miércoles, 30 de noviembre de 2022

Tres calas en la vida cotidiana...

 

Un robo, un deceso y un implante...



    

        El robo

            Ser robado es una experiencia común, sobre todo en una ciudad sin ley, desorientada, desordenada, sucia y caótica cual es la otrora hermosa Barcelona, es decir, tal y como nos la están dejando los socialistas y los comunes de común acuerdo, aupados por un legionario de la política que ni aiquiera aguanto en su escaño el tiempo suficiente para ver la dimensión de su estropicio y regresó a su país para buscar mejores oportunidades políticas. Lo más frecuente, al parecer, son los robos de relojes caros, pero  como el diablo no descansa y todo lo añasca, los amigos de lo ajeno no les hacen ascos a los móviles, que es lo que me robaron a mí en el autobús H12 con una pericia que solo pasado el tiempo está uno en condiciones de reconocer, porque en el momento del robo, orquestado como una coreografía exquisita, y porque andaba yo a ciertos asuntos que me tenían totalmente distraído de mi persona y mis bienes, me volaron un auxiliar dela vida cotidiana en el que ni nos damos cuenta de cuánta información y recuerdos sentimentales somos capaces de introducir y conservar. 
            Saberse robado es una sensación de humillación absoluta. Se entroniza uno a sí mismo como el mayor pardillo del mundo y maldice, entre lágrimas, rabia, desesperación e indefensión contra su poca cabeza y la inseguridad permitida por un Ayuntamiento que está a otras cosas de más enjundia política y a otras baratas luchas paraideológicas que a facilitar una vida segura a sus vecinos. ¡Qué desnudez, de repente, y qué vacío tan grande en el bolsillo lateral de los pantalones cortos donde guardé ¡ahora veo que en mala hora!, el ordenador de bolsillo. Palpaba con incredulidad una y otra vez el bolsillo como si por arte de magia pudiera volver a aparecer. No lo dudé, me bajé en Plaza de España y, en vez de continuar las compras, me fui a la comisaría a poner la denuncia correspondiente: que al menos figure en la estadística de la vergüenza de la sectaria adalesa incompetente que nos (des)gobierna con la complicidad de un partido-muleta del totalitario nacionalismo catalán, el psC.
            ¡Y anda que no habré visto películas de carteristas (y movilistas..., habremos de añadir, ¿no?) que bien que me habrían de haber aleccionado!, pero achaco mi descuido a la necesidad de tener que realizar unas compras urgentes, que no me dejaron atenerme a mis rutinas de seguridad. Pickpocket, de Bresson es la que recordé enseguida, junto con Nueve reinas, de Fabián Bielinsky, pero también Manos peligrosas, de Samuel Fuller, que acabo de ver recientemente porque tenía grabada la impecable operación de sustracción realizada por Richard Widmark. Pongo por delante la calidad, para esquivar la verdadera imagen que también se me vino enseguida a la memoria: la del  paleto emboinado y sin entrañas al que Tony Leblanc le clava el timo de la estampita en Los tramposos, de Pedro Lazaga.
        
    Me reprochaba a mí mismo, con deslenguada ferocidad, haber sido tan imbécil de ir con la guardia caída, expuesto, ¡ay!, a las nubes de rateros que sacan provecho de los incautos como yo lo fui en ese viaje en autobús. Que un joven árabe se empecinara en no apartarse del pasillo, hasta que tuve que llamarle la atención, fue suficiente para que se verificara la sustracción, por parte de alguien que debería de estar sentado y a quien no le costó nada extraerlo, de un  bolsillo cuyo contenido no presiona el cuerpo, está claro. Usualmente siempre soy precavido, y eso me ha librado de algunos sustos, de ahí me autorecriminación: haber confiado en que Barcelona es una ciudad en la que uno puede ir confiado por la calle y los transportes públicos, cuando no es así. Saberlo, además, desde que la incompetencia llegó al poder municipal, aún me hace más culpable de lesa ingenuidad y tremendo pardillismo. ¡Y luego se preguntarán los demás por qué va creciendo la insociablidad y el malhumor! 
            

       


            

             El deceso

            Alos 95 años, después de una vida intensamente vivida y una vejez mayúsculamente mal soportada, a causa del deterioro físico, mi madre murió el pasado agosto, para descanso suyo y de sus hijos y allegados. La última de su propia familia, ha vivido hasta que el corazón ha sido incapaz de soportar los mínimos esfuerzos de la vida cotidiana, muy reducida por la osteoporosis, la cardiopatía, los divertículos, la casi ceguera y otras degradaciones propias de la edad. Me ha dado por revisar estos días la crítica que hice de la Carta a mi madre, de Simenon, cuyo comienzo puede helarle la sangre en las venas a quienes tengan la institución maternal como un pilar de sus vidas, porque arranca con el reconocimiento de que nunca se han querido lo más mínimo. Ese solo inicio basta ya para seguir leyendo con devoción hasta el final. Para mi padre, la madre fue un concepto propio de legionarios que se lo tatúan en el brazo, acaso ejecutor de no pocas maldades: Una divinización absoluta y un respeto sacrosanto. La persona más importante de su vida, por encima de su propia mujer y de sus hijos. Para mí, el origen de mis días y un largo camino hacia el desasimiento.
            Ser el cuarto hijo de cinco te asegura en el escalafón familiar un lugar irrelevante pero muy cómodo. Copada la *benjaminitura e inaccesible la primogenitura, ser el cuarto te permite gozar de la indiferencia de los padres, para quienes lo normal es que pases desapercibido. Ese lugar solitario es el que te permite no sufrir su acoso normativo y coercitivo, al menos no tan intensamente como en el caso del resto de hermanos. No tardas en saber que eres un desconocido para ellos y viceversa, salvo que seas del gremio de los curiosos. Ya de mayor, apenas tienes recuerdos de haber sido especialmente querido, sino, si acaso, tolerado. Pero has gozado de la oportunidad de ir conformándote a partir de tus experiencias y tus muchas o pocas razón e imaginación.
            No ha sido una extraña en mi vida, mi madre, pero tampoco una persona excesivamente importante, ¡y mucho menos decisiva!, por supuesto. Y jamás escriño de confidencia alguna. Es difícil convivir con quien siempre ha vivido aguerridamente a la defensiva y, ¡más difícil aún!, amar a quien nunca se ha dejado querer. No hay hitos que marquen el relato de la distancia. Tuvieron el capricho de tenerte; tú cumples la obligación de respetarlos. No les deja en buen lugar, eso sí, que cuatro seamos la niña que nunca llegó.
            Uno entiende que convivir con seis varones te obliga casi a la sobreactuación, y más aún en los tiempos poco dados al feminismo del franquismo, pero me alegra poder decir en su honor que las actuales feministas, por radicales que sean, no le llegan a mi madre ni a la suela de los zapatos; un proceso, sin embargo, tan combativo, que en él se pierden valores tan esenciales como la afabilidad, la ternura, la serenidad y la empatía, entre otros. Nada reprochable, en definitiva, porque en los tiempos de 
«sacar adelante la prole», ¿quién puede ponerse exquisito?
            No es recuerdo mío, sino suyo, que yo le preguntara, de muy niño, antes de los siete: 
«Mamá, ¿cuándo se es mayor para irse de casa?» Tuve la suerte de hacerlo, parcialmente, muy pronto, a los quince, por mis propios méritos deportivos, Ahora que la distancia es ya infinita entre nosotros, esta evocación me acerca, paradójicamente, a ella más de lo que lo estuve en vida. Así de extrañas son las relaciones entre madres e hijos.

        

         



                  Un implante   

            Es equívoco el epígrafe, cierto, porque, salvo cirugía mayor, (¡de la que ojalá me preserven los años con denuedo...!), bien pudiera pensarse que voy a relatar un proceso, dados mis años, de implante capilar. Amigo tengo que a él se ha sometido, y los políticos nos dicen que esa es una de las principales razones para la tradicional amistad hispanoturca... Pero no.  La mediana edad también abona otro implante más modesto pero mucho más importante que el tupé para la calidad de vida del sujeto. Sí, se trata de una operación de cataratas. De repente, un cuerpo extraño, una lente, se instala en tu cuerpo, sustituyendo el material  «de fábrica», y, sin ser muy amigo de la ciencia-ficción, adquiere uno un ramalazo de cyborg que se certifica aún más en el momento de descubrir el ojo al día siguiente y asistir, pasmado, al descubrimiento de la realidad con una intensidad lumínica y unos colores, como nunca la habías visto. ¡Y lo que choca al descataratizado la nueva visión bícroma: luz cálida con el intacto, luz fría con el implantado, y saltas de un ojo al otro, alborozado,  como un niño con los regalos de Reyes, y escrutas enderredor como un perro olfatea cuanto cae a su alcance... Sales de quirófano como si te hubieran cambiado un ojo en vez de simplemente el cristalino, o como si te hubiera alcanzado una de esas terribles pelotas de goma de la policía, pero la recuperación se inicia ya desde el día siguiente.
            Lo peor es el periodo de adaptación a la doble visión, las gafas con una solo vidrio graduado,y vacía la parte del ojo operado: tiende la vista a cruzarse, a converger en un punto que no necesariamente es el punto de fuga. El ojo herido lagrimea, a pesar del colirio que religiosamente me administran cada día, según la prescripción del cirujano, y tiende el paciente a pensar si no le han cambiado una catarata por un manantial...
        Nada tan cotidiano como una de estas intervenciones, ni nada tan agradecido, porque quienes abusamos de la vista, lectura y cine, sobre todo, recibimos como una bendición salir de las tinieblas de las películas de terror de Corman o la Hammer y poder ver con esta nueva mirada cyborgiana [¡Y perdóneme Jorge Luis...!] el Aleph en su plenitud.
            Ahora solo queda el ajuste estético de una graduación que permita diverger los rayos visuales y permitir la visión de media y corta distancia, para poder trabajar en el ordenador sin el parche fordiano. Hay quienes se liberan de las gafas con júbilo, e incluso me consta que hay quienes las han odiado toda su vida, como una suerte de satánica condena. En mi ingenuidad oftalmológica, yo pedía que me quitaran la caratarata y que me dejaran mi miopía, con la que llevo conviviendo,en feliz matrimonio, medio siglo... A mí siempre me ha encantado usar gafas y las he llevado de todos los tipos, si bien casi h sido mi costumbre lucir diseños de gafas para mujer, como unas que compré en Canal Street en Nueva York, de anciana usamericana de los 40 y que, aun desvencijadas, conservo entre mis recuerdos más queridos.



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