el ruido de la máquina -contra cuya agresión me instalaron unos
auriculares protectores- era tan intenso que no había manera de “caer dormido”,
¡con lo que lo hubiera yo agradecido! El
peor momento fue cuando, apartándome de mi intención inicial, me dio por
calcular a qué altura de la media hora me encontraba. Desentendido como estaba,
hice cálculos hacia atrás y trataba de recordar cuántos “turnos” de inyección
de sonidos estridentes había sufrido para, tomándolos como base, deducir
algo. Abandoné el intento y procuré
distraerme de la tentación fortísima que me temblaba en los dedos para alertar
al encargado, haciéndole evidente que mi serenidad había tocado techo… y que “necesitaba”
urgentemente ser sacado del cilindro tétrico en el que se me había consumido la
serenidad y la esperanza de cumplir. En ese momento, sin embargo, oí su voz
fresca y juvenil: “¿Cómo va eso?” “Va”, respondí, por si captaba la ironía del
absurdo e imposible movimiento, pero no. “Tres minutos y ya estamos”, añadió. Y
ahí sí que desaparecieron todas las inquietudes. ¿Cómo no iba yo a poder sumar
tres minutos más al tormento vivido? Después vinieron los elogios por mi
capacidad de resistencia, pero salí, como siempre que me *ataúdan, con flojera de piernas, la incipiente urticaria por la
Buscapina que ya se abría camino, y un vacío de estómago que me llevó hasta el
59 sobre nubes de algodón, sin azúcar.
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