Aquellos viejos manuales de «urbanidad» que marcaban los límites del civismo y enseñaban principios morales que garantizaban la convivencia «civilizada».
¡Qué sorprendentes,
por ignotas, son las vías por las cuales se llega al conocimiento de obras y
autores que suelen estar incrustados en el compacto bloque del olvido, un
infortunado dado de hormigón sepultado bajo las capas de información que lo
cubren todo con afán de hito, en vez de como el modesto palimpsesto que acaban
siendo! Es el caso que en uno de esos viajes que se inician en el buscador para
verificar un dato acabé un buen día entrando en una referencia que nada me
decía: Mariano de Rementeria y Fica, autor de un título que, sin embargo, me
llamó inmediatamente la atención: El hombre fino al gusto del día,
publicado en 1829, ¡y más aún me la llamó, la atención, el título completo de
la portada: El Hombre Fino AL GUSTO DEL DIA, Manual Completo DE URBANIDAD,
CORTESIA Y BUEN TONO. Con las reglas aplicaciones y egemplos del Arte de
presentarse y conducirse en toda clase de
reuniones, visitas, etc .; en el que se enseña la etiqueta y ceremonial
que la sensatez y la costumbre han establecido; con la Guia del tocador y un
tratado del Arte cisoria. La
intuición, como en otras ocasiones, me jugó una excelente pasada y no tardé en
añadir el volumen a mi «Biblioteca online», para cuando tuviera un
momento que nunca tengo hasta que se me impone, bien porque vuelvo a tropezar
con el mismo autor, la misma obra o con mi propia necesidad de «descansar» de
otros cometidos de mayor enjundia.
Suelo recordar
que yo no fui lector hasta los quince años, en que empecé a serlo sencillamente
porque vivía en una residencia deportiva dentro de la Ciudad Universitaria de
Madrid, justo al lado de la Facultad de Bellas Artes, además, donde el
movimiento contestatario al franquismo y a la moral dominante se daban cita, y
como que parecía contraindicado que uno no fuera siempre con un libro en la
mano… Eso sí, no se me olvida que, al margen de los tebeos y las ilustraciones
de la Colección Historias de Bruguera, solo leí un libro completo antes
de aquella edad: Educación y Mundología, de Antonio de Armenteras,
publicado en la editorial Gassó, en
1959. Antonio de Armenteras, de quien apenas se encuentra información en la
todopoderosa Google, fue un escritor, jurista, crítico teatral y mago; autor,
entre otros libros, de una Enciclopedia de la magia, de un manual de
correspondencia comercial, de un florilegio de aforismos, etc.; o sea, estamos
ante un divulgador de libros que tuvieron «su momento», del mismo modo que los
de horticultura son eternos… Apenas guardo memoria de lo que allí leí, pero sí
que aprendí lecciones totalmente anacrónicas sobre cómo observar unas
costumbres en la mesa, en el coche, en la calle, etc. que, a fuer de
escasamente crítico, advierto que han desaparecido por completo de nuestros
usos actuales. Seguramente animado por ese bello recuerdo de mi única lectura
propiamente dicha, he acabado acudiendo al manual de don Mariano de Rementería
para, en los delicados tiempos del Romanticismo, saber a qué obligaban el
protocolo, la etiqueta y los usos «finos».
Mi sorpresa ha
sido mayúscula, porque el «refrito» de Rementería son dos traducciones de
varios originales franceses que, a su vez, traducían uno o más originales
ingleses, por la atribución que se hace de los mismos a John Bull, encarnación
satírica del Reino Unido similar a la del Tío Sam usamericano. Estamos en
presencia, pues, de una suerte de compendio de los usos y costumbres que se exigen
para ser «urbano» y poder participar, sin desdoro, en la sociedad. El libro,
además, es una suerte de refrito de otro sobre cocina escrito por el propio Rementería,
porque incluye una suerte de «Arte Cisoria» muy curiosa de leer, pero traída un
poco por los pelos al volumen, al margen de su oportunidad, porque «trinchar»
bien un pavo, un pollo, un conejo, un lechón o un cabrito nunca es habilidad
que esté de más, ciertamente, aunque ya esté en franca decadencia. Mi sorpresa
ha sido la de haber encontrado, so pretexto de un manual de urbanidad, una
suerte de manual cívico y moral que va más allá de la cortesía para abundar en
la formación del carácter y aun de los principios, con un nutrido corpus de
sentencias, aforismos, reflexiones y aun preceptos que siguen manteniendo tanta
vigencia en nuestros días como cuando fueron formulados en el siglo XIX.
