Un aliado indispensable de la vida doméstica y social.
No recuerdo si
era o no regalo de Reyes, pero hace pocos días llegó a casa el paquete con los
dieciocho platos de loza hiperresistente que mi Conjunta compró a una empresa
almeriense. Ahora que caigo sí que debió de ser «regalo», porque fui llamado
para compartir la solemne apertura del envío. No daba crédito a la chapuza que
veía: los hermosos y duraderos platos venían envueltos en decenas y decenas de
ejemplares de La Voz de Almería, lo que no había impedido, sin embargo, que uno
de ellos, sopero, llegara roto.
Sí, es cierto que a nivel doméstico el
papel del diario tiene las virtudes amortiguadoras y protectoras que caso todos
le concedemos al papel de diario; pero que en estos tiempos de embalajes
sofisticados en un sector en constante renovación y expansión, como es el de la
logística, reconozco que no me esperaba lo que vimos.
Como soy de los tiempos en que antes de
tener partidos políticos tuvimos Asociaciones, así que desembalamos la
mercancía, la lavamos, retiramos la vieja y colocamos en su lugar la nueva, no
me llevó mediación alguna que la memoria iniciara un viaje en el tiempo para
marcar los hitos de mi trato con el papel de diario que, fundamentalmente,
entraba en casa de mis padres en forma de ABC y Ya, para luego ir cambiando con
el tiempo y ver Pueblo, aunque nunca faltase la inseparable presencia del ABC,
que mi padre, muchos años después, aún leía cuando mi Conjunta y yo nos «raptamos»
de común acuerdo y, al revés de los flujos migratorios tradicionales, nos
montamos en el «sevillano» e iniciamos nuestra desvalida independencia.
Que las hojas de los diarios cubrían el suelo de la cocina después de ser fregada, la zona de los fogones, cuando se freía, o parte de la mesa para recoger las pelas de las patatas y de la verdura era experiencia cotidiana, pero imagino a mi padre en dura competición con otros comisionados para hacerse con los ejemplares del club de oficiales, de modo que pudiera satisfacer la poderosa demanda de ese bien tan precioso para las amas de casa. De su uso para limpiar las ventanas solo cabe informar de que acabo de ver una película, No te preocupes, querida, de Olivia Wilde, en una de cuyas escenas la protagonista limpia los cristales con el clásico papel de periódico.
De un modo bastante rústico, las bolas de
papel de diario eran usadas en los zapatos de mis padres para que no se
hundiera el empeine por el desuso al cambiar de temporada. También se cubría la
mesa con ellos cuando se limpiaba lo que de forma eufemística, imagino, se
llamaba «la plata», un trabajazo que rebajó radicalmente a mis ojos el posible
valor de esos objetos.
Durante bastantes años, los diarios
fueron usados indistintamente para envolver el bocadillo del recreo y para
proteger el suelo durante la limpieza con betún del calzado. Eso sí, doy fe de
que durante la larga infancia de mi sólida ignorancia ni una sola vez tuve
conciencia de que en aquellas hojas hubiera un retrato, más o menos
contrahecho, de la realidad. Como soy de las primeras generaciones «televidentes»,
reconozco que, desde los 9 años, daba más crédito a los bustos parlantes de los
telediarios que a esas hojas para todo y de tan escasísimo valor de un día para
otro.
Cuando comencé a viajar solo, a los 14
años, no era infrecuente que en muchos váteres de recónditas estaciones ferroviarias
o en tascuchas algo escasas de higiene el papel (no) higiénico fueran
cuartillas de papel de periódico colgadas en una alcayata o de una cuerda, como
si fueran surrealistas «pliegos de cordel», porque, arrancadas para retirar los
«excedentes» de la deposición, era imposible, recortadas al azar, leer algo
con pies y cabeza. En el capítulo de la crueldad apicarada, propia del país, ha
de figurar la mala leche de quienes en vez del absorbente papel impreso de los
diarios, recortaban las revistas semanales, un papel satinado que, una vez
aplicado al ojo anal, provocaba la extensión de los restos excrementicios como
si de un ungüento hediondo se tratase…
Durante mucho tiempo, el papel del diario
ha sido usado por hueveros, afiladores, merceras, ferreteros, castañeras y un
largo etcétera, para entregarle la mercancía al cliente, quién sabe si creyendo
que ofrecían opacidad valorada, en vez de vulgar chapuza. En cambios así, de
ayer a hoy, sí que observamos la transformación social y valoramos el «refinamiento»
del que disfrutamos.
Desde que hice mío el hábito de la compra
y lectura diaria de la prensa escrita, siempre ha habido un rincón en nuestra
casa habilitado para que creciera el pilón de ejemplares atrasados, y aunque no
soy muy partidario de su uso en las labores domésticas, advierto que nos hemos
convertido en suministradores hasta para cinco hogares, en los que parece ser
que no entra más prensa escrita que la anacrónica nuestra. ¡Cómo nos lo
agradecía mi madre cuando vivía y en un solo fin de semana le dejábamos hasta
siete diarios, y alguno tan generoso con el papel como La Vanguardia. Ahora,
sin embargo, mi Conjunta y yo tememos siempre el día del anuncio del fin de las
ediciones impresas. Para nosotros sería una mutilación absoluta en nuestros
hábitos de más de cincuenta años. Piénsese que, cuando viajamos, lo primero que
busco, antes que los monumentos de visita obligada, es un quiosco donde comprar
la prensa de cada día y la «local», esos diarios que casi solo informan de la
pequeña o magna vida local llena de peculiaridades, y a la que me asomo con
simpatía y curiosidad. ¡Cuántas hojas de esos modestos diarios no les habrán
servido de abrigo para el pecho a los ciclistas que suben cimas imposibles para
descenderlas «a tumba abierta», pero con el pecho bien empapelado, protegido,
quién sabe si por la crónica de la Fiesta Mayor, el asfaltado de un barrio,
dejado de la mano del Presupuesto o la importantísima ferias de ganado
comarcal!
¡Cómo no se le va a tener cariño a un
papel prensa que nos ha tiznado la vida!