Respuesta
de Rajoy, el 8 de abril de 2014, a los comisionados catalanes, Rovira, Turull y
Herrera, que pedían se les transfiriera
la competencia para organizar un referéndum de autodeterminación.
Es curioso que en los
largos años de dedicación oyente a los plenos del Congreso de los Diputados, en
los que me he tragado infinidad de discursos de todo pelaje, solo uno me haya
parecido que expresaba a la perfección la esencia de lo que es nuestra
democracia, y casi lamento decir que quien lo profirió en su día haya sido, sin
duda, uno de los más mediocres políticos que hayamos tenido en el ejercicio del
poder desde 1977. Intuyo que detrás de él, del discurso, está la mano de la
abogacía del estado y que sería bueno, en aras de la honestidad intelectual,
que se conociera cuanto antes el nombre o los nombres de los que lo escribieron
o, en su defecto, suministraron las idea que con claridad meridiana trazan las
únicas líneas rojas que se pueden trazar en el seno de nuestra democracia,
porque se habla en él, insisto, de las
condiciones sine qua non de nuestra democracia, fundada sobre la Constitución de
1978 y gracias a la cual podemos seguir existiendo como pueblo unido cuyos
derechos nadie ha arrebatado, aunque unos pocos dementes, actualmente sometidos
a juicio, lo hayan intentado. El Parlamento de Cataluña decidió enviar al Congreso
de los Diputados -en vez de haber ido el Nada Honorable Artur Mas (Àrtur para
los acomplejados) para acabar siendo vapuleado como lo fue el señor Ibarretxe cuando
se presentó en el Congreso con idéntico espíritu separatista- una delegación
compuesta por tres personas cuyos destinos del 14 acá son bien dispares:
Herrera está fuera de la política, descabalgado de IC-V, y repescado por el
psoe de snchz como Director general del Instituto para Diversificación y Ahorro
de la Energía en el Ministerio de Transición Ecológica; Marta Rovira es una
fugada de la Justicia y Jordi Turull, en prisión preventiva para que no consume
una fuga idéntica a la de Puigdemont, Rovira et alii, y actualmente sometido a
Juicio en el Tribunal Supremo por los “hechos” presuntamente delictivos -aprobar
leyes inconstitucionales de desconexión del ordenamiento jurídico español, convocar
un referéndum ilegal y proclamar la Repùblica catalana- cometidos en setiembre y octubre de 2017. En
aquella ocasión, los comisionados explicaron con toda la libertad del mundo la
pretensión de que el Gobierno de España les concediera la competencia para
convocar dicho referéndum de autodeterminación, si bien se cuidaron muy mucho
de usar dicha expresión, sustituida por el eufemismo “derecho a decidir”, una
aberración conceptual que tuvo no poco éxito popular en las abonadas tierras de
la intolerancia secesionista. Seguí en su momento la respuesta de Mariano Rajoy
con total interés, porque tenía para mí que lo que estaba en discusión era cuál
era la concepción democrática de nuestra sistema político que impedía legalmente
acceder a dicha petición extracompetencial. Y Rajoy, lo confieso, no me
decepcionó. Enseguida advertí que otros habían puesto los conceptos y él la
voz, y quizás prueba de ello fue la ausencia, en su discurso, de esas
socarronerías gallegas a las que tan aficionado ha sido siempre el
expresidente. Se trataba, por decirlo en términos solemnes, de un Discurso de
Estado, no de un discurso ni de Presidente de Gobierno ni de Presidente del PP,
y a fe que tal condición satisfizo todas mis expectativas, porque, por primera
vez, seguía un razonamiento jurídico de primer nivel que me explicitaba cuáles
eran las posibilidades reales de acción no solo del Parlamento, sino, sobre
todo, del Presidente de Gobierno, es decir, las auténticas e inimitables líneas
rojas que incluso protegen la Constitución de la hipotética deriva autoritaria
de una mayoría absoluta o de una reforma de la Constitución que pretenda
eliminar lo que son los derechos fundamentales de los ciudadanos, empezando,
claro está, por la soberanía nacional. Se trata, como se advierte, de un
discurso constitucionalista en el mejor sentido de la palabra, pero ajustado al
ámbito por excelencia del debate político: el Parlamento. He querido hoy
recordar aquel discurso porque, a mi modesto entender -quizás el propio de mis
muchas limitaciones- se trata de un momento crucial en nuestro parlamentarismo,
de un hito al que acaso no se le ha reconocido el valor fundamental (como fundamento de nuestro sistema democrático) que
tuvo, que tiene y que espero que siga teniendo para el bien de nuestro país.
A continuación, expongo aquí los fragmentos imprescindibles
y teóricos de ese discurso que marcaba los límites de un diálogo que, como
acaba de descubrir el frívolo ingenuo que nos gobierna, no solo existen, sino
que ponen de manifiesto la raíz autoritaria de la imposición de quienes, desde
el golpismo secesionista, dicen defenderlo a capa y espada. Recuerdo, a título
anecdótico, que aquel pleno también pasó al anecdotario por el bochorno que
sufrimos todos los catalanes al oír los discursos de quienes, supuestamente,
nos representaban a todos, pero, en realidad, solo a quienes acabarían dando un golpe
de estado, proclamación de la República catalana incluida. Herrera fue
entonces, como actualmente la alcaldesa Immaculada Colau, el compañero de viaje
de aquella insensatez que derivó en transgresión de las leyes. La pobreza
expresiva, conceptual, de la señora Rovira dejó muestras indelebles de que
aquella aventura no podía acabar bien, como ahora lo estamos comprobando. Rajoy
supo allegar los materiales precisos para construir un discurso que, a día de
hoy, y visto el desarrollo de los acontecimientos históricos, lo reivindican
como un político leal al ordenamiento constitucional en su conjunto. Insisto,
con todo, en que sería bueno que se supieran sus «fuentes» para honrarlas públicamente
como se merecen. En el ínterin, lean quienes quieran oír argumentos de primera
calidad, este discurso digno de ser enmarcado como un sucinto recordatorio de las
poderosas virtudes de la Constitución de
1978:
Señor presidente del
Congreso de los Diputados, señora Rovira, señor Turull, señor Herrera,
representantes del Parlament de Catalunya, señoras y señores diputados, las
razones que me mueven para intervenir hoy aquí van más allá de la literalidad
de la iniciativa que debatimos. Acudir a esta Cámara para exponer la posición
de este Gobierno es para mí un ejercicio de responsabilidad. Quien ha
presentado esta proposición de ley ha optado por trasladar el debate de sus
propuestas a la sede de la soberanía popular. Lo considero un acierto. Debatir
en esta Cámara es una muestra del papel primordial que en democracia tiene el
Congreso de los Diputados. Es reconocer y respetar la representación que aquí
se ejerce de todos los españoles sin excepción. Por eso intervengo. Más allá de
acordar o no la delegación o transferencia de una competencia, quiero dirigirme
a todos los ciudadanos, y muy especialmente a los ciudadanos de Cataluña, para
transmitirles que, como presidente del Gobierno, soy y seré el presidente de
todos. Trabajo por el bienestar de todos, lucho por sus derechos y por sus
libertades que con esfuerzo logramos entre todos y entre todos hoy conservamos;
y, por todo ello, defiendo la permanencia de Cataluña en España porque no
concibo España sin Cataluña ni concibo una Cataluña fuera de España y de
Europa. Esta es para mí no solo una cuestión de legalidad o de balanzas, es una
cuestión de sentimientos, de afectos, de historia compartida y de futuro.
El preámbulo deja
claro, a diferencia de nuestro actual presidente, que Rajoy se considera el
Presidente de todos los catalanes, algo que snchz ha desmentido con sus actos
al recibir exclusivamente a los secesionistas y negociar con ellos, sin haber
recibido en ningún momento a la ganadora de las elecciones en Cataluña, Inés
Arrimadas, ni interesarse por las reivindicaciones de quienes se oponen
frontalmente a los designios secesionistas de quienes están en el poder
autonómico, pero sin «representar» los intereses de «todos» los catalanes.
Señorías,
hoy voy a hablar del desafío que algunos pretenden plantear al Estado, un
proyecto de ruptura del que esta proposición de ley es solo una pieza
instrumental. Intervengo para reiterar algo que todos los ciudadanos saben,
incluso quienes han defendido hoy aquí esta iniciativa: que no hay democracia
sin ley. Intervengo también para explicar a todos los ciudadanos,
particularmente a los de Cataluña, lo mucho que nos une y los riesgos que
entraña un proyecto de fractura. […] Dicho esto, con su permiso, voy a entrar
en materia. Lo que ustedes, señores representantes del Parlament de Catalunya,
han pedido a este Parlamento —no al Gobierno de España ni a su presidente sino
a este Parlamento— es que deleguemos en la Generalitat de Catalunya la
competencia para autorizar, convocar y celebrar un referéndum consultivo para
que los catalanes se pronuncien sobre el futuro político colectivo de Cataluña.
Previamente a esta petición nos han anunciado, a través de los medios de
comunicación, al Gobierno de España y también a esta Cámara que el día 9 de
noviembre de este año harán un referéndum en el que formularán dos preguntas:
¿Quiere que Cataluña se convierta en un Estado? En caso afirmativo, ¿quiere que
este Estado sea independiente? Y nos ofrecen —lo acabamos de escuchar aquí— un
acuerdo que consiste en que digamos que sí a esta decisión que ustedes
unilateralmente han adoptado.
La distinción entre Congreso y Gobierno es
de una pertinencia total. Igualmente, Rajoy recuerda que estamos ante una falsa
política dialogante, porque se va al Parlamento a pedir una autorización para
algo que ya ha sido convocado unilateralmente, fuera de la ley, con fecha
incluida. Es decir, un paripé representativo frente a hechos consumados.
Señores comisionados del Parlament de
Catalunya, señorías, voy a explicarles con toda cordialidad por qué me parece
que no se puede acceder a lo que nos solicitan. Las razones que expondré van
más allá de mi posición política, de mi programa de Gobierno, de mis ideas, de
mis opiniones o de mis conveniencias. Se apoyan en el único terreno por el que
en un asunto como este me está permitido transitar: la ley y el deber; lo que
autoriza o rechaza la ley unido a lo que exigen o prohíben los deberes de mi
cargo. Señorías, lo que hemos escuchado antes en la lectura del comunicado del
Gobierno puede resumirse en muy pocas palabras: no es posible atender a lo que
nos solicita el Parlament de Catalunya porque no lo permite la Constitución. No
lo permite porque, independientemente del uso que se le quiera dar, se trata de
una competencia indelegable. El Parlament de Catalunya reclama para la
Generalitat la competencia para autorizar un referéndum. Ha optado por pedir a
las Cortes Generales, al Parlamento de la nación, que le transfiera, que le dé
la capacidad, la competencia de autorizar por sí misma ese referéndum.
Señorías, el referéndum es una manifestación de un derecho fundamental, el
derecho de participación política, y como tal, por imperativo de nuestra
Constitución, ha de ser regulado en ley orgánica, y al Estado corresponde con
carácter exclusivo la regulación de las condiciones de su ejercicio. Esa misma
Constitución atribuye al Estado la competencia exclusiva en materia de referéndum
como es autorizar o denegar su convocatoria; ese es el contenido mismo y único
de la competencia, y esa autorización estatal es la garantía del derecho de
participación política que la Constitución reconoce a todos los españoles. En
efecto, señorías, si se repasan en nuestra ley suprema las competencias
exclusivas del Estado, salta a la vista que se trata de aquellas que afectan a
todos los españoles, a sus derechos, a su nacionalidad, a su igualdad. Esa es
la idea de Estado que recoge la Constitución, como la inmensa mayoría de las
constituciones, el que administra lo que es común, lo que los constituyentes no
quisieron dejar en manos de otras administraciones porque importaba a todos, y
a todos por igual. Señorías, sobre estas competencias exclusivas se estableció
la cautela de que, aunque pudieran delegarse algunas funciones, ninguna de
ellas podría transferirse en su totalidad. El Estado debería conservar siempre
la titularidad de sus competencias para no dejar a los ciudadanos, a sus
derechos y a su igualdad desguarnecidos o, si lo prefieren, para no privar al
Estado de su principal razón de ser y existir; en otras palabras, señorías, la
titularidad de las competencias exclusivas es indelegable. Si este Parlamento,
este, tuviera la potestad de transferir la titularidad de todas las
competencias exclusivas, estas Cortes tendrían la posibilidad de liquidar la
Constitución y el Estado mismo sin el concurso ni la aprobación del conjunto de
los españoles. Este es el tema, señorías. Pues bien, en el caso que nos ocupa,
la autorización para celebrar un referéndum, no cabría otra opción que delegar
la titularidad, pero es una competencia que no es divisible, consiste
exclusivamente en la autorización. Lo que se solicita abarca todo el contenido
de la competencia; transferirlo equivale a vaciarla, es decir, a perder la
titularidad. Por decirlo de otra manera, el Estado puede autorizar o no un
referéndum, lo que no puede hacer es delegar en otros para que lo autoricen,
que es lo que ustedes solicitan. Dicho esto, a mayor abundamiento añado: lo que
tampoco está permitido es autorizar —no hablo ya de delegar— un referéndum cuyo
propósito sea radicalmente contrario a la Constitución. Lo que pretende ese
referéndum, independientemente de los eufemismos con que se camufle, es
proclamar una soberanía que no existe porque nuestra Constitución no la
reconoce. Como todos ustedes saben, el Tribunal Constitucional acaba de
pronunciarse en este sentido. Señorías, la soberanía del pueblo, la soberanía
española corresponde a todos los españoles, a todos. No existen soberanías
regionales, ni provinciales, ni locales; no existen ni se pueden crear, ni se
podrían admitir, al menos con esta Constitución. Esto importa mucho, señores
portavoces, porque no estamos hablando solamente de Cataluña. Hablamos de
España entera, de los intereses de España, del futuro de España y de quién está
facultado para tomar las decisiones que afectan a toda España; de eso hablamos.
En todo aquello que les atañe los españoles tienen derecho a intervenir y, como
es natural, ni quieren ni deben quedarse callados, ni nosotros podríamos
discutir semejante privación de tan fundamental derecho. (Aplausos). Señorías,
por eso están ustedes aquí, por eso han venido a depositar su solicitud en la
sede de la soberanía española. Siendo esto así, que lo es, ¿qué sentido tiene
solicitar que una parte de los españoles puedan tomar decisiones en nombre de
todos los demás? Señorías, ni este Gobierno que yo presido, ni las Cortes
Generales, ni el Parlament de Catalunya, nadie, puede legítimamente privar de
manera unilateral al conjunto del pueblo español, único titular de la
soberanía, de su derecho a decidir sobre el futuro colectivo. En resumen, estas
son las razones por las que pienso que no se puede atender la solicitud que
ustedes plantean. Ni la competencia que demandan es transferible ni el
propósito para el que la solicitan es conforme a la ley. Cualquiera de ambas
cosas, a mi entender, choca abiertamente contra la Constitución. Señorías, si
como acabo de decir, este Parlamento tuviera la capacidad de transferir la
titularidad de todas las competencias exclusivas o de romper la soberanía
nacional, estas Cortes se estarían situando por encima mismo del conjunto del
pueblo español. Esto no es así porque nuestra Constitución nació en 1978 y es,
por fortuna, hija de su tiempo, por eso nos permitió construir lo que hoy, como
ustedes saben, se llama una democracia constitucional, es decir, una democracia
avanzada que asegura la protección de la soberanía nacional y la inviolabilidad
de los derechos fundamentales de los españoles. No los protege contra el mal
tiempo; los protege contra el Gobierno —sí—, contra las mayorías —sí— y contra
cualquiera que no sea el conjunto del pueblo soberano, es decir, el conjunto
del pueblo español. (Aplausos). Señorías, la nuestra, como todas las
constituciones modernas, protege la soberanía nacional y también los derechos
fundamentales, y lo hace frente a toda clase de amenazas; por eso no permite
que los cambios de Gobierno o los vaivenes de las mayorías puedan repercutir en
ellos. ¿Qué les parecería, por ejemplo, que llegara al Gobierno un partido o
una coalición de partidos con mayoría absoluta y dispusieran que los españoles
no son iguales ante la ley o que se suprime el secreto de las comunicaciones y
que nadie fuera libre para entrar y salir libremente de España? ¿Por qué no es
siquiera imaginable que esto ocurra? Porque la Constitución, por fortuna, no lo
permite; más aún, prohíbe incluso que los titulares de los derechos puedan
renunciar a ellos. No permite, por ejemplo, que se suprima el derecho de huelga
ni aunque los soliciten los trabajadores, ni que se pueda renunciar al derecho
a la libertad de expresión o a los derechos de reunión y manifestación entre
otros. Por eso además encomienda a un alto tribunal la tarea de enjuiciar la
constitucionalidad de las leyes para estar seguros de que ninguna ley, aprobada
aquí —claro que sí, aquí— lesiona los valores, los principios y los derechos
que recogimos en la Constitución. Gracias a todo eso todo el mundo sabe de
antemano que puede confiar en que ningún Gobierno, sean cuales sean sus
principios políticos, hará determinadas cosas, no porque no quiera a lo mejor,
sino porque, afortunadamente, no puede. Esa es la razón, señorías, por la cual
la Constitución se empeña en prohibir obstinadamente ciertas cosas. De nada
sirve, frente a esa realidad insoslayable, vestir las reclamaciones de calor
popular. Algunas cosas no cambian ni con manifestaciones ni con plebiscitos.
Eso no es posible, ahora no es posible. Se redactó la Constitución de manera
que no fuera posible, y esto es lo que yo deseo que entiendan, aunque no lo
compartan, pero lo deseo. No se trata de una cuestión de voluntad política, ni
de flexibilidad, ni de hallar un punto de encuentro, ni de que cedamos más o
menos. No es algo que podamos resolver el señor Mas —aunque hubiera venido hoy—
y yo con un café; aunque tomáramos quinientos, seguiría faltándonos lo que no
tenemos: la potestad que la Constitución nos niega. (Prolongados aplausos).
Señorías, esta es la realidad, salvo que se cambie la Constitución; y para
cambiar la Constitución hay reglas que no se pueden saltar. Estas son nuestras
reglas de convivencia, las únicas que cuentan, las únicas vigentes; porque,
señorías, cada constitución clausura el pasado y abre un capítulo nuevo en la
convivencia. A ningún francés de la V República se le ocurre apelar a las
normas de la IV; sería ridículo. En España ocurre igual; de nada sirve apelar
al pasado, porque las constituciones son como los testamentos, señorías, la
última anula todas las anteriores. Cada constitución es un punto y aparte en la
historia que deja las cuentas saldadas. Por eso se vota en referéndum, para que
lo que se acuerda solemnemente entre todos pueda obligar a todos. Nadie impuso
a nadie la Constitución en 1978. En Cataluña, por ejemplo, la refrendó el 90,4%
de los ciudadanos que acudieron a las urnas, muy por encima de la media del
conjunto de España. Lo hicieron porque quisieron, por su propio interés, por
las razones que fuera. No consideraron que fuera una mordaza; es más,
consideraron que era una garantía. No pensaron que era un grillete, sino una
salvaguarda. Esa fue la más genuina, la más libre y la más auténtica
autodeterminación de Cataluña. (Aplausos). Señores representantes del Parlament
de Catalunya, señorías, esto es lo que dice la ley. Yo, como presidente del
Gobierno, estoy obligado a cumplir la ley, y no me pidan que deje de hacerlo.
Pídanme otra cosa, pero no me pidan que incumpla la ley. No me pidan que me
salte la soberanía nacional. Yo estoy obligado a cumplir la ley y todos los que
están aquí también están obligados a cumplir la ley.
Esta es la parte doctrinal, llamémosla así, del discurso, donde se expone
con total claridad lo que les está permitido a los gobernantes y que, a mi
entender, ni siquiera una reforma de la Constitución sería capaz de anular, en
la medida en que suprimir derechos fundamentales pecaría ipso facto de
anticonstitucionalidad, del mismo modo que no puede invocarse una mayoría
absoluta que cambie la constitución para anular la soberanía nacional y «fragmentarla»
en soberanías autonómicas, regionales o provinciales. Rajoy levantó ante los
delegados catalanes el muro imponente de la Constitución, que tiene sus propias
salvaguardas, para bien de todos, como estamos viendo, sobre todo, desde que
las derechas nacionalistas en Cataluña decidieron abrazar los postulados de la
extrema derecha y llevarnos a una concepción identitaria, supremacista y xenófoba
de un supuesto sujeto histórico soberano llamado un sol poble cuyos «intérpretes»
interesados solo buscan la división de los ciudadanos de la autonomía y
asegurar su situación de privilegio en el entramado social a todos los niveles,
desde la política hasta la enseñanza pasando por los medios de comunicación e
incluso, hasta donde puedan, por la vida económica.
Ante
esta realidad que acabo de exponerles y que ustedes mismos comprenden que es
infranqueable, se las han ingeniado para buscar maniobras de distracción que
desvíen los focos de la cuestión fundamental y trasladen el debate a otros
terrenos. Señorías, en los últimos tiempos hemos escuchado algunas afirmaciones
que sinceramente pienso que solo sirven a quienes quieren el enfrentamiento, la
fractura y la división para justificar su propio proyecto y que en nada ayudan
a la convivencia, la concordia y el progreso. Permítanme también darles mi
opinión sobre ese asunto. Les voy a dar mi opinión; les voy a decir lo que
pienso, igual que ustedes dijeron lo que ustedes piensan. No es verdad que en
Cataluña sufran una opresión insoportable; no es verdad, señorías. No es verdad
que se persiga la lengua catalana o que se asfixie su cultura, no es verdad. No
es verdad que se pongan trabas al desarrollo económico ni que se torpedee el
bienestar, no es verdad. Tampoco es verdad que no se les ayude en las
dificultades o que se les aplique un trato discriminatorio respecto a otras
comunidades autónomas, no es verdad. Tampoco es verdad que en los países
civilizados, cuando una región quiere apartarse, le abran la puerta para que
salga llevándose una porción del territorio común; eso no pasa, señorías, en
ningún lugar del mundo. (Aplausos). No me hablen de Escocia porque, como
ustedes saben o deberían saber, responde a supuestos históricos y
constitucionales muy distintos. Por cierto, si Escocia tuviera la mitad de la
mitad de las competencias que tiene Cataluña, no se tomarían allí tantas
molestias. (Aplausos). En suma señorías, yo no puedo compartir —por eso lo
afirmo aquí— una hipotética historia de agravios, no puedo asumir su relato de
opresión. Sinceramente, no puedo aceptarlo porque no es verdad, yo no lo veo
así. Señorías, yo veo las cosas de otra manera. Yo veo esos siglos de historia
en común; siglos de unión compartida, generaciones de españoles unidos en un
destino común, en las ilusiones, en los éxitos, en las dificultades y en las
diferencias, que en democracia siempre hemos resuelto con voluntad de
entendimiento. He vivido también lo que hemos hecho juntos en los últimos años,
que han sido momentos de prosperidad y de concordia. Señorías, nuestra
Constitución ha sido el gran exponente de todo esto; no solo nos ha dado un
sistema democrático y la garantía de nuestros derechos, también un grado de
autogobierno sin parangón en nuestra historia y en los países de nuestro
entorno. Nunca en la historia, nunca, Cataluña ha tenido un nivel de autogobierno
como el que tiene en el día de hoy, nunca, y ha sido gracias a la Constitución
española. Todo esto, el sistema democrático, los derechos españoles y el
sistema de autogobierno no existirían si no existiera la Constitución española.
(Aplausos). Señorías, bajo la vigencia de esta Constitución Cataluña alcanzó en
2007 una renta per cápita del 120% de la media de la Unión Europea —repito,
bajo la vigencia de esta Constitución—, y no es casualidad que desde 1978 el
crecimiento experimentado en nuestro país haya sido muy superior al registrado
por cualquiera de las países de la OCDE. Señorías, a pesar de la crisis que
estamos viviendo, todos juntos formamos parte de una exitosa historia de
progreso que sitúa a España entre los cinco países del mundo que más ha
avanzado en los últimos cincuenta años. Por eso tampoco puedo compartir su
relato. Perdónenme la vanidad —perdónenmela, si hacen el favor—, pero tal vez
yo creo en Cataluña más que ustedes. (Aplausos). Al menos yo no me siento en la
necesidad de demostrar a cada paso que Cataluña existe. Me consta que existe,
que es uno de los puntales de nuestra patria, que no se entiende a España sin
ella del mismo modo que resultaría incomprensible Cataluña sin el resto de
España. (Aplausos). Señorías, amo a Cataluña como a las demás comunidades; no
como algo simplemente entrañable, sino como algo propio. Valoro mucho lo que
nos aporta su diversidad, su lengua, su cultura, el espíritu emprendedor e
innovador de los catalanes, su amor al trabajo, a la obra bien hecha, a la
feina ben feta. (Aplausos.—Rumores). Señorías, valoro, en fin, la inmensa
aportación de Cataluña a nuestro pasado, a nuestro presente y —estoy seguro de
ello— a nuestro futuro. Lo importante no es que lo valore yo, que soy una
persona, una más; lo importante es que en estas palabras que acabo de
pronunciar se siente representada una gran mayoría de los españoles que no
viven en Cataluña, aunque nada tengan que ver con las ideas que yo defiendo.
Son muchos los que han insistido en que no se combatía el relato
nacionalista, si bien lo que acaso quieran decir es que no se daba la tabarra con
el contrarrelato como los secesionistas la han dado con el suyo, y en eso podemos estar de
acuerdo, pero en esa sesión Rajoy trazó las líneas maestras de un contrarrelato
impecable que, dada su contundencia fáctica ni siquiera merece la degradación
de la repetición ad náuseam que sus oponentes llevan a cabo, repitiendo bulos,
mentiras, fakes, que se dice ahora, sobre una invención con las patas más
cortas aún que la mentira.
Lo
siento, señorías, por razones legales, pero también por lo que acabo de
señalar, no puedo aceptar sus argumentos. Tampoco puedo aceptar —y entiendan
bien lo que voy a decirles— que se intente tergiversar por algunos —digamos que
por algunos— el verdadero significado y alcance de las cosas. Por ejemplo,
nadie discute el verdadero derecho a decidir. Todos los españoles lo ejercemos
habitualmente. ¿Acaso acudimos a las urnas por otro motivo? Lo hacemos para
decidir. En cuarenta y una ocasiones han acudido los ciudadanos catalanes a las
urnas desde que volvió la democracia a nuestro país. Señorías, los habitantes
de cada comunidad tienen derecho a escoger quién gobierna su autonomía, pero no
tienen derecho a decidir qué hemos de hacer con España. Cada catalán, como cada
gallego o cada andaluz, es copropietario de toda España, que es un bien
indiviso. Ningún español es propietario de la provincia que ocupa, como ningún
vecino es propietario de las calles por las que transita. La autonomía no
supone transferencia de soberanía; no otorga la propiedad del territorio, sino
la responsabilidad de gobernarlo con arreglo a la ley. (Aplausos). Señorías, el
derecho a decidir sobre su futuro político lo tiene el conjunto del pueblo
español y no solo una parte del mismo. Yo no tengo derecho, como gallego, a
decidir sobre el futuro de Galicia sin contar con el criterio del resto de los
españoles. Tal y como ustedes están planteando el derecho a decidir lo que
están haciendo —fíjense lo que les voy a decir—, a lo mejor sin darse cuenta o
sin querer, es privar al resto de los ciudadanos españoles de su derecho a
decidir lo que quieren que sea su país. Eso es lo que está ocurriendo.
Señorías, una parte no puede decidir sobre el todo. Esto no ocurre en ninguna
Constitución del mundo, en ninguna. No hay una sola Constitución en el mundo que
diga que una parte puede decidir sobre el todo, tampoco la nuestra, salvo que
lo modifique quien tiene el derecho a decidir, que es el conjunto de la
soberanía nacional. Señorías, la otra argucia que algunos cultivan consiste en
afirmar que el referéndum es un ejercicio democrático, por tanto, saludable, y
que votar encarna la esencia de la democracia. ¿Cómo es posible que un
demócrata —dicen— prohíba una votación? Sin duda votar es un derecho
democrático. Lo es, pero no en cualquier sitio, ni de cualquier manera, ni
sobre cualquier asunto. Votar es democrático, sí, claro que lo es. La
democracia no se entiende sin las urnas, sí, pero no bastan las urnas para que
un acto sea democrático. ¿Qué es lo que falta? Falta el respeto a la ley. La
esencia de la democracia es el respeto a la ley, es decir, el propósito
—señorías, esto es muy importante, si queremos ser, y lo somos, y tenemos
derecho a serlo, una democracia seria— de no reconocer otra autoridad por
encima de los ciudadanos que la de la ley; eso es la democracia. (Aplausos).
Señorías, la esencia de la democracia es que todo, incluidas las votaciones, y
todos, incluidos los parlamentos y los Gobiernos, tienen que atenerse a las
normas. Ser demócrata implica aceptar esa obediencia a la ley. Por eso se dice,
con razón, que la democracia es el imperio de la ley. En suma, señorías, ni la
ley permite satisfacer su pretensión, ni sus argumentos son asumibles, al menos
para quien les está hablando.
Que Rajoy dedicara buena parte de su discurso a rebatir las falacias
del prusés, algo que hizo con la brillantez de la serenidad y la ausencia de
énfasis innecesario, no bastó, sin embargo, para que, por aquellas épocas, aún el
psC defendiera «con uñas y dientes» la falacia de esa aberración conceptual que
recibió el nombre eufemístico de «derecho a decidir», que escondía la auténtica
cara que de lo que se exigía, una vez caída la careta: el «derecho de autodeterminación»
por su cara bonita, que vale tanto como la de ese adefesio del identitarismo
autoritario y xenófobo de quienes lo defienden.
No
quisiera terminar esta intervención sin hablar de lo que ustedes no hablan, de
las consecuencias que tendrían para los ciudadanos que viven en Cataluña lo que
ustedes proponen, porque también es muy importante que la gente sepa muy bien
qué es lo que se les está proponiendo. Ustedes diseñan un futuro idílico en el
que todo sale bien, y los inconvenientes no aparecen, ni siquiera en la letra
pequeña. Señorías, creo que cuando alguien habla en serio expone las ventajas y
los inconvenientes. Nada hemos escuchado nunca de los segundos. Ni siquiera
citan la evidencia —insisto, la evidencia— de que Cataluña sería más pobre, que
saldría de Europa sine die, del euro, de la ONU y de los tratados
internacionales. ¿Han explicado ustedes a los ciudadanos de Cataluña que
perderían todos los derechos que les corresponden en España como ciudadanos
españoles, porque dejarían de serlo, incluso el de libertad de entrada y
circulación en su propia patria y en todo el espacio europeo? ¿Les han
explicado también que perderían sus ventajas como europeos, entre otros, los
fondos comunitarios, las ayudas agrícolas y que se quedarían fuera también del
mercado único, con todo lo que eso significa para una economía tan pujante como
la catalana en el mundo global? ¿Sabe usted lo que puede significar salir del
BCE para las entidades financieras de Cataluña y para todas las personas que
tienen allí sus ahorros, ya sea en forma de depósitos, planes de pensiones o
fondos de inversión? No voy a continuar, pero podría dedicarle mucho tiempo a
explicar aquí cuáles son las consecuencias de esa decisión. Perdónenme —hablaba
alguno de ustedes en su intervención—, nos dicen que vagamos por el espacio. No
había oído yo esa expresión. Yo creo que lo que están ofreciendo ustedes es lo
más parecido que se puede imaginar a la isla de Robinson Crusoe. (Aplausos).
Señorías, lo menos que cabría pedir a quienes plantean proyectos de ruptura es
que expliquen con sinceridad sus consecuencias. Cuando alguien está planteando
a la gente una deriva que les obliga a escoger, a optar o a renunciar a una
parte de lo que ahora tienen debe tener la honestidad de contar también los
riesgos y el coste de esa renuncia. Creo que es lo mínimo que se puede pedir a
los dirigentes políticos responsables y, desde luego, es lo mínimo que se
merecen los ciudadanos de Cataluña, que tienen derecho a saber.
Recordemos que estamos en 2014, cuando se pronuncia este discurso en el
Congreso de los Diputados, y que aún estaba por venir la campaña pro referéndum
Ara és l’hora en la que, entre otras lindezas, se prometía, con la nueva Repùblica,
helado de postre cada día, la versión moderna de «atar los perros con longaniza»,
y que el NH Mas anunciaba que no solo no se irían los bancos, sino que vendrían
poco menos que en procesión a la “nueva Cataluña”…(aquí, como para todas las
indignidades de esta época que va camino de convertirse en la «Década ominosa»
de Cataluña, siempre podemos decir aquello típico de las televisiones: «dentro
vídeo»…). Es decir, que desde tan temprana fecha como 2014, Rajoy tuvo la
agudeza de señalar las «miserias propagandísticas» de un movimiento social y
político que recordaba las peores épocas de Europa allá por los años 30 del
pasado siglo. Los acontecimientos posteriores le han dado la razón.
Señorías,
no quiero alargarme más. Les agradezco su presencia entre nosotros. Espero que,
si no para darles una satisfacción, mis palabras hayan servido, al menos, para
que nos entendamos un poco mejor. Como ya he señalado, no se puede y no se debe
conceder lo que nos solicitan. Esta Cámara no puede aceptar que se les ceda una
competencia intransferible para convocar un referéndum que tiene como objeto
liquidar el régimen constitucional. No significa esta negativa —como a veces
escuchamos— que se le cierren todas las puertas. Ya ven que no se ha cerrado
nada que estuviera antes abierto. Otra cosa es que ustedes reclamen que se
abran puertas donde no existen, y además que se abran para su exclusivo uso
particular. Hay una puerta abierta de par en par para aquellos que no estén
conformes con el actual estado de cosas, iniciar los trámites para una reforma
de la Constitución. Eso mismo les ha dicho el Tribunal Constitucional.
Quienquiera que desee modificar la Constitución, quienquiera que pretenda que
España se disuelva, se fragmente, cambie de nombre o lo que sea, en vez de
solicitar a esta Cámara lo que no está en manos de esta Cámara ha de emprender
el camino de la reforma constitucional. Insisto, se lo acaba de recordar
también el Tribunal Constitucional. Ya ven, señorías, que si no se les da
satisfacción no es porque no se les escuche o, como suelen decir, no se les
entienda. Les escucha todo el mundo, todo el mundo: los empresarios que avisan
de los peligros de la secesión; los trabajadores inquietos por las
incertidumbres que algunos siembran, en especial quienes están buscando trabajo
y que no entienden que nos distraigamos con estas polémicas; las instituciones
de la Unión Europea, que han sido tajantes para que nadie se llame a engaño; el
Tribunal Constitucional, que nos ha recordado lo que dice la Constitución; el
Gobierno de España; yo mismo, que he repetido las cosas hasta el aburrimiento;
esta Cámara, que les está escuchando hoy, y a quien no escucha es porque no ha
querido venir. Les escucha todo el mundo, todo el mundo, señorías. (Aplausos).
Se les escucha y se les entiende muy bien. Yo les entiendo muy bien, pero yo no
les puedo reconocer lo que en mi opinión no tienen: no tienen razón. Por mi
parte no queda sino asegurarles una vez más mi disposición al diálogo, siempre
—como es obvio— que se produzca dentro de los límites que nos exige la
Constitución y sobre aquellas cuestiones que la Constitución nos permite
dialogar. Señorías, yo soy el presidente del Gobierno de España. Yo no puedo
dialogar con cualquiera sobre lo que no es mío. Yo no puedo dialogar, por
ejemplo, sobre la supresión de los derechos fundamentales, porque no son míos,
son de los españoles; ni puedo dialogar sobre la soberanía nacional, porque
tampoco es mía. Yo puedo dialogar sobre todo aquello a lo cual me autoriza la
Constitución pero no dispongo de otro margen y, si me lo permiten, el señor
Mas, que es el representante del Estado en Cataluña, tampoco. Compartimos los
dos las mismas limitaciones y exactamente por las mismas razones. Hay muchas
cosas sobre las que dialogar, muchos problemas reales que se están viendo
pospuestos por atender a los insolubles. Eso sí que me preocupa. Y me inquieta
además que esto se haga en un momento en que España, y dentro de ella Cataluña,
comienza a ver claramente los primeros signos de recuperación del crecimiento y
sobre todo del empleo y la confianza en nosotros mismos. Termino ya. Señorías
—ha estado muy de actualidad estos días—, se alaba mucho el consenso y la concordia
que presidieron la Transición. Contra lo que puedan pensar quienes no habían
nacido entonces y escuchen lo que se dice hoy, no surgió el consenso porque no
existieran diferencias o porque se borraran. No fue tal. Si aquello tiene
alguna posibilidad de servirnos de modelo es porque entonces existían las
mismas o mayores discrepancias que hoy. No nació el consenso porque nadie
renunciara a sus ideas, el mérito de aquella avenencia radica en que sin
disolver los profundos desacuerdos de partida, sin rebajar nadie sus propios
planteamientos, supimos —o supieron— acotar un terreno común sobre el que
construir una convivencia democrática. Levantamos la casa que debía albergar
nuestras diferencias. Y lo hicimos porque compartíamos un objetivo tan simple
como vivir juntos y en paz, un objetivo que a mi modesto entender conserva hoy
el mismo atractivo que entonces: vivir unidos y en paz. A este terreno del
acuerdo, a ese hogar común, lo llamamos entonces Constitución. Señorías, una
Constitución que no era de nadie, pero que aceptamos todos a condición de que
nadie pudiera modificarla a su arbitrio. En eso, sobre todo en eso, consiste la
lealtad constitucional. No es posible alabar aquel consenso y al mismo tiempo
negar su fruto principal; sería tan contradictorio como aplaudir la causa y
rechazar el efecto. Los valores de la Transición —el consenso, la altura de
miras, la concordia, la voluntad de convivencia— se condensan todos en nuestra
Constitución. No fueron disquisiciones sobre la esencia de la nación lo que nos
unió y nos une a los españoles, sino la voluntad de compartir la vida e
imaginar juntos un futuro mejor. Porque nos sentimos mejor juntos que
separados; porque nos entendemos mejor entre nosotros que con cualesquiera
otros; porque compartimos todas las peripecias del pasado, la mayor parte de
nuestras costumbres y, sí, casi toda nuestra sangre como aquí se ha recordado
hoy, y porque además nos conviene: juntos formamos un grupo humano con grandes
posibilidades de abrirse paso con éxito en la vida y en el mundo. A todo esto,
a lo que nos unió en 1978 y que nos une todavía hoy, a todo esto, vagamente,
sentimentalmente, sin ningún afán trascendental, lo llamamos patria, pero si a
ustedes no les gusta podemos llamarle futuro, un futuro de paz, de entendimiento,
de convivencia y de bienestar para todos al que no tenemos derecho a defraudar.
Muchas gracias. (Prolongados aplausos de las señoras y los señores diputados
del Grupo Parlamentario Popular, puestos en pie).
Ahí queda eso, esta pieza oratoria de imborrable recuerdo para mí y que
he querido compartir con quienes o no la oyeron en su momento (entiendo que
esto de seguir plenos del Congreso es un vicio poco compartido y que,
seguramente, no dice nada bueno de quien persiste en él con contumacia…) o,
habiéndola oído, acaso no la recuerdan o quizá no le dieron la importancia que
a mi entender tiene, porque fijó una posición que no era del PP ni del
Presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, sino una posición constitucional que yo
comparto plenamente, como creo que debería compartirla la totalidad de la ciudadanía.
Desconocía este discurso pero, una vez leído, he de reconocer que es sólido conceptualmente y agudo en la argumentación. Mariano Rajoy utilizó su turno de palabra en casa parlamentaria para defender los derechos de todos los españoles. En el discurso se hila muy fino y con profundo respeto a Cataluña, lejos de la carnaza que ofrecen los independentistas que exhiben una imagen del estado rayana en lo grotesco. Pero nada de lo expuesto por Rajoy en consonancia con la constitución y la visión del todo y las partes entra en la cabeza blindada de unos sujetos que se colocan en la posición de una Rosa Parks frente a las injustas leyes de su tiempo, de un Gandhi frente a la dominación inglesa, de Martín Luther King frente a la discriminación racial, y ya casi añadiría que de un Jesucristo frente a la dominación de Roma, tal delirante es su mundo conceptual. Ellos desdeñan las leyes españolas porque superponen un sistema argumental que las sustituye en el terreno del onirismo. Hay un libro que habla indirectamente de ello. Es El año del pensamiento mágico. Pues eso, ellos no creen en el ordenamiento jurídico, léase legalidad, no, lo suyo es el pensamiento mágico, y han construido un entramado mental en que viven sin poder escaparse y es la pura magia.
ResponderEliminarA mí me extrañaba que nadie recordara esa pieza oratoria que a mí me pareció magnífica y que, como aquí sugiero, quizás se deba, en lo jurídico, al menos, a la abogacía del Estado. Lo que está claro es que Rajoy definió bien el campo de lo posible y todo lo que se ha salido de él es justo es que tú dices: onirismo delirante.
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