Huérfano de
madre, Rementería, nacido en 1786, fue «cedido» por su padre a unos familiares,
quienes lo educaron. Estudio Latinidad y Filosofía y fue escritor y traductor
que sobrevivía en el Madrid de la Década Ominosa como pudo. Acabó como profesor
de Gramática en la Escuela Normal, y murió en 1841. Escribió un Manual
alfabético del Quijote , las Conferencias
Gramaticales Sobre La Lengua Castellana: O Elementos Esplanados de Ella (1839),
una gramática española pensada para sus alumnos de la Escuela Normal de Madrid,
y una gramática italiana para principiantes. Colaboró también en diversos
periódicos y fue uno de los iniciadores del retrato costumbrista.
Este tipo de
lecturas, al margen de lo anacrónico de buena parte de su contenido, nos
permite acercarnos al modo como han ido evolucionando las sociedades, porque,
si leemos con atención, vemos mucho más de lo meramente superficial que ataña a
las exigencias de las modas. Recordemos, para saber de qué hablamos, la
definición que nos sugiere Rementería: Cicerón define la urbanidad: una
ciencia que enseña el tiempo oportuno de lo que debemos hacer y decir. El manual, en ese sentido, no decepciona,
porque supone una visita a una sociedad tan alejada de la nuestras como los
caballeros andantes lo estaban de don Quijote, cuando Cervantes escribió su
magna obra, pero, al mismo tiempo, hallamos ciertas esencias inmutables que son
válidas para aquella sociedad y para la nuestra. Por otro lado, al centrarse en
la vida cotidiana, son innumerables las noticias con sabor de miscelánea de
antigüedades que nos alegran la lectura, como la curiosa defensa del tabaco
como un elemento para la higiene bucal: Este método saludable para la salud,
que conserva los dientes y la boca sana, era desconocido para nuestros abuelos.
Que nadie
espere, de esta «urbanidad» romántica, nada que ver con nuestra época libérrima,
y sí todo con ciertas concepciones de las clases sociales, de la mujer y del
hombre que, como ahora sucede incluso con las narraciones infantiles o las
películas de Disney, pueden «herir la sensiblidad» de los propensos a ver
ataques a diestro y siniestro contra sus verdades reveladas. Situados, pues, en
una época en la que las «hermosas» tienen un papel de diosas y los «currutacos»
el de rendidos adoradores, el manual de Rementería se fija en las conductas que
se han de seguir para poder participar de los diferentes actos sociales que
miden, por cómo se conduzcan en ellos las personas, la calidad de las mismas.
Curiosamente,
lo primero que llama la atención del avezado inquisidor de las costumbres es el
noble arte del diálogo, para el que nos brinda consejos que echamos de menos en
estos tiempos en que el desagarro, el grito, el insulto y lo soez parecen
campar a sus anchas. Todo ello en el bien entendido de que le parece una norma
áurea la siguiente: Hablar de política en la mesa es una vulgaridad. De
ahí que recomiende con insistencia: No habléis jamás de política,
porque, excluyendo de esos diálogos a las mujeres, en aquella época, estaba
claro que Una sociedad sin mujeres bien pronto viene a parar en tertulia
política o en un club masónico. Y la vida social exige la participación de
ambos sexos, máxime cuando en ella se compaginan en un mismo espacio la
conversación, el baile, el juego y el «ambigú»: También se cena en los
bailes, dando a aquella refacción el nombre de «ambigú». La moderación, y sobre todo la discreción,
junto con su pizca de agudeza e ingenio, valores que se heredan de la época del
conceptismo barroco, son valores
propugnados por el manual, que huye constantemente de todo lo que pueda producir conflicto o crear una tirantez
que desemboque en la agresión, la burla cruel o el insulto descortés: Decía
Fontanelle que si tuviese la mano llena de verdades, se guardaría muy bien de
abrirla. Veamos, pues, algunas de las características del conversador que
exige la buena sociedad: Un hombre fino evita todo lo que puede ser brusco
en sus discursos, y no procura llamar la atención demasiado. No solo ha de
buscar la discreción, sino que, contra la tendencia habitual en nuestros días: Basta
a cualquiera decir su opinión, y manifestar sus sentimientos, sin que se empeñe
en oprimir a su interlocutor con el peso de sus razones; antes bien ha de
procurarse no tener demasiada razón. ¡Por amor de Hermes, lo que pensarían de
nosotros quienes solo buscan, en la confrontación actual a la que llaman «diálogo»,
no siendo sino rifa de truhanes, que les den la razón, a toda costa! En la
medida en que los originales que traduce Rementería son franceses, no nos ha de
extrañar que se usen las excelentes fuentes de los moralistas del XVIII, como
cuando se recoge el aforismo de La Bruyère: El espíritu de urbanidad es
cierta atención a que nuestras palabras y modales hagan que los demás queden
contentos de sí mismos y de nosotros. ¡Menuda delicadeza de espíritu, tan
alejada de nuestros usos contemporáneos! He aquí una buena muestra de lo «transgresor»
de nuestras bárbaras costumbres actuales puede ser la lectura de este manual de
urbanidad. Que la caracterología de los interlocutores es básica para poder
distinguir lo «fino» de lo «basto» lo advertimos en la sutileza con que el
manual disecciona la práctica social de la conversación, ¡poderoso
descubrimiento de la civilización!: A pesar de que los asuntos que se traten hayan
de ser honestos, una zumba moderada constituye el encanto de la
conversación; alegra sin herir, y la escita sin amargar cuanto se iba
entibiando, aunque esa «zumba» ha de saber usada, porque del mismo modo que
es muy difícil hablar a tiempo, a los interlocutores se les exige: Sed,
pues, alegres sin ser serios, pero guardaos muy bien de haceros graciosos de
profesión. De todo ello se deriva un aviso que convino cumplir en su
momento y que continúa conviniendo cumplirlo en nuestros días: Sed, pues,
sobrios en la narración, porque sobre esto nos suele engañar el amor propio.
Evitad los equívocos y las menudencias que suelen ser propias de los titereros
y bufones, pues por un dicho agudo que por casualidad pueda salir de vuestros
labios, diréis veinte necedades que tal vez hieran a alguno. Como se
advierte, toda «contención» es poca para «brillar» en sociedad, sobre todo
porque, y da igual la de 1829 que la de 2021, los que entran en el mundo con
la pretensión de ser notados y producir efecto, jamás serán admisibles, por
cualidades que les asistan, haciéndose cansados y frecuentemente ridículos.
¡Suerte que el manual no nos deja desamparados frente a ese ímpetu en pos de la
notoriedad, mal que tanto aqueja a nuestros actuales contemporáneos, quienes lo
dan todo por una gotas, por efímeras que sean, de celebridad con fecha de caducidad!
El verdadero medio de obtener buen éxito es aparecer penetrado del mérito de
los que en la sociedad son principios ciertos de fortuna: el saber aguardar y
fastidiarse, nos recomienda el traductor, con un realismo que hunde sus
raíces en aquellos postulantes a un empleo de la corte que poblaban las
antesalas del palacio real: «saber aguardar» y «fastidiarse», ¡ahí es nada! No hemos de olvidar, además, en aquella sociedad
tan jerarquizada la responsabilidad moral de quienes ocupan las clases elevadas:
No abuséis de la ironía; y si sois
superior a las gentes a quienes habláis, no os la permitáis jamás, pues vuestra
posición les debe poner a cubierto de vuestros tiros. Estamos en presencia,
pues, de un «fino» análisis psicológico que amplía pronto su espectro para
incorporar a quienes cae, por su nesciencia, fuera de tales círculos: Solamente los necios sufren pacientemente
los elogios; los mismos de quienes nos dice el manual que la burla
desdeñosa es propia de los necios, y no saben cuán difícil es al hombre de
genio hacer una cosa perfecta. El otro, el «hombre fino», es aquel que
valora sobre todas las cosas el don natural y precioso del talento bien
entendido: De tal manera es la
naturaleza humana que tiene celos aun de sus propias cualidades, y no perdona
al talento, sino cuando conoce que este se ignora a sí mismo.
Llama la atención de este lector la reivindicación
de la mujer vieja que hacen los autores del manual, y que seguramente compartiría
Rementería, puesto que en sus manos estuvo la selección de los materiales para
su traducción, y, desconociendo los originales, su composición ha de parecernos
que refleje lo más estrechamente posible su propia manera de pensar: Nada
tienen que ver las arrugas de una mujer que ha pasado su vida en el mundo con
su talento, que no envejece jamás. Por otro lado, también me parece
ingeniosa su agudeza respeto de la mujer fea: Una mujer fea es la confidente
natural de todos los secretos amorosos; se parece a un terreno neutral en donde
se va a tratar de la guerra que se quiere hacer a otro país. Así dicho, me
recuerda el humor de autores como Jardiel Poncela, Mihura, Tono y aquellos humoristas de
posguerra que se agruparon en torno a La Codorniz, practicando lo que se
llamó «humor blanco». El papel esencial de la mujer, en aquella lejana división
de los sexos, muy anterior al sufragismo y a la igualdad de derechos entre
hombre y mujeres, está muy claro para los compiladores: Los hombres hacen
las leyes, ha dicho uno de nuestros escritores, pero las mujeres forman las
costumbres.
El manual pasa revista tanto a las
reuniones de sociedad, como a la vida familiar, las visitas a domicilio, el
arte de trinchar las carnes y pescados, el vestuario y no pocas costumbres,
como la saludable del tabaco, por más que recomiende taxativamente: Regla
general: no debe fumarse jamás en la calle, algo, por cierto, que incluso
hoy, por la pandemia, prohíben nuestras desacreditadas autoridades… Metidos en
esa sucesión de «eventos» cotidianos, lo que más llamará la atención de los
lectores será sin duda el rico anecdotario de usos y costumbres que se
despliega en el texto, capaz de entretener a cualquiera a quien le sorprendan
las viejas costumbres. Que, por ejemplo, un convidado tenga exigencias como la
siguiente, ¿a quienes no choca?: Un convidado debe a lo menos una hora
después de la comida a la persona que le ha convidado. […] No acaba aquí
la obligación del convidado: le queda todavía otra que cumplir, cual es una
visita llamada la visita de digestión y que se hace a los ocho días como señal
de gratitud. ¡Por Pantagruel, qué enojosa costumbre, la «visita de digestión»!
Imaginemos ahora que todos aquellos a quienes invitamos, se autoinviten ocho días
después, porque en el texto queda claro que no es otra la intención de dicha
visita…. Más del agrado de padres con hijos aún por independizarse del hogar
familiar son estas observaciones domésticas tan acertadas: Es contra toda
regla de urbanidad el recibir a nadie en una casa desordenada, en donde no se
ha pasado el plumero. Y esta otra, tan penetrante, psicológicamente: El
orden de un aposento anuncia el orden del que lo ocupa, que hemos de leer,
para dichos hijos, en sentido inverso, que es el habitual: desorden anuncia
desorden…
El texto dedica
no pocas páginas al «Arte Cisoria», un arte que, en España, hizo famoso a Enrique
de Villena, autor también de Los doce trabajos de Hércules; pero
hace lo propio con una prenda de la indumentaria del hombre fino que hoy se ha transformado en la
mínima expresión de lo que fue en su día: la corbata. Parafraseando a Buffon,
el texto llega a afirmar: Por la corbata se juzga al hombre, o permítasenos
decir que la corbata es todo el hombre. A partir de aquí, el texto divaga
ampliamente alrededor de esa prenda casi genética del hombre para enterar a los
lectores de la gran diversidad de nudos y técnicas de doblaje de las tales, de
modo que para cada ocasión se emplee el nudo apropiado. Por otra parte, no
hemos de olvidar el beneficio postural que favorece la prenda: Sola la
corbata es la que obliga al hombre a llevar su cuerpo derecho y la cabeza
levantada y con nobleza. Hasta tal punto llega la admiración de los autores
por tal prenda que incluso llegan a afirmar que a la verdad, el primero que
llegó a plegar una corbata engomada adelantó un paso a las luces e hizo más
servicios que las sectas económicas y enciclopedistas juntas. Quienes
dominen el arte del uso de la corbata, dispondrán, además, de una suerte de «ojo
de buen cubero» para distinguir a sus interlocutores: Bajo el aspecto literario la importancia de
la corbata es mayor en cierto modo: es la divisa del genio, y un ojo observador
reconoce en el gusto de la corbata a un poeta o a un químico. Es muy
probable que todas esas especificidades sobre prenda tan identificadora las
tomaran los autores a quienes traduce Rementería, por las alusiones que se
hacen en el texto, de esta publicación: Cravatiana ou Traité Géneéral des
Cravatés Ouvrage traduit libremente de l’anglais. Aparecida en Paris en 1823. A título
anecdótica, cabe reseñar entre los diferentes tipos de nudo, los siguientes: El
nudo gordiano para visitas de cumplimiento. [El más difícil]. El nudo de brida
basta al cazador. El nudo a lo valija conviene para el paseo. El nudo
sentimental, para una cita. El nudo a la americana. El nudo a lo Byron. El nudo
a lo matemático. El nudo a la oriental. El nudo a lo gastrónomo… Pero eso sí
los «pisaverdes» no habían de olvidar jamás que toda corbata rayada o en
cuadros es de medio tono y que la corbata de color no se lleva sino en
negligé.
Finalmente, en
el capítulo de curiosidades cabe destacar la receta de dentífrico que nos
ofrece el texto: Se frotarán [los dientes] con carbón bien
pulverizado y pasado por un tamiz de seda o con cualquier otro polvo preparado
para este efecto. […] Se compone un dentífrico con partes iguales e
polvo de quinina y carbón mezclado con un poco de crema de tártaro, único todo
con miel carbonizada. Así como la fuerte oposición al rasurado total de la
cara en los hombres, porque, a juicio de los autores, la barba siempre ha
dominado a los rasurados, como, con supuesto rigor histórico se afirma: El
abandono de la barba ha acarreado periodos de una afeminación general. … Los
romanos llevaban barba cuando sometieron a los griegos, que no la tenían, y la
habían dejado de llevar cuando fueron vencidos por los godos, que aún la
conservaban. Y ofrece el caso particular de Luis VII de Francia: Luis
[VII] “El Joven” y Leonor de Guiena [de Aquitania] se separaron porque
ella no soportaba ver afeitado a su marido. Decía que se había casado con un
monarca, no con un fraile.
En fin, este El
hombre- fino al gusto del día es uno de esos textos que, ya lo han visto, se
ha de leer con una sonrisa en la boca y un buen lápiz al costado o, como en
este caso de las ediciones Google, con un archivo abierto donde ir pegando lo
que se recorta y pega para extractar el texto. De hecho, todo él está lleno de
ideas que permiten, a cualquiera, usarlas en contextos bien actuales: La
estremada viveza y la estremada pereza impiden ser urbanos, dice el manual;
pero, en otro ámbito de la realidad, no anda menos acertado: La galantería
es, respecto al amor, lo que la urbanidad respecto a las virtudes sociales.
En estos tiempos en que el victimismo ha pasado de ser algo íntimo a un hecho
sociopolítico, conviene recordar la última lección de prudencia que nos ofrece
tan curioso texto: Es preciso dejar siempre en la propia casa las
pesadumbres, y no ir a turbar la alegría de los otros. De igual manera que el
«gusto del día» es el espíritu pacífico del respeto a las leyes de la
dialéctica: Feliz el hombre de mundo que pudiese deponer el amor propio a la
entrada de una sociedad, así como dejar la espada o el bastón a la puerta de la
comedia.
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