jueves, 27 de marzo de 2025

La distancia.

 


Los muros sutiles...


          ¿En qué momento dos personas que se han unido hasta la efusiva confusión gozosa abisman una distancia insalvable entre ellas, hasta el punto de no retorno de no reconocerse, de instalar una sólida extrañeza entre ellas, de sentirse completamente ajenas una a otra, tan desconocidas como si estuvieran en presencia de alguien con quien se hubieran tropezado en la calle al azar?

Y sucede.

La intimidad deviene extimidad, incluso con un poso de remordimiento, como si fuera inexplicable que hasta pocos días antes entre ambas no hubiera habido fronteras ni extrañezas, como si fuera impensable que esos dos cuerpos gozosamente entregados recíprocamente a todas las experiencias propias de la vida en común pudieran llegar a padecer una aversión inconcebible en los momentos del disfrute de lo común, esa suerte de unidad que se sella, del modo más elocuente y profundo, en la fusión y profusión sexual.

Perdida la confianza, el retraimiento se apodera de la visión y emerge la alteridad de lo distinto ante nosotros, como los signos crípticos e indescifrables de una estela premesopotámica. ¿Quién es esa persona, plantada ante nosotros como un enigma? Se han borrado, como los caminos de sirga tras el desmadre de los ríos,  todas las señales reconocibles del vínculo, del hábito, de la pasión. La miramos, nos miramos, y la perplejidad del deslizamiento en alud de la nieve por la poderosa montaña arrastra con ella todo un mundo edificado sobre la proximidad, sobre el contacto, sobre la comunión de los días y las noches, sobre los sueños compartidos e incluso sobre los descendientes; y el alud se vive como un argayo que levanta el túmulo al desencuentro.

La familia propia se vive, entonces, como el único refugio donde, prácticamente, no cabe la extrañeza, el único espacio emocional que define a la persona como pertenencia insoslayable a algo fuera de ella misma. Incluso habiendo roto todos los lazos con ella, la familia siempre aparece ante cualquier persona como un vínculo tan poderoso como incuestionable. Está en el aire que se comparte la sensación de formar parte de un ámbito hasta cierto punto consolador, aun a fuer de irritante, porque no requiere de la persona ningún esfuerzo formar parte de ella: la persona sabe que es quien es porque ha nacido en la familia en que ha nacido, y la cercanía o lejanía entre sus miembros escapa del marco que los acoge, a veces como una condena, a veces como un sagrado.  

La distancia entre dos personas de distintas familias, no cede, cuando se instala, ni ante la realidad obvia de haberse constituido ambas en familia para otros. Pero ese espacio no afecta a los fundadores, a quienes puede sobrevenirles el rechazo al otro, con causa o sin ella, en cualquier atravesado momento racional o irracional de una convivencia dinamitada por el hastío, la traición, el tedio, la competencia o cualquier estantigua que levanta su oscura y dramática presencia desde el blancor de las sábanas o desde la ausencia en presencia que rompe los puentes de la comunicación en cualquier rincón o sala o pasillo.

¡Qué incomprensible, la facilidad con que aceptamos y entendemos que la otra persona es alguien ajena a nosotros, alguien con quien, a veces súbitamente, hasta puede parecernos repulsivo intercambiar contactos corporales! Manos descaradas, nos parecen sus manos; lengua serpentina la de otrora dulces, cálidos y demorados besos; prisión férrea los brazos que fueron alero y nido de la confianza… El lecho compartido con la seguridad de lo inquebrantable se convierte en espacio de sospecha y en campo de suspicacias, amén de inmenso desierto cruzado por la agitación ventosa del sueño. Nada queda de la calma confiada ni del oleaje rítmico de la pasión encendida. Y la presencia de la otra persona en tal espacio abrigado de la intimidad se vive como una profanación de las cenizas.

No hay, propiamente, enemigo, ni posible puente de plata, porque lo que se desea es remover de la memoria lo vivido para instalar la gélida ausencia que nos garantice la disponibilidad, el renacimiento, el encuentro con quienes comenzamos a ser, de nuevo, intactos, sin heridas o rasguños, sin la aplastante losa de la indiferencia que todo lo arruina y pudre.

Empeñadas en otear el futuro o en complacerse en el pasado idealizado, descuidan algunas personas contemplar el presente en que se agitan los signos inequívocos de esa distancia que siempre se presenta con su cara de hereje, y que, cuando finalmente lo hace, les cambia la vida.

martes, 18 de marzo de 2025

La Cripta de la Colonia Güell en Santa Coloma de Cervelló, una visita obligada.

 



Una iglesia insólita e inacabada de Gaudí en el corazón del Baix Llobregat.

 

          Cuanto más cerca tienes una obra de arte, a veces pasa el tiempo sin acordarte de ir a visitarla. A Montserrat tardé más de cincuenta años en ir porque me echaba para atrás el proverbio popular: No és ben casat qui no ha estat a Montserrat, aunque, civilmente, sigo manteniendo mi soltería documental. En compañía de dos buenos amigos, José Luis y Rosamari, hicimos, finalmente, una travesía largos años pospuesta, por razones y por sinrazones: ir desde su casa en Cornellá hasta el santuario en Santa Coloma de Cervelló caminando a través de esa fértil comarca que es el Baix Llobregat. Aunque el recorrido no es en modo alguna una sucesión de paisajes espectaculares, dada la mezcla de terrenos agrícolas, industriales y poderosas vías de circulación de vehículos que atraviesan esos parajes, la compañía de la amistad es siempre el más poderoso de los alicientes y la mayor fuente de satisfacciones. Nada como la buena compañía y la mejor conversación para hacer el camino. El pan y el agua ya lo tomaríamos después, porque habíamos reservado mesa para comer en la fonda de la Colonia Güell, de la que la actual cripta fue, en principio, diseñada como iglesia, del mismo modo que hay en ella teatro, restaurante, escuela, ateneo y las casas correspondientes, algunas de extraordinaria factura, lo que viene a constituir un minipueblo al servicio de una explotación textil. Aunque Gaudí diseñó el conjunto, obra suya es solo la cripta, que no llegó a acabarse como iglesia, porque a la muerte de Güell, sus herederos desistieron, lamentablemente. Las edificaciones de la colonia fueron obra de los ayudantes de Gaudí: Francesc Berenguer construyó la Cooperativa (con Joan Rubió) y la Escuela (con su hijo Francesc Berenguer i Bellvehí). Joan Rubió construyó diversas casas particulares, como Ca l'Ordal  y Ca l'Espinal. Francesc Berenguer construyó asimismo el Centro Cultural Sant Lluís y la Casa parroquial. Actualmente, todo el conjunto es un Bien de interés cultural y Patrimonio histórico de España, y es un auténtico placer pasearse por su reducido perímetro y disfrutar de esas edificaciones mencionadas anteriormente, en las que domina el ladrillo y, fundamentalmente, la imaginación, muy cercana a la modernista del maestro, quien dedicó unos esfuerzos creativos a la futura iglesia que constituyeron como un banco de pruebas para soluciones arquitectónicas y decorativas que luego plasmaría en la Sagrada Familia.

          La cripta, el monumento más destacado de la antigua colonia fabril, permite ver en esbozo las líneas generales de lo que hubiera sido una iglesia levantada con la voluntad de integrarse en el entorno natural, un pequeño montículo en la que destacaría de un modo que, de haberse construido, hubiera sido, sin duda, una obra tan visitada, o más, que la propia Sagrada Familia. Lo construido está tan lleno de detalles sorprendentes y de arquitecturas desafiantes que el visitante apenas tiene respiro. No es una bóveda, un pórtico, la forja de una ventana, esta o aquella cerámica o las magnificentes pilas del agua bendita, el altar, la escalera lateral o las columnas que parecen desafiar los principios elementales de la gravedad… 

  Es una obra artística, está claro, pero, al tiempo, una obra espiritual que apela más a los sentidos que al diálogo íntimo: sorprendido y conmovido, el fiel que en ella entra debe «sentir», imagino, su religión como una bendición sensual: formas, colores, materiales…, todo invita a la comunión de los sentidos con una religión sacrificial de cuyo fundamento trágico no hay ni rastro en la belleza del espacio donde ni sé ya si se siguen celebrando ritos religiosos, aunque quiero creer que sí, que la «función» primigenia del lugar aún se mantiene.




        Nosotros éramos turistas locales, y yo un poco avergonzado por mi tardanza en venir a disfrutar de tantísimos detalles que no se agotan en una sola visita, cierto, porque no hay rincón en el que Gaudí no haya pensado son su singular imaginación desbordante, y no es menos cierto que una visita no guiada dista mucho de tener una experiencia completa, porque todo el lugar alberga un simbolismo al que el arquitecto barcelonés era adicto. Algunos de ellos son evidentes, y forman parte de una tradición cristiana que podemos reconocer quienes hemos sido criados en su seno, pero no quiero ni saber lo perdidos que andarán quienes se hayan deseducado ya en ciertas materias como la historia de las religiones, por ejemplo. El pasmo es idéntico para todos, sin embargo, porque cuesta creer que un ser tan aparentemente austero, humilde y religioso como Antonio Gaudí tuviera dentro semejante estallido de voluptuosidad, porque de ella cabe hablar cuando uno va pasando revista a los cientos de detalles que observa en un espacio tan relativamente reducido.

          Lo que está claro es que la Cripta de Gaudí es un jardín fotográfico en el que cazar detalles en cada dirección que uno gire la vista, siempre sorprendida por lo que ve. Y afecta a todo: paredes, columnas, suelo, ventanas, mobiliario, pomos, rejas… Añado una pequeña muestra de algunos de esos detalles que uno se lleva en la cámara como si nadie más los hubiera visto, aunque todos acabamos fijándonos en los mismos.

          La visita a la Colonia permite respirar un aire de tranquilidad excepcional, y, aunque la Colonia sufrió el asalto de las milicias republicanas, el conjunto no tardó en ser reconstruido y conservado como lo que es: la oportunidad única de contemplar la feliz unión del esfuerzo empresarial y el mejor arte de la época. Cataluña tuvo una industria textil que favoreció la creación de este tipo de instalaciones, algo más elaboradas, arquitectónicamente, de la que vimos en Novecento, de Bertolucci, por ejemplo, como las del curso superior del Llobregat: las colonias Rosal, Vidal y Viladomiu, cuya visita aún tengo pendiente.




         


          Y una pequeña muestra de esos edificios modernistas que han 

dado notoriedad universal a la ciudad de Barcelona: