sábado, 11 de enero de 2020

Sorolla o la pasión por el dibujo y la familia.


Un museo "habitado" por la luz que aún gotea en los pinceles...

   Escaparse al Museo Sorolla en Madrid es algo así como la oportunidad de entrar en la intimidad de uno de los grandes pintores españoles del siglo XX, cuya obra, además, va creciendo en la estimación unánime de todo tipo de públicos. Sorolla tiene dos cualidades que a mí, en particular, me lo hacen entrañable: por un lado, la pasión irrefrenable por dibujar -de hecho, la exposición particular que ofrecía la visita era la de 500 dibujos de todo tipo y tamaño que confirmaban que él sí que era un hombre de nulla dies sine linea (título, por cierto,  que escogió Antonio Saura para su calendario de dibujos de la actualidad), porque el dicho no tiene su origen en la escritura, sino en la pintura, recogido por Plinio el Viejo, quien lo pone en boca de Apeles de Colofón-, es decir, por practicar asiduamente, sin descanso, los fundamentos de su arte -en mi caso es la escritura- y, por el otro, la pasión irrefrenable por su mujer, Clotilde, que ampliaría después a los tres hijos que tuvo con ella y que abundan en sus pinturas y en sus dibujos de tal manera que bien podría ser considerado Sorolla algo así como "el pintor de la familia", porque no pierde ocasión de fijarse en lo que ocurre a su alrededor y llevarlo al papel o al lienzo. Una tercera cualidad -la de ser trabajador- ni siquiera la consigno, porque quien vive con pasión el arte al que entrega su vida, por fuerza ha de ser pródigo en la labor.

   En el caso de Sorolla, además, que entra como ayudante de un reconocido fotógrafo valenciano, Antonio García Peris, casa en la que consolida la amistad con su futura mujer, la hija del fotógrafo/institución de Valencia, y a quien conoció porque su hermano Juan Antonio fue condiscípulo de Joaquín  en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, en la que ambos estudiaron, esa condición de trabajador infatigable está en relación directa con el prurito de conseguir para su mujer y sus hijos un estatus económico como el que el padre de ella le había dado con su actividad fotográfica e incluso pictórica, pues hizo también, García Peris, sus pinitos pictóricos. Se le atribuyen a Sorolla más de 500 retratos, su fuente primordial de ingresos, la que le permitió ir acumulando una fortuna que no dudó ni un momento en invertir en la casa/palacete que es actualmente su Casa Museo, por cuyas salas los visitantes aún pueden percibir los ecos de la familia alegre y "movida" que la habitó.

   Ya es la tercera vez que hemos ido al Museo y en esta ocasión escogimos la modalidad de la visita guiada, lo que nos permitió conocer ago más en profundidad las diferentes etapas del autor, las diferentes luminosidades de las distintas playas donde pintó, o las circunstancias familiares de no pocos cuadros en los que la familia es protagonista absoluta. De la pasión de Sorolla por Clotilde da fe la profusión de retratos de su mujer, a quien viste de mil maneras y a quien sorprende de otras tantas, y entre ellas son de mi predilección los cuadros y dibujos en que la sorprende leyendo, lo cual me hace mucho más afín a ella, por supuesto, al compartir la pasión por la lectura, que es, realmente, un "modo de vivir". Es sabido que Sorolla la llamaba, en la intimidad, "mi feúcha", algo que, sobre ser falso, reivindica una suerte de derecho taumatúrgico del pintor: soy yo quien en mis dibujos y lienzos te va a otorgar la belleza... 

   Lo que está fuera de toda duda es la imponente cohesión  de la pareja a lo largo de toda una vida, en la que a Sorolla no le fue fácil destacar, que conste; en ningún caso se trata de un autor de éxito inicial arrollador, todo lo contrario: fue abriéndose paso poco a poco y a veces ante la incomprensión de algunos certámenes y de no pocas galerías y marchantes. Cuando le llega el éxito, sin embargo, salvo el lujo propio que puede permitirse, lo esencial de su vida sigue inalterable: dedicado en cuerpo y alma a su obra y a su familia. Gracias a Clotilde, que fue quien tomó la decisión de crear el museo y donar toda la obra de su marido al Estado español, podemos hoy, sus compatriotas, disfrutar de un museo tan excepcional. Su hijo Joaquín fue el siguiente Director y tanto él como sus hermanas donaron sus obras al Museo. Por eso hago hincapié en el carácter familiar que tiene el museo, donde parece que, como en esas visitas "representadas", vaya a aparecer el mismísimo Sorolla para "improvisar" un retrato o para acabar el que se exhibe en la sala principal a medio acabar, el de la esposa de su amigo Ramón Pérez de Ayala, que quedó incompleto porque sufrió una hemiplejía que le impidió seguir pintando, tres años antes de su muerte.

   La propina de la visita guiada -por cierto, en todas las casas museo lo primero que sacrifican para el espacio administrativo es la cocina, un lugar tan nuclear siempre en una casa, donde se negocian los altos asuntos del estómago y la salud- era la exposición de dibujos, muchos de los cuales no se habían expuesto con anterioridad. A través de esa febril actividad el visitante puede observar la maldición que han padecido todos los grandes artistas: la sed de perfección. Lo singular, en el caso de Sorolla, es no solo la dedicación al perfeccionamiento de su oficio, sino la habilidad para, con muy diversas técnicas a su alcance, desde el carboncillo hasta la acuarela pasando por el gouache, la témpera, las ceras, la tinta china o el lápiz, captar una realidad inmediata que adquiere una vida espléndida en sus bocetos, algunos muy desarrollados, casi instantáneos, como las calles de Nueva York contempladas en picado desde la habitación del hotel, por ejemplo, o las diferentes actividades familiares que tantísimo le llaman la atención y que configuran un verdadero álbum de la vida de una familia en el cambio de siglo, del XIX al XX, un auténtico documento que bien hubiera dado, sin duda, para una serie televisiva biográfica, pero se ve que aquí lo propio nuestro interesa poco, aun a pesar del exitazo que fue en su día una trilogía como Los gozos y la sombras de Torrente Ballester o Fortunata y Jacinta, de Galdós.
   Visitar el Museo Sorolla es entrar en esa familia y en la delicada naturalidad de una visión de la luz que han convertido a Sorolla, con sus famosísimos cuadros de la playa, en un pintor universal cada día que pasa más celebrado.
   La casa, por otro lado, obra del arquitecto Enrique María Repullés, con dos magníficos patios de estilo andaluz, una preferencia de Sorolla, a quien hechizaron, literalmente, la Alhambra y el Alcázar de Sevilla, permiten al visitante sentarse y disfrutar a veinte escasos metros del horrible tráfico madrileño, de una ensoñación árabe en la que el silencio se alía con el dulce murmullo del agua para su solaz, para su recreo y su honda paz interior. En el interior del palacete es otra paz, la de la intensa vida cotidiana familiar que el artista anda cazando en cada movimiento de los suyos, retratados una y otra vez de todas las formas posibles, y, presidiéndolo todo, el magnífico "retrato en gris" de Clotilde, la musa del artista y su apoyo vital desde que se conocieron. Sí, no hay que tener pudor de esas cosas: los Sorolla-García fueron una pareja enamorada que construyeron su amor a lo largo de todos y cada uno de los días de su vida que estuvieron juntos. Todo indica que se juntó el genio con la inteligencia y la belleza y formaron una sociedad perfecta. Ese es el aire que se respira en las estancias. Joaquín pinta; los niñós alborotan, se persiguen, Clotilde intenta poner orden aquí y allá, incluso en las herramiento de su marido, los pinceles, los potingues, las pinturas, mientras se entretiene con una cámara manual para arrancar otros óleos muy distintos a su vida familiar o se adentra en un libro con el que se aísla de la algarabía que la rodea. Es difícil, sí, no enamorarse de Clotilde vista con los ojos con que la mira Sorolla.

   Los artistas tienen fama de caprichosos y atrabiliarios, pero Sorolla solo parece tener un capricho: su familia, que asocia a su razón de vivir, la pintura. ¡Qué afortunado encuentro para los visitantes que ahora recorremos esas salas y atendemos a las pormenorizadas explicaciones de una guía que, como las verdaderas profesionales, te habla como si hubiera gozado siempre de la intimidad de la familia, aun hasta en los más nimios detalles! Al final del recorrido, al visitante le cuesta horrores aparecer como un "listillo" entre el grupo y confesar que sí, que estamos ante un Ribera, cuadro que Sorolla intercambió como recompensa por un retrato de encargo. Pasado el trance, se fija en los detalles del mobiliario, de las cerámicas, a las que Sorolla fue un gran aficionado, y en otros detalles aparentemente menores, como la "devoción" de Sorolla por Velázquez, una copia de cuyo retrato de Inocencio X preside el estudio principal. 
   Cuesta irse de ese mundo de blancos innúmeros, de esos cuerpos esculpidos en barro líquido, de esos animales que entran o salen del mar, caballos, bueyes, de esas telas gobernados a su antojo por los vientos, de esa luz cegadora, de la serenidad de ciertos retratos, de la paz de otros, del acogimiento íntimo de escenas "sorprendidas"... Sorolla, en definitiva,  siempre merece una nueva visita...

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