Anatomía
de un género masculino que aúna paisaje exterior y paisaje interior para
fundirlos en códigos tan rigurosos como reveladores
de las miserias y grandezas del ser humano.
En las tórridas
noches del ferragosto murciano de mi niñez, solíamos ir al cine Brasilia bien
provistos de los tomates con sal para la cena, amén del bocata de rigor, y
cualquier programa que viéramos siempre comenzaba con un generoso corto de Las
aventuras de Kit Carson y su fiel compañero Toro. Aquel fue mi primer
contacto con el western, en su variante más familiar y llena de clichés
que luego devendrían insufribles, hasta que películas como Soldado Azul,
de Ralph Nelson o Un hombre llamado Caballo, de Elliot Silverstein, ofrecieron una visión de la historia de los
nativos norteamericanos desde otra perspectiva muy diferente de la de los
conquistadores del Wild West, el «salvaje» oeste.
Con la llegada de la televisión, en mi
casa en 1962, Bonanza y Rin Tin
Tin fueron los siguientes contactos asiduos con el género, aunque
habría de pasar mucho tiempo para que supiera que el primero tenía más de sitcom
que de verdadera película del oeste, y que el segundo era una iniciación
infantil al espíritu militar que llovía sobre mojado en el hogar de un hijo de
militar de carrera; pero las conservo en el alma de mi memoria con mucho
cariño, casi tanto como El virginiano, que la sucedería, porque en mi
adolescencia llegaron a apodarme «Trampas», en la Residencia Blume de Madrid,
por un cierto parecido con Doug Mcclure.
A partir de entonces, y por la sencilla
razón de que era el género favorito de mi padre —y entonces solo había un
televisor en casa—, el western formó parte de mi condición de
televidente, pero también solía verlos en los cines, porque los programas
dobles de mi adolescencia los catalogábamos por “de vaqueros”, “de romanos”,
“bélica”, “de amor”, etc. Y un programa con una de vaqueros y otra de romanos
era un indiscutible éxito de taquilla, aunque en aquellos años de represión
sexual franquista no solo se iba al cine a ver las películas, claro…
Es el western
un género agradecido y, al principio, humilde, sin pretensiones. Recordemos que
el maestro de maestros, John Ford, solía presentarse así: «Me llamo John Ford y
hago westerns». Pero como está inscrito en lo que, desde el punto de
vista blanco se consideró una epopeya, la «conquista» del oeste, era evidente
que daba pie a que se forjase todo tipo de leyendas, basadas en todo tipo de
personajes, una galería que ha dado de sí lo suficiente como para forjar toda
una mitología al respecto.
Si algo me llamaba la atención de las
películas del oeste era que jamás me parecieron películas de época, sino
contemporáneas, como si esa conquista del oeste se estuviera produciendo en
aquellos días en que yo veía las películas, lo que sí sucedía con cualquier
otra película, pongamos las del género de terror de la Hammer ambientadas en
los mismos años del mismo siglo en el Londres victoriano, pongamos por caso. Ni
siquiera los vestidos de las señoras, típicamente decimonónicos, anulaban ese
anacronismo. El hecho, además, de la popularidad de los pantalones «vaqueros»
como prendas identificadoras de la juventud frente a los típicos de franela de
las personas mayores, lo ratificaba.
Así pues, poco
a poco fui conviviendo con los westerns y dominando los diferentes
perfiles psicológicos que, como si de un clásico y retórico microcosmos se
tratase, me permitieron ir apreciando sus virtudes y sus defectos, sin perder
de vista, por supuesto, la variedad de subgéneros y mezclas que permitirían
asociar el western con otros géneros, ya fuera el musical, Siete
novias para siete hermanos, La leyenda de la ciudad sin nombre, el
humor, Los hermanos Mar en el Oeste o el terror, como el reciente Bone Tomahawk,
de S. Craig Zahler. El western, de matriz usamericana, ha sido cultivado
universalmente, y como perteneciente a tal género ha de contemplarse Los
siete samuráis, de Kurosawa o la variante italiana del espagueti western
de Sergio Leone, por ejemplo.
El caballo, la
pistola, una geografía de amplios horizontes, el espíritu de venganza, un saloon
como enclave primordial de la vida social, la honestidad, la maldad, un porche
con mecedora, una diligencia, la injusticia, un sheriff, a ser posible
exconvicto o expistolero, una joven que abomina de la violencia, la pendencia
entre los agricultores y los ganaderos, la lucha por el acceso al agua, los
indios, los fuertes del ejército, los buhoneros, los cuatreros, los silencios
impenetrables de los héroes que solo hablan a través de sus actos, sin
articular palabra, las mujeres fuertes, capaces de enfrentarse, rifle en mano,
a quien haga falta, los hijos tarambanas, los jueces al servicio de los
terratenientes, las balas extraídas casi «a pelo», y el sonido metálico cayendo
en la palangana, el sudor bajo el sol inclemente en los desiertos, cuando la
bota de agua se queda seca, la serpiente que se arrastra sobre la arena y cuya
cabeza vuela el pistolero de un disparo, los cactus como soberbio skyline, el sheriff borracho que se
redime en el enfrentamiento contra los malvados, la lealtad insobornable, los
viejos amigos enfrentados en bandos opuestos hasta que se ponen, ambos, al
servicio de la verdad, las cabañas primitivas con chimenea acogedora, sobre la
que cuelga invariablemente la escopeta, el ferrocarril, las manadas de reses
cruzando el territorio, guiadas por los cowboys que son emblema del
género, y cuya masculinidad se vuelve problemática en Brokeback Muntain,
de Ang Lee, para escándalo de puristas (¡y purificadores…!), los búfalos, las
travesías imposibles de caravanas en busca de Eldorado, el calvinismo estricto
y casi del Ángelus de Millet de los colonos, las nieves y la dura lucha
contra los elementos, como en El renacido, de Iñárritu o Las
aventuras de Jeremiah Johnson, de Sydney Pollack, el pianista que toca
impertérrito durante la gran pelea, mientras vuelan tiros y botellas y sillas,
el racismo contra los indios, los negros y los chinos, el patriotismo de la
nación en trance de construirse mediante el genocidio de los nativos, la
crueldad, la generosidad, el individualismo a ultranza del héroe, fiado a sus
propias fuerzas para luchar contra los entuertos, los forajidos enmascarados,
la ausencia secular de la literatura y la ciencia, lo peor de la política, el
crepúsculo de un mundo que perece frente al progreso que desarticula el
entramado de las leyendas, Billy El Niño, Pat Garret, O.K.Corral, el timbre de
la armónica, la épica de la frontera y
sus ríos… y un eterno etcétera que cubre lo humano, demasiado humano, e incluso
a veces permite que se adentre en lo divino, sin perder de vista la quimera del
oro ni el descubrimiento del petróleo, que parece poner fin a la epopeya,
aunque, casi como parodia de lo que en
su día fue la realidad cotidiana del western, aún subsisten los rodeos,
y sin olvidar que en esa lenta decadencia la figura del cowboy se degrada hasta
la sordidez en películas como Midnight cowboy, de Schlesinger.
El western es un género cardinal de
la Historia del Cine, y como tal se le celebra. Y no es de ayer, sino de
siempre. Y ahí están las últimas muestras que lo revitalizan, como Los
hermanos Sisters, de Jacques Audiard, por ejemplo, que aporta algo nuevo a
los hitos clásicos del género, al incluir la ciencia, la filosofía y la
política como ingredientes nucleares de la trama, amén de los tradicionales,
por supuesto. Dije al principio que el western era un género masculino,
y conviene señalar que ello se debe al papel marginal de la mujer en el género,
y de ahí, por ejemplo, películas que intentan paliar esa carencia, como Caravana
de mujeres, de William A. Wellman, o la comedia de equívocos, ese otro
género con el que se cruza, de forma muy natural el western, Dos mulas y una mujer, de Don Siegel. A
priori, es un género centrado en la exaltación y la crítica de los valores y
las maldades del hombre, respectivamente, y la mujer suele jugar un papel
subsidiario, pero no por ello menos importante, aunque ello depende mucho de
qué películas estemos hablando, porque si hablamos de Johnny Guitar o de
Encubridora, está claro que el protagonismo femenino es más que notable,
y en igualdad de condiciones con el de los hombres. No es lo habitual, pero
también acoge el género la variante de las relaciones problemáticas de los
héroes con mujeres que no acaban de entender la necesidad de «aventura» e
incluso de cierta soledad por parte de ellos, cuando no son heridas vivas de
traumas sufridos en su dura vida.
Entrar en un western significa, por
lo general, adentrarse en la aventura del territorio agreste y desconocido, en
ámbitos espaciales usualmente adversos,
pero no menos suelen serlo los de ese otro espacio de contornos imprecisos que
es la ética individual y la colectiva, a veces en hiriente conflicto. Desde la
aparición del género, muy poco después de la invención del cine, y a ese
respecto la figura de John Ford es una muestra superlativa de la evolución del
género, el amor a la naturaleza, a los caballos y el culto a la individualidad
extrema del vaquero que recorre territorios con la seguridad de la autodefensa
que significan su rifle y su pistola, los esquemas del western no solo
siguen vivos, sino que incluso han «contaminado» benéficamente otros géneros como el de las películas «de
romanos» o el género policiaco. Una película como Gladiator, de Ridley
Scott bien puede ser entendida como un western, del mismo modo que
sucede con la serie de Harry, el sucio, de Don Siegel o con el clásico
de Kurosawa, Yojimbo. Esa capacidad para estructurar un relato en el
que, por lo general, un desconocido llega a un sitio en el que ha de dilucidar
cuál de los personajes enfrentados entre sí es el depositario de la verdad y el
derecho, tomar partido y hacer triunfar la causa del bien, ha permitido, a lo
largo del tiempo, tal variedad de argumentos y el dibujo de tantas psicologías
que no me extraña que un solo género colme todas las expectativas de muchos
espectadores. Como yo soy insaciable, todos los géneros se me quedan pequeños y
necesito constantemente viajar de unos a otros para cubrir toda la sed de
imágenes y argumentos que me devora; pero el western ocupa siempre un
lugar de privilegio, junto al thriller y al musical en mi alma de
cinéfilo voraz y escasamente delicado.
Brillante artículo que he leído con delectación. Todo ello me demuestra que el mundo del western es una creación literaria y cinematográfica del pasado de un país como cualquier otro pero al que sus creadores supieron darle forma y fondo en un género prodigioso. Lo genial de este género es que cualquier país podría haber dado lugar a ello si se hubiera sabido contar. Lo más importante son los narradores. El mundo y el arte es un ejercicio de narración. La Biblia es uno de los primeros relatos con éxito del mundo... Lo más fascinante es que la Biblia y el western fueron de origen judío, de esto no has hablado, de quiénes eran los productores de la fábrica de sueños de Hollywood...
ResponderEliminarLos westerns son anteriores al desembarco de los judíos en los grandes estudios. Había ya una potente creación literaria de relatos de las aventuras de la conquista del oeste, cuyos ecos son las novelitas de quiosco del oeste que leían algunos con fruición, y que escribían españoles con pseudónimos usamericanos... Los primeros westerns de Ford son del 17. "Bucking Broadway", por ejemplo, que, curiosamente, está ambientada en el "presente", no en el XIX...
